Cuando el jefe gul cayó agonizante al suelo, para después acabar perdiendo la vida por una profunda herida a la altura del corazón, pareció que el tiempo se detenía un instante. Los guls se giraron a mirar el lugar donde había caído su jefe y los humanos gritaron de júbilo, pero al poco la batalla se reanudó aún con más fiereza. Sin su jefe los antropófagos seguían siendo peligrosos, y ahora que nadie los controlaba tratarían de llegar al interior de la ciudad para alimentarse. Cada vez más guls llegaban de la parte sur de la ciudad y los golpes en las puertas de la primera muralla eran cada vez más fuertes. Aún así River, Killian y Suinen siguieron observando el lugar sombrío donde yacía el cadáver del jefe de los guls.
Una flecha apareció en el aire soleado, cargando tras de sí una cuerda. Se enganchó en el bordillo del paseo del nivel superior, y la cuerda se tensó. Momentos después trepaba por ella una sombra negra y sinuosa que se convirtió en Eyrien cuando consiguió llegar arriba. Estaba muy pálida y por su espalda seguía extendiéndose la mancha de sangre que brotaba suavemente de la herida de su hombro, pero parecía satisfecha. Recogió la cuerda y se apoyó en la pared.
—Bueno, ahora sí que ha hecho más que suficiente por nosotros —dijo Suinen apretándoles el hombro—. Hagamos que su esfuerzo merezca la pena. Señor River, sería bueno que destruyeras el paseo a ambos lados de Eyrien para evitar que algún gul escurridizo pueda llegar hasta ella.
Dicho esto, volvió a coger su espada y, ensangrentado por la sangre de la herida de su cuello, dirigió una mirada lúgubre hacia la puerta de las murallas que se tambaleaba antes de volver a defender la escalera. River observó el lugar en que Eyrien recuperaba el aliento y juzgó buena idea hacer lo que Suinen le había dicho. Tras ver estallar dos metros de muro a cada uno de sus flancos, Eyrien lo miró y alzó una mano para darle las gracias. Parecía agotada, aunque no tanto como para desfallecer. Les había dado ventaja por un rato, pero el trance no estaba ganado; los soldados estaban cansados, y habían muerto muchos Altos humanos, demasiados, pues eran pocos los que habitaban la ciudad costera y ya sólo una docena seguían luchando; los guls, en cambio, parecían haberse vuelto más agresivos ahora que ya no había una mente serena que les transmitiera seguridad. River ya había dejado la modestia atrás hacía rato, sabía que era necesario. Se incorporó a la batalla, todo a su alrededor parecía un caos; algo más allá, Killian luchaba codo con codo junto a Suinen; nadie hubiese dicho que era un chico tranquilo que hacía pocos días disfrutaba de las tareas vulgares de una granja. Poco después, las puertas de la primera muralla se levantaron de sus goznes y cayeron estrepitosamente levantando una nube de polvo y astillas, pero los gritos que se alzaron cuando la nube se aclaró no fueron de terror sino de júbilo. Los elfos habían llegado.
Killian y River saltaron de alegría como los demás al ver a Eriesh entrar en la ciudad con Freyn el enano, Umbra y otros nueve elfos a su lado, lo que, teniendo en cuenta que eran guerreros élficos, era todo un ejército contra los guls. Los acompañantes de Eriesh se dispersaron rápidamente al pasaje que llevaba a la parte sur de la ciudad. Eriesh se abrió camino junto a una elfa alta y majestuosa hacia la escalera que ellos defendían, y luchó para subir mientras su compañera permanecía luchando abajo con una espada y una lanza de plata. Poco a poco todos los Elfos de las Rocas se fueron encendiendo en diversos colores, demostrando cuán intensos eran sus sentimientos contra los guls. Eriesh se acercó hasta ellos junto a Freyn y Umbra, aunque ambos desviaron sus miradas rápidamente en busca de Eyrien. Alzaron la mano al ver que ella estaba bien al otro lado del patio. Luego intercambiaron, más tranquilos, unos saludos con los arsilonianos.
—¿Estáis todos bien? —les preguntó el alto Elfo de las Rocas—. ¿Se ha recuperado Eyrien?
—Sí, lo suficiente. ¿Pero cómo habéis tardado tanto vosotros?
El rostro del elfo se ensombreció.
—Han sucedido muchas, muchas cosas desde que nos separamos —dijo el Elfo—. Y muchas de ellas tienen que ver con que vosotros sigáis con vida todavía —añadió en voz baja.
River y Killian sintieron un escalofrío. Así que era verdad, Eriesh estaba al tanto de la profecía. Observaron el rostro del elfo, cuyo aspecto amenazador y letal se les mostraba ahora más evidente que nunca sin su sonrisa jovial y afable. Aun así ambos bajaron las armas mientras Suinen los observaba a todos con gesto confundido. Eriesh, sin embargo, no dijo más. Freyn se acercó y les dio una palmada en la baja espalda, incapaz de llegar más alto.
—Nosotros confiamos en la sabiduría de Eyrien —dijo sonriendo—. Lo que ella haga, lo apoyaremos hasta el final. Ya hablaremos luego de lo que ha sucedido mientras vosotros...
De pronto se produjo un estallido de luz dorada. Mientras todos se giraban a mirar hacia el lugar donde se hallaba Eyrien, un grito de horror se alzó desde el lugar donde había quedado la majestuosa compañera élfica de Eriesh. No tardaron en ver con ira y temor lo mismo que estaba viendo ella: que Eyrien ya no estaba sola en su porción aislada del paseo.
Un joven de cabellos negros y ojos grises, enfundado en un traje oscuro, se erguía ahora frente a ella. El ser estaba llevándose a los finos labios un dedo cubierto de la sangre que manchaba la espalda de Eyrien. Cuando parecía que para ellos empezaba a brillar el sol de un mañana, el mundo se acababa de nuevo. El vampiro, al fin, había vuelto.
Killian y River veían el más triste final que habían temido desde que recogieran a Eyrien moribunda de la mansión abandonada del bosque. ¡Pero era injusto! Injusto y cruel hasta lo increíble. Cuando al fin habían creído que se salvaban, cuando parecía que los esfuerzos y los sacrificios acababan, llegaba un desenlace que hasta aquel momento sólo se había producido en sus pesadillas.
—Correr no servirá de nada —dijo Eriesh objetivamente, reteniéndolos del brazo.
River se giró a mirarlo. El Elfo de las Rocas había encendido sus cabellos y sus ojos en un azul intenso que rezumaba gélida ira, pero la desesperación no lo cegaba como a los humanos y sabía que de nada le serviría correr. A los demás se lo demostró Umbra, que sí había salido corriendo como una sombra a lo largo del paseo. El jaguar consiguió superar de un salto la distancia que separaba su porción del puente de la de Eyrien. El vampiro se giró a observarlo con curiosidad una fracción de segundo. Hizo un gesto de barrido con el brazo y el jaguar salió despedido por los aires. Chocó fuertemente contra la pared de piedra, antes de caer al nivel inferior y quedar allí tumbado. Lo mismo le sucedería a cualquiera que importunase al vampiro, y ellos seguramente morirían bajo aquel golpe de energía. Además parecía que los guls habían encontrado la forma de abatir su venganza sobre Eyrien: cuando los Elfos de las Rocas del nivel inferior intentaron acercarse, los antropófagos formaron un muro inexpugnable frente a ellos. Aun a la vista de todos, Eyrien estaba sola frente a su depredador.
—¡No! —gritó impotente Killian.
—Defiéndete, Eyrien —murmuró Eriesh a su lado.
River sólo fue capaz de pensar que veía borroso por las lágrimas que le empañaban los ojos.
Eyrien aún sentía su corazón latir con fuerza después del espanto que le había provocado el vampiro al aparecer tras ella. Por supuesto no lo había sentido hasta que había notado un dedo deslizarse sobre la piel ensangrentada de su espalda, sólo entonces se había dado cuenta de que no estaba sola en su isla de piedra. Había destellado inconscientemente sabiendo lo que iba a encontrar, y se había girado alejándose dos pasos de Ashzar. El vampiro la observaba con una fina sonrisa en sus labios encarnados. Eyrien había sido consciente de la alarma que se había extendido en todo el patio. Había oído gritar a Islandis y había visto a Umbra correr vanamente para defenderla antes de caer inconsciente, pero durante aquel instante eterno había sido incapaz de apartar la mirada de la muerte que se reflejaba en los ojos grises del ser que tenía delante.
—Mi vida ya no tiene valor —afirmó Eyrien más que preguntó.
—No para quien te ha convertido en un obsequio para mí, princesita —dijo Ashzar sonriendo más ampliamente—. ¿Vas a entregarte por las buenas o por las malas?
Eyrien suspiró y asió más fuertemente su espada. Se sentía tan cansada y débil... Era incapaz de creer que, justo cuando creía merecer un buen descanso tras acabar con el jefe gul, su vida fuera a acabar tan repentinamente. Sin saborear aquella victoria, sin saludar a los amigos reencontrados, sin saber hasta qué punto la consideraban una traidora. Era consciente de que nunca podría vencer al vampiro en aquellas condiciones de extenuación, pero aun así su instinto le exigía lucha. Activó su espada con las pocas fuerzas mágicas que le quedaban y le dedicó al sonriente ser que tenía delante una mirada desafiante de sus ojos exhaustos.
—Bien, por las malas entonces —dijo Ashzar mostrando sus dientes perfectamente blancos—. No esperaba menos de ti, digna Hija de Siarta. Tu padre estaría orgulloso.
Sacó su propia espada, una hoja fina y algo curva, y observó satisfecho cómo Eyrien se lanzaba al ataque con aquella repentina ferocidad de la que eran capaces los elfos cuando tenían algo que defender. Eyrien le atacó con astucia y comedidos pero certeros movimientos, aunque el vampiro era tan ágil y veloz como ella. Sus ataques siempre encontraban una defensa dispuesta, la inteligencia era demasiado pareja en ellos como para hallar un punto débil en el oponente. El sonido metálico de sus espadas entrechocando se elevó en el aire estancado mientras el vampiro arrinconaba cada vez más a Eyrien, que se esforzaba por mantenerlo lejos. Lucharon durante diez minutos angustiantes. En un momento en que sus espadas resbalaron una sobre otra acercándolos mucho el uno al otro, Eyrien volvió a canalizar energía para convertir sus cabellos en una intensa luz dorada que obligó al vampiro a retroceder girando la cara.
—¿Otra vez, elfita impertinente? —le dijo Ashzar con voz afilada—. Te dije que no me gustaba nada esa desagradable costumbre tuya.
Alzó un brazo y con un nuevo gesto de barrido lanzó contra la pared a Eyrien. Mientras soportaba el golpe luchó porque el aturdimiento no le hiciera soltar la espada, agarrándose a ella como si fuera el hilo que la mantenía unida a la vida. Aprovechó aquel instante para respirar hondo. Sabía que el vampiro estaba jugando con ella, cansándola y permitiéndole desahogarse antes de vencerla, dándole la oportunidad de morir luchando con dignidad, pero Eyrien no estaba dispuesta a perder la esperanza de que el vampiro cometiera algún error que le permitiera escapar. Su instinto, ignorando el sufrimiento de su cuerpo exhausto, no se lo permitía. Canalizó cuanta energía le quedaba hacia la espada, que brilló con fuerza. El vampiro bañó sus ojos en sangre para protegerse de aquella luz y abandonó su tranquila sonrisa, pues no era tan necio como para subestimar a una elfa poderosa y desesperada como una fiera acorralada.
Los que estaban observando, paralizados por el horror, se sintieron desgarrados cuando vieron a la joven dama élfica acometer a su atacante con cuantas fuerzas le quedaban, en un gesto desesperado, obligando al vampiro a defenderse con concentración. Mientras llegaban los ecos de la batalla que se sucedía en otras partes de la muralla que rodeaba la ciudad, en aquel patio sólo se oían los sonidos de las escasas escaramuzas que los soldados mantenían con los pocos guls que, en aquel momento, tenían más interés en superar la segunda muralla que en ver morir al fin a la Hija de Siarta. Los elfos, frente a la muralla de guls, eran incapaces de apartar la mirada de su dama. De repente Eyrien exhaló un grito de dolor y su espada resbaló por el suelo desactivándose. Vieron que Eyrien se observaba con incredulidad la parte interna del antebrazo, aunque pocos supieron adivinar qué era lo que se estaba mirando.
Eyrien sintió que las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos. Observaba la cicatriz roja y sangrante que acababa de aparecer con una insoportable punzada de dolor en el interior de su muñeca, para marcarla como una traidora. Quizás el destino se empeñaba en sentenciarla a morir joven, pensó. Mientras ella asimilaba este nuevo hecho, al vampiro recogió su espada feérica del suelo. Se activó inmediatamente al contacto de su mano. Qué ironía, pensó Eyrien con dolor, al ver que su espada reconocía su propia magia en la sangre del ser que iba a matarla. Mientras Ashzar observaba con curiosidad la espada feérica, como si fuera un niño intentando descifrar el mecanismo de un artilugio mecánico, Eyrien dio dos pasos hacia un lado. Sin embargo el vampiro clavó sus ojos grises en ella y hundió la espada en la pared, a pocos centímetros del rostro de Eyrien.
—Me parece que no —dijo Ashzar dejando la espada clavada.
Eyrien tuvo que darse por vencida e inhaló aire profundamente, sintiendo que el corazón le dolía. Era tan difícil para un elfo asimilar que había sido vencido por un íncubo y que tenía que aceptar que éste le arrebataría su poder, que con su propia magia sería más capaz de matar a otros elfos e indefensos humanos... Ella ya había pasado una vez por ello; y aquella vez la muerte ya se le había hecho demasiado larga y angustiosa. Además era consciente de que todos la miraban, horrorizados a lo largo del patio. Eso le dio una desesperada idea.
—Mátame —dijo telepáticamente en la mente de cuantos la conocían—. Mátame, por favor.
Esa petición oyeron en su mente Eriesh, River, Killian, y Freyn, Suinen, los hechiceros de Sentrist y el resto de los Elfos de las Rocas. Eyrien esperó expectante y anhelante, dispuesta a sufrir el dolor que la llevara a su inevitable fin, pero la muerte no llegó. Vencida, se apoyó en la pared y cerró los ojos por un momento, incapaz de decidir si se sentía contrariada o emocionada por el hecho de que nadie hubiese cumplido su última voluntad.
—¿Acaso esperabas que alguno de tus admiradores te diera muerte? —oyó que le decía la voz suave y sugerente del vampiro.
Abrió los ojos para mirarlo. Ashzar negó con la cabeza sin apartar su mirada de ella, haciendo que sus cabellos ondulados oscilaran sobre sus penetrantes y evocadores ojos grises.
—No seas ilusa, jovencita. Incluso yo, que debería matarte, estoy dispuesto a perdonarte la vida. Eres muy joven para morir, dama Eyrien. Y demasiado lista y demasiado hermosa —dijo el vampiro observándola de arriba abajo—. Te hice un ofrecimiento, y aún no me has dado una respuesta. Ahora que ya te has desahogado, podemos hablar tranquilamente de lo que te propuse.