La cazadora de profecías (36 page)

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Authors: Carolina Lozano

Tags: #Fantástico

BOOK: La cazadora de profecías
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—El jefe gul no está —dijo, y Killian y le hechicero se detuvieron a mirar también.

—¿Se habrá ido? —aventuró Killian—. No, sería ilógico. Nos están superando y sus guls siguen comportándose de un modo endiabladamente sincronizado. Así que debe seguir por aquí.

—Habrá sido uno de los que ha ido a la zona norte —dijo el hechicero lúgubremente—. Sin duda quiere ser el primero en disfrutar del festín y del pillaje. No esperábamos que consiguiesen eludir nuestra vigilancia y la zona norte es la que está más desprotegida. Y por allí también es más fácil entrar al palacio, por lo que todos los que están en su interior corren peligro.

—Eyrien... —dijo River.

El hechicero reanudó su camino a mayor velocidad, observando de reojo al joven de la Casa de los Tres Elfos, que en aquel momento caminaba con gélida y calculadora calma. El mago había demostrado poseer una fuerza feérica que alcanzaba y superaba a la de su padre. Aún le faltaba entrenamiento, experiencia y sabiduría, pero con los años llegaría a ser un mago al que el mismo Esigion no se atrevería a pasar por alto. Killian sabía a qué se debía el reavivamiento de la cólera de su amigo: la preocupación porque Eyrien, durmiendo en el palacio, pudiera hallarse en peligro. Contagiándose de la inquietud de su amigo, se adelantó para situarse junto al hechicero ahora que ya casi llegaban a la zona sur.

—¿Crees que puede correr peligro la Hija de Siarta? —le preguntó al hechicero.

—No lo creo, príncipe Killian. La protegen hechiceros de muy alto nivel, y... ¡ah! —dijo con placer el hechicero al doblar la esquina—. Me temo que los que corren peligro son ahora los guls y no la dama élfica, mi señor Killian.

—¿Eyrien? —exclamó Killian con júbilo, y River apretó el paso.

Allí, sobre el patio de la zona norte por el que ellos habían llegado, el camino alto se ensanchaba hasta terminar en unas escaleras que descendían hasta las puertas aún selladas. Había allí un grupo numeroso de gente combatiendo a los guls que trataban de trepar por ellas. Mientras avanzaban hacia ellos, descubriendo que al otro lado del patio otros guls se habían encaramado a la segunda muralla y allí eran combatidos por los soldados y hechiceros, comprobaron que los defensores de la escalera eran los miembros del consejo de Suinen. Algo más retirado, el propio gobernador de Sentrist conversaba con una figura alta y delgada cubierta con un manto. Era una silueta que infundía ánimo. Se apresuraron por el paseo de piedra. Cuando finalmente llegaron junto a los dirigentes de la Alianza, los tres jadeaban y el hechicero sentristiano se apretaba el pecho con una mano.

Eyrien se giró a mirarlos y alzó las manos para apartarse un poco la capucha de la cara; sus ojos azules brillaron en el rostro pálido y un tanto dorado. Los miró de arriba a abajo.

—Veo que has cumplido tu promesa —dijo mirando a River—. Aunque por vuestro aspecto diría que ha sido más suerte que verdadera intención.

—¿Tú estás bien? —le preguntó Killian con una sonrisa radiante; le había cogido tanto cariño a Eyrien que incluso él se olvidaba a veces de su querida diplomacia.

—Estoy bien —dijo Eyrien rozándole el brazo con una mano.

River, sin embargo, la miraba con el ceño fruncido. Se estaba aguantando las ganas de decirle que volviera a sus aposentos a seguir descansando. Suinen se dio cuenta y sonrió.

—Estos dos muchachos han estado muy preocupados por vos, mi dama —le dijo a Eyrien—. Os han estado cuidando y mimando como si fuerais su hermana menor.

—Lo sé. Pero no los culpo. Hemos vivido momentos muy... intensos juntos.

Así que Eyrien tampoco le había explicado al sentristiano cuáles habían sido aquellas aventuras, ni parecía que pensara hacerlo. Eso le llevó a River a preguntarse cuánta gente acabaría descubriendo todo lo que había sucedido en aquel caótico viaje hacia el sur. No creía que Eriesh fuera capaz de prender a Eyrien por perjura, pero tenía que reconocer que no conocía lo suficiente a los elfos como para prever sus actuaciones. Eyrien, sin embargo, no parecía en aquel momento preocupada por nada de todo aquello; ahora lo único que ocupaba su mente eran los guls. Quieta como una estatua y aún cubierta por su capa oscura, observaba a los antropófagos que no dejaban de crecer en número cinco metros por debajo de ellos.

—No tardarán en conseguir abrir la puerta de la primera muralla, y no sabemos cuántos guls esperan fuera —dijo la elfa en voz alta, aunque a nadie en particular—. Ahí está.

Eyrien señaló al otro lado del patio, donde el jefe gul se parapetaba contra una pared debajo del paseo suspendido. El falso joven miraba a su alrededor con una expresión concentrada y calculadora, enviando órdenes aquí y allá y desplegando a sus guls de la forma más dañina posible. Eyrien, sin apartar la mirada de él, cogió su largo arco élfico y dejó el carcaj de flechas en el suelo junto a ella. Puso una rodilla en tierra y encajó la primera saeta en la cuerda de plata. Apuntó y disparó con rapidez; uno de los guls no transformados que protegían a su jefe cayó al suelo. Los demás aún no habían tenido tiempo de asimilar aquel ataque certero cuando una nueva flecha cayó entre ellos. En menos de dos minutos, siete guls de la guardia habían caído heridos por las flechas de Eyrien, que disparaba a una velocidad y con una puntería de la que ningún arquero humano hubiese sido capaz. Mientras Eyrien apuraba sus últimas flechas sobre los guls de la guardia que el jefe interponía ante él como si fueran escudos, un murmullo se originó al otro lado del patio y fue extendiéndose como una marea sibilante.

—Elfo... Elfo... Elfo —se oía a su alrededor como si fuera el eco de una sola voz.

Desde luego, no hacía falta ser muy listo para saber que ningún humano podía disparar como lo había hecho Eyrien. Se le habían acabado las saetas, pero el jefe gul gozaba ahora de una escolta mucho menor. Eyrien dejó caer el manto, descubriéndose al fin. Los murmullos cambiaron y se asemejaron más a un enjambre enfurecido cuando empezaron a murmurar:

—La elfa de Siarta... Matemos a la elfa de Siarta.

River la miró preocupado, aunque fue el único. Los demás observaban con horror cómo todos los guls se iban acercando hacia donde estaban ellos, más de cien antropófagos de los que sólo los separaban cinco metros de muro de piedra. La dama élfica, sin embargo, se mantenía fría como el hielo. Estaba recogiendo sus largos cabellos en una cola alta y aquella vez ni siquiera se preocupó de ocultar las marcas del vampiro. Tenía toda su atención puesta en el joven que la miraba desde el otro lado del patio, y su expresión de odio era pareja a la del antropófago.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Eyrien, sacando la espada de su funda—. Ya no podemos esperar más a Eriesh; los guls están a punto de meterse en la ciudad. Además tengo una cuenta pendiente, y hoy ha cometido su último error —dijo, y señaló con el brazo al dirigente gul.

River miró hacia allí a regañadientes, y entendió lo que había querido decir Eyrien, aunque eso no lo tranquilizó. El gul se había situado bajo el alero del paseo del piso superior, y debido a que el sol estaba alto el lugar estaba sumido en la sombra. Eyrien pretendía llegar hasta allí y ensombrecerse para atacar. Mientras activaba su espada y daba órdenes a Suinen de que protegiera la escalera, River la cogió del brazo y la hizo girarse de un tirón.

—Estás loca —le dijo telepáticamente mientras Eyrien miraba con el ceño peligrosamente fruncido la mano que la sujetaba del brazo.

—El que está loco eres tú —le contestó la elfa dando un nuevo tirón para soltarse—. No necesito tu protección, mago, y tampoco la quiero. Muchas vidas dependen de nosotros, River —añadió en un tono más amable—, y tú, que has demostrado tu valía, tampoco tienes derecho ya de pensar en ti mismo. Ahora debemos pensar sólo en defender la ciudad.

—Pero yo también quiero volver a verte viva cuando esto acabe —dijo River sin dejar traslucir su preocupación, ya que en aquel momento le hubiese sonado egoísta.

—Ay, humano —dijo Eyrien sonriendo—. Yo luchaba antes de que tú nacieras. Así que deja de tratarme de una vez como si fuera una delicada doncella. Soy una guerrera elfa, no lo olvides.

Eyrien volteó su espada para activarla y River fue consciente de nuevo de lo que sucedía a su alrededor. Le parecía que aquella conversación había sido eterna, suspendida en un tiempo y un espacio inocuos, pero no habían pasado ni dos minutos desde que Suinen ordenara defender la escalera por la que intentaban encaramarse los guls. Los veinte soldados y hechiceros que habían quedado allí se desvivían intentando bloquearles la subida y lanzando de nuevo abajo las escaleras que los guls intentaban apoyar en el alero del paseo. Pero no sólo allí se desarrollaba la batalla, sino que en muchos otros lugares del patio se sucedían dramas parecidos. Los soldados caían por defender a las familias que se escondían en la ciudad. Era una muerte triste, pensó Killian mientras veía a Killian gritar órdenes que eran cumplidas sólo a medias ante tal despliegue de voracidad, mientras veía el rostro teñido de angustia con el que la mayoría de los caídos pasaba a mejor vida. River miró de nuevo a Eyrien. Estaba colgándose su arco a la espalda, encajando junto a él una flecha a la que había unido una cuerda. Luego la vio marchar, sin tratar de nuevo de detenerla. Luego la vio marchar, sin tratar de nuevo de detenerla. Se concentró entonces en proteger a Killian, que luchaba valerosamente junto a Suinen mientras otros perecían en aquel mismo lugar.

Eyrien había seguido corriendo a una velocidad vertiginosa hacia el extremo donde se parapetaba el jefe gul. Cuando estuvo lo suficientemente cerca saltó al nivel inferior en un punto en que los guls eran escasos, debido a que la mayoría estaban atacando más cerca de las escaleras o donde habían conseguido formar barricadas que les permitiesen llegar al nivel superior. En cuanto pisó el suelo, los guls que la habían visto se abalanzaron sobre ella, aunque pocos conseguían acercarse mucho antes de caer muertos bajo alguno de los filos de su espada. Eyrien fue avanzando sin cesar hasta el lugar desde el cual el jefe gul la observaba, lanzando sobre ella a cuantos guls tenía al alcance de su mente. Killian subió las escaleras, tapándose una herida en el brazo con un trozo de tela de su propia camisa. Se detuvo junto a River y dejó que el hechicero que los había acompañado hasta allí le vertiera sobre la herida un poco de aquella sustancia que, aunque muy dolorosamente, conseguía neutralizar el efecto anticoagulante del veneno de los guls. Mientras apretaba los dientes, miró hacia el otro extremo del patio.

—Parece que Eyrien tiene problemas —dijo.

De Eyrien, en aquel momento, se veía poco más que algún destello de su melena azul y de su espada, que irradiaba una luz dorada. Estaba completamente rodeada por los guls y casi no podía avanzar. Mientras ellos observaban, vieron cómo finalmente uno de los antropófagos conseguía eludir la hoja de su espada y le clavaba las garras en el hombro derecho. El rostro de Eyrien se contrajo por el dolor, antes de girarse y descargar su espada mientras la sangre rojo-dorada empezaba a teñir la tela clara de la espalda de su ropa.

—¿Por qué no se defiende con magia? —preguntó Killian, observando fijamente a la elfa.

—No puede... —murmuró River abriendo mucho los ojos—. No ha usado la magia hasta ahora porque no puede. ¡Su magia sigue sin haberse recuperado!

—Por los dioses, dile que salga de ahí —le dijo Killian a River zarandeándole el brazo.

Habían estado tan confiados en la magia de Eyrien, que ahora eran incapaces de observarla pelear sin ella. Estaba batallando contra los guls sin su mejor arma y sin su mejor defensa, y el jefe gul empezaba a sentirse violento ahora que la tenía cada vez más cerca. Muchos guls a todo lo largo del patio dejaban lo que estaban haciendo, reclamados junto a su señor para defenderlo.

—Eyrien, no puedo vencerlos a todos sólo con tu espada, sal de ahí —le dijo River mentalmente, intuyendo que sus palabras no servirían para nada.

—¿Quién te ha dicho que no puedo vencerlos? —dijo la voz de Eyrien a la vez que boqueaba a un gul que se le echaba encima con las fauces abiertas, antes de caer al suelo con el cuello cercenado—. Pero si quieres ayudar, protégeme tú.

River resopló, temiendo no poder defenderla. Se concentró y buscó un hechizo que pudiera serle útil a Eyrien. Tenía que ayudarla a llegar hasta aquel lugar donde podría ensombrecerse. Aunque la sangre que corría por su espalda atraería igualmente a los guls sin necesidad de verla, al menos así tendría más posibilidades de salir ilesa. Se concentró, aunque se sabía al borde de perder las fuerzas.

—¡Paralízalos! —gritó, extendiendo las manos hacia el otro lado del patio.

Pronto empezó a sentir que se debilitaba, pero aguantó cuanto pudo intentando no perder la conciencia. Luchó por extender el conjuro sobre cuantos guls pudiese, mientras notaba como si en todo su cuerpo la sangre se evaporara. Hasta que le llegó la voz telepática de Eyrien indicándole satisfecha que era suficiente, que había paralizado a quince guls, entre los que ella corría ahora zigzagueando con precisión. Momentos después, la elfa desaparecía de la vista entre las sombras que se alzaban bajo el parapeto.

—Gracias a los dioses —murmuró Suinen a su espalda, poniéndoles una mano en el hombro a cada chico—. Espero que Eyrien consiga alcanzar al jefe gul.

River abrió los ojos, mientras Killian le daba orgulloso unas palmadas en la espalda.

—Es extraño —dijo mirando abajo.

Desde luego que lo era. Allí, en la penumbra que producía la ausencia del sol, los guls se movían con nerviosismo, mirando a su alrededor con rabia y exhalando bramidos de impotencia a través de sus fauces abiertas. Muchos alzaban las garras de repente, como si intentaran atrapar el viento, para luego caer heridos de muerte sin haber llegado a ver a su atacante. Era imposible saber dónde estaba Eyrien, pero los guls iban cayendo cada vez más cerca de la pared donde se ubicaba su jefe. Éste ya había empezado a transformarse, y aun en sus rasgos bestiales tan diferentes de los de cualquier otro animal vivo, podía adivinarse la expresión de profundo odio con que intentaba detectar a Eyrien. Pronto alcanzó una zarpa y la mantuvo quieta en el aire, haciendo fuerza como si un mazo invisible lo estuviera intentando hacer retroceder; la elfa había conseguido darle alcance.

Pronto quedó claro que no por nada era ése y no otro el jefe de la colonia gul. La lucha se alargaba preocupantemente. Empezaron a oírse golpes en las grandes puertas de la primera muralla, pero ni Suinen, ni el hechicero que intentaba curarle una herida en el cuello, ni Killian ni River se giraron. Eran incapaces de apartar la mirada del gul que luchaba contra su atacante invisible. Momentos después, una salpicadura de sangre oscura se elevó en el aire. Uno de los brazos del gul colgaba ahora inerte a uno de sus costados, chorreando sangre de una herido que lo recorría de la clavícula al antebrazo. El gul rugió con rabia, pero la pelea no se extendió mucho más; sin una de sus garras el antropófago no tardó en caer a merced de los filos de la espada que él mismo debió haber rescatado del olvido alguna vez.

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