—¡Abrid las puertas! —se oyó que gritaba una voz desde la muralla.
Al fijar la vista al frente, se dieron cuenta de que sólo los separaba de la muralla una distancia de unos doscientos metros. Los guls empezaron a desistir en su empeño de detenerlos, pues flechas y conjuros caían sobre ellos sin piedad, aunque los últimos que se atrevieron a atacarlos lo hicieron con la fiereza de quien arriesga todo lo que tiene a una sola jugada. Uno de ellos consiguió clavar una de las garras en el flanco de Jano, que siguió corriendo provocándose a sí mismo un largo corte hasta los cuartos traseros. Si iba a morir, lo haría desangrado dentro de la ciudad habiendo dejado a su jinete a salvo y evitando que los guls los despedazaran a ambos en medio de un charco de arena y sangre. Aun así trastabilló, y Killian se llevó también un arañazo en el brazo antes de matar al gul que se había acercado por el otro lado.
—¡Elarha, atrás! —gritó Eyrien al darse cuenta de que Jano aminoraba el paso, y retrocedió para cubrir la retaguardia.
Durante un tiempo que se les hizo eterno, como si también a ellos los hubieran conjurado a moverse con lentitud, siguieron cabalgando obsesivamente hacia las puertas cada vez más cercanas. Ya no los seguía casi ningún gul, pero el instinto los empujaba a huir de aquella carrera sanguinaria. Cuando estaban traspasando las puertas al fin, protegidos por los arqueros y los hechiceros que se encaramaban en las almenas, empezaron a ser conscientes del mundo que les rodeaba como si hubieran nacido de nuevo. Killian y River miraron perplejos a su alrededor, oyendo de repente los gritos de alegría y júbilo y viendo cómo muchos sentristianos se acercaban corriendo o se abrazaban a las murallas, como si ellos mismos hubieran cruzado triunfales el campamento gul hasta la ciudad.
—¡Jano! —gritó Killian angustiado cuando recuperó del todo el sentido de la realidad.
Eyrien desmontó, y observó con el rostro demudado la herida de Jano.
—Se salvará si lo atienden —dijo, y luego miró al primer hechicero que llegó junto a ellos—. Que atiendan al caballo. Mañana lo quiero ver curado —exigió.
River, al mirarla, se dio cuenta de que la espada de Eyrien se había desactivado. Resbaló de su mano sin que ella pareciera darse cuenta, y cayó al suelo con un estrépito metálico. En aquel momento les llamó la atención un poderoso grito de júbilo, que fue coreado por todos los soldados presentes. Se giraron para ver cómo Suinen de Sentrist se acercaba a grandes zancadas y con el rostro demudado por el alivio y la alegría. Sus ropas estaban cubiertas de polvo y algunos de sus acompañantes mostraban heridas y salpicaduras de sangre oscura, que demostraban que los guls habían conseguido superar la puerta del sur y peleaban entre la primera muralla y la segunda. Suinen sólo tenía ojos para ver que al fin alguien había conseguido llegar en su ayuda mientras varios de los presentes le explicaban la heroica entrada de los tres guerreros en la ciudad, pero River seguía vigilando a la Dama de Siarta, que fijaba inmóvil la vista en el suelo.
—River... —murmuró con un hilo de voz.
River se acercó rápidamente a ella y pasó un brazo alrededor de su espalda. Al ver que Eyrien apoyaba el rostro en el pecho del mago, Suinen empezó a darse cuenta de que algo no iba bien. Cuando la elfa se desvaneció y River la levantó en brazos sin esfuerzo, mirándole el rostro con preocupación, a Suinen se le borró del todo la sonrisa de la cara.
—Está agotada —dijo River.
—¡Eyrien! —exclamó Suinen acercándose corriendo—. Por los dioses, ¿qué le sucede?
Killian apartó suavemente los cabellos de Eyrien para que Suinen pudiera ver las marcas del nuevo ataque del íncubo. El gobernador retrocedió llevándose una mano a la boca.
—Se ha recuperado bien, pero ha hecho un esfuerzo demasiado grande —le tranquilizó River.
—Oh, no —dijo Suinen—. ¡Ahora no!
—¿
Ahora
no? —repitió River, mientras Killian miraba a Suinen con la boca abierta.
—Habéis dicho que está bien, y yo tengo que pensar en la seguridad de miles de ciudadanos —dijo Suinen tratando de calmar los ánimos—. Esperad a ver cómo están las cosas en la parte costera de la ciudad. Sois los primeros que venís en nuestra ayuda, tampoco Eriesh ni Freyn han llegado, y para un elfo que podría ayudarnos está demasiado débil.
—¿Acaso crees que no te ha ayudado bastante? —le gritó River sin poder contenerse—. ¡Eyrien ha aniquilado a medio campamento ahí fuera ella sola! Deberías estarle agradecido.
—Y lo estoy —dijo Suinen apaciguador—. Pero Eyrien es ahora nuestra mejor guerrera, es decisiva para evitar la masacre de todos los habitantes de Sentrist, River. Hay mujeres y ancianos y niños entre estas murallas, y los guls se están abriendo paso masacrando a mis soldados.
River permaneció en silencio, respirando con fuerza.
—Indícame dónde puedo acomodar a la Hija de Siarta para que descanse y se reponga.
Suinen hizo un gesto a dos de los hechiceros de su guardia personal y les ordenó que guiaran a River hasta el palacio. Killian, dedicándole una última mirada a Eyrien, se quedó junto a Suinen para ver con sus propios ojos cómo de grave era la situación de la ciudad. Mientras se alejaba tras los hechiceros sentristianos, River oyó cómo algunos sanadores intentaban convencer a Killian de que se dejara curar el brazo sangrante primero. Mientras seguía a los mudos hechiceros a través de pasillos y estancias lujosas de aquel castillo costero, River meditó sobre el comportamiento de Suinen. Sonrió amargamente. Siempre había pensado que eran los elfos los que se aprovechaban de los humanos, y ahora descubría que eran los mortales los que exigían de sus aliados feéricos una fuerza incondicional y una prestancia constante, pasando por alto que los elfos también tenían debilidades. Se detuvieron frente a unas puertas de roble que se alzaban en un pasillo iluminado por la luz rojiza del atardecer que entraba por los ventanales.
—Estos son los aposentos de la Dama de Siarta aquí en Sentrist —dijo uno de los hechiceros mientras el otro abría las puertas con una llave de plata.
River entró y traspasó un pequeño recibidor que daba paso a una estancia grande y lujosa con una gran ventana que daba al mar. Eyrien se removió entre sus brazos. La depositó en el amplio lecho con cuidado y la cubrió con una manta. Cuando fue a girarse, Eyrien le agarró la muñeca.
—River... prométeme que ni tú ni Killian haréis ninguna temeridad —dijo. Le apretó la muñeca con extenuación—. Quiero volver a verte vivo de nuevo cuando me recupere.
—Si tú quieres verme vivo, te aseguro que no dejaré que me maten, Eyrien —dijo River.
Salió de la habitación y pidió a un paje que lo llevara junto a Suinen. La batalla se desarrollaba en la parte baja de la ciudad, donde guls y soldados peleaban sin descanso entre charcos de sangre y cuerpos. Localizó a Killian y a Suinen defendiendo una de las escaleras que llevaba al nivel superior de las defensas de la ciudad. Mientras corría hacia donde estaba su amigo para sumarse a la defensa de Sentrist, pensó en cuánta razón tenía Eyrien al exigirle que no hiciera promesas vanas. Sentía haber mentido a la elfa, pero no podía quedarse parado mientras veía morir a otros. Sacó su espada del cinto y saltó el pequeño muro de piedra que lo separaba de los defensores. Con un grito de guerra se dispuso a pelear al lado de Killian, dispuesto a dar la vida por aquella ciudad que se defendía de la multitud de guls que aparecían sin descanso.
Era de mañana y el sol irradiaba con fuerza sobre la costera ciudad de Sentrist, pero nadie era capaz de reparar en la limpidez serena del cielo. Eran cuatro días los que llevaban Killian y River en la ciudad, cuatro días de batallas, pequeñas alegrías y grandes tragedias mientras los guls seguían entrando en los primeros muros de la ciudad sin que la marea pareciera tener final. Ambos muchachos, inexpertos en la lucha hasta aquel momento, se estaban redescubriendo a sí mismos, de pronto sintiéndose capaces de mucho más de lo que habían creído. Killian se descubrió sintiéndose a gusto en su papel de caudillo. Asumió, casi sin darse cuenta de ello, que los soldados le obedecían, que esperaban sus órdenes como futuro rey de Arsilon, que incluso Suinen de Sentrist estaba dispuesto a escuchar sus ideas para mantener en pie la ciudad un día más. Los años de adiestramiento en tierras fernostianas daban su fruto tanto como la sangre de reyes que lo animaban. River, coalicionado con los hechiceros de Suinen, estaba descubriendo que ni siquiera conocía todo el potencial de poder que llevaba dentro.
Mientras el bochorno costero anunciaba un nuevo día de ahogo en la prisión que conformaban las armaduras, Killian descansaba unos minutos en el parapeto de una almena de la segunda muralla, bebiendo con avidez del odre de agua. Daba gracias a que Sentrist estuviera diseñada como una fortaleza costera preparada para soportar los ataques provenientes del mar. La ciudad se parapetaba tras dos murallas, la segunda más baja que la primera pero igual de imponente, separadas entre sí por una distancia de algo más de un kilómetro. En aquel espacio se encontraban la mayoría de los aparejos pesqueros, talleres, caballerizas y algunos cultivos, pero estaba vedada por ley la habilitación de viviendas. Aquella prohibición había causado las quejas de los ciudadanos durante años, debido a que la población crecía y la ciudad que se parapetaba tras la segunda muralla como un laberinto de muros blancos y techos rojos se quedaba pequeña y atiborrada, pero ahora ningún ciudadano se quejaba. En aquellos días era sólo la segunda muralla y el valor de los soldados lo que los defendía de los antropófagos.
Suinen había dispuesto su defensa con inteligencia, bloqueando los accesos al segundo nivel de la ciudad, pero los soldados se agotaban y caían sin cesar. Los hechiceros no daban abasto, teniendo que protegerse a sí mismos y a los soldados, luchando contra seres difíciles de hechizar. A aquellas alturas, algunos guls habían conseguido encaramarse al segundo muro, y los defensores tenían que perseguirlos antes de que se perdiesen por la ciudad. Killian permaneció sentado unos minutos más. Sentía las piernas agarrotadas y los brazos pesados bajo las placas de la armadura, y tenía infinidad de arañazos y manchas propias y ajenas. Ya era incapaz de recordar cuándo se las había hecho. Se sorprendía a sí mismo pensando como un soldado harto de guerras, como si llevase años batallando. Había visto morir ya a tantos Altos y Bajos humanos, algunos a su lado, algunos junto con los que había compartido el rancho, que se maravillaba de seguir vivo. Aunque tenía que reconocer que no debía su seguridad únicamente a su pericia. Como príncipe de Arsilon contaba con tanta o incluso mayor protección que Suinen, hasta el punto de que a veces le entorpecían en la lucha los soldados que los protegían. También River se mantenía a su lado en todo momento, excepto cuando iba a ver cómo estaba Eyrien, pero su presencia la agradecía.
Mientras pensaba en ello, River apareció por la esquina tan cubierto de polvo y manchas de sangre como él. El mago, seguido siempre por un par de hechiceros locales que parecían haberlo consagrado como su superior, fue a sentarse a su lado y lo saludó con una palmada en la rodilla. Cuando River lo miraba con aquellos ojos anormalmente verdes, brillantes por la magia que estaba utilizando desde su llegada a la ciudad, Killian no podía dejar de asombrarse. Siempre había considerado a River como a un hermano, pero ahora se daba cuenta de cuán diferentes eran en realidad, separados como estaban por sus razas. River era un Alto humano, según las habladurías el más poderoso en potencia de todo su pueblo, y ya empezaba a demostrarlo.
—Tienes un aspecto terrible —le dijo River mirándolo de arriba a abajo con gesto crítico.
—Pues supongo que el mismo que tú —respondió Killian con burla, fijándose en el rostro agotado y paliducho de River.
—Sí —reconoció el mago—. No estamos muy atractivos en este momento, desde luego.
—¿Cómo está Eyrien? —preguntó Killian automáticamente.
River frunció el entrecejo; notó que no le gustaba la asociación de ideas de Killian. Aunque qué podía decir, si alguien le conocía bien ése era Killian, y le debía resultar evidente que sus pensamientos volvían una y otra vez junto a la elfa que descansaba en el palacio de Suinen.
—Sigue durmiendo —dijo finalmente—. El conjuro con que nos trajo a Sentrist ya la habría dejado exhausta estando en plenas facultades, así que imagina lo que le habrá costado.
—Pobre Eyrien —dijo Killian, pasando por alto los grotescos sonidos de la lucha que ya casi ni oía—. Y Suinen sigue diciendo que a ver cuando se recupera o viene Eriesh de una vez.
River resopló por toda respuesta. En aquel momento llegó uno de los hechiceros de la escolta de Suinen, un hombre muy alto y de ojos vivarachos de color turquesa que contrastaban con su rostro maduro y severo. Era uno de los hombres de mayor confianza de Suinen. Tenía la tarea de suministrar curas coagulantes para contrarrestar el efecto del veneno de los guls, y el hombre no daba abasto. River le ofreció el odre de agua, el hechicero lo agradeció profundamente. Cuando hubo bebido, se aclaró la garganta y elevó la voz para que pudieran oírle.
—Mi señor ha recibido noticias de que algunos guls se han escabullido por los pasadizos que llevan a la zona norte —dijo por encima de los gritos y el estrépito del entrechocar de metales—. Allí la segunda muralla tiene sólo cinco metro de altura y da directamente a la zona alta de la ciudad y al palacio. Deseaba que os informara por si queréis acompañarlo a defender aquel lugar.
—Iremos —dijo Killian con un suspiro cansado, se giró hacia el mago—: ¿no?
—Claro —dijo River con la mente en otra parte.
Se levantaron para seguir al hechicero a través de pasadizos y escaleras. River se sentía agotado y preocupado, pues la defensa de la ciudad se les estaba escapando de las manos y cada vez era capaz de canalizar menos magia. Él mismo había intentado localizar al jefe gul, cuyo despliegue estratégico de la colonia era encomiable. Era un gul exactamente igual a todos los demás, aunque destacaba por el hecho de que era uno de los pocos que no se había transformado ni sumado a la batalla, sino que había permanecido fuera del alcance de flechas y conjuros con un séquito de escoltas flanqueándolo por todos lados. Mientras se encaramaban a uno de los caminos típicos de aquella ciudad, que se elevaba por encima de la muralla como una pequeña carretera de piedra que caía hacia el nivel inmediatamente inferior por un lado y se fundía con la pared del nivel superior por el otro, River se paró para echar una ojeada a la panorámica que se extendía debajo.