Fuera de la sala, Ennia esperaba a River. Lo miró y le preguntó:
—¿No te da miedo?
—¿El qué?
—Enfrentarte a los guls, y viajar con los elfos. Erynie parece una buena elfa, a mí siempre me trata con amabilidad y cortesía. Pero no me metería con ella ¿entiendes? Y menos después de ver la forma en que te atacó en el Centro... Parecía tan frágil, tan delicada. Es... —dijo la muchacha, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Tan peligrosa como bella —dijo River sonriendo—. Letal, diría yo. Pero no, no tengo miedo —añadió, volviendo a mirar a Ennia—. Es mi misión y mi destino servir en el Ejército Libre. Y es un honor luchar en semejante compañía.
—Desde luego lo es —reconoció la maga—. ¡Elfos y enanos!, me gustaría verlos luchar.
—Mejor que no —dijo River—. Porque si llegas a verlos luchar, querrá decir que la guerra ha llegado hasta Arsilon.
Ennia asintió en silencio; era realmente difícil decidir qué cosas se querían ver y cuáles era mejor no llegar a ver nunca, por mucha curiosidad que se sintiera. Así era como muchos caían en las garras del dominio de Esigion de Maelvania, inducidos por la incapacidad de mantener su curiosidad por lo desconocido bajo control.
Eriesh salió acompañado de Killian, y se detuvieron junto a ellos.
—Señor Eriesh —dijo Ennia sonrojada—, Debris está preparado para la marcha. Se muestra ansioso, hace días que no salís con él.
—Es cierto, Ennia —dijo Eriesh sonriendo a la maga, con lo que ésta enrojeció más—. Pero ya no tendrá que seguir esperando. Chicos —añadió mirando a Killian y River—, ultimad vuestros preparativos. Partiremos mañana al atardecer.
River y Killian se miraron sin poder contener una sonrisa de emoción. A partir de aquel día sus vidas tomarían un rumbo distinto, un camino desconocido que los llevaría a la gloria o a la muerte, pero siempre por el bien de la libertad que todos ansiaban. Era un honor, y una posibilidad de ver el mundo por el que iban a luchar y dar sus vidas si hacía falta. Sin embargo, ni River ni Killian sabían hasta qué punto iban a involucrarse en el curso de un futuro oscuro que ya estaba escrito en las estrellas.
Al atardecer del día siguiente ya se habían reunido en el porche del patio todos los que tenían que partir hacia Sentrist. Ian y Hedar los acompañaban para despedirse, e intercambiaron algunas ideas de último momento con Eriesh y Trenzor. Cuando ya estuvieron listos, cargaron sus fardos en las alforjas de sus monturas y se pertrecharon con sus armas y los mantos para el camino. También Umbra estaba allí, ya que los acompañaría en aquel viaje, y ahora permanecía sentado y quieto como si fuera una esfinge de azabache.
Llevaban poco equipaje, pues esperaban cubrir el camino rápidamente y de la forma más discreta posible, por lo que habían decidido llevar sólo lo que cupiese en las alforjas de sus caballos. Con la ayuda de Ennia, River y Killian habían escogido dos caballos élficos para la expedición, aunque River tenía la sensación de que había sido al revés, que a él lo había escogido Adrastea. Era una yegua negra como la obsidiana, de cuerpo esbelto y quietud regia que a River le recordó de alguna manera a Eyrien. El caballo de Killian era Jano, un potro joven de color bayo que parecía tan impaciente e impetuoso como él mismo. Los enanos llevaban falabellas, que eran ponis de pequeño tamaño y pelo más bien largo de color moteado, y Eriesh iba acompañado de su caballo Debris, un semental de imponente estatura y pelaje gris moteado. Todos aquellos caballos élficos tenían una inteligencia viva y despierta, y de alguna forma parecía que entendían cuando se les hablaba, pero ninguno llamaba tanto la atención como la yegua de la Hija de Siarta. Elarha era una yegua inmensa, de patas robustas y algo peludas en sus extremos. Era un hermoso animal de un color blanco grisáceo muy puro, y sus largas y sedosas crines eran grises y extrañamente brillantes, igual que la tupida cola que llegaba casi hasta el suelo. Tenía algo de especial y diferente, pero River era incapaz de fijarse en ello; no podía apartar sus ojos de Eyrien. La elfa había vuelto a vestir ropas oscuras de viaje y acariciaba el cuello poderoso de su montura, aparentemente ajena a la actividad de su alrededor. Cuando decidió que era la hora de la partida, se cargó la espada feérica y el arco y el carcaj a la espalda.
—¿Estamos listos? Pues vamos —dijo con su habitual autoridad.
Ian se acercó a la elfa para despedirse, y aunque no pudieron oír lo que se decían, era evidente que el rey estaba preocupado. Cuando se hubo despedido del resto de los viajeros, Ian se acercó a Killian y a River y los abrazó con tanta fuerza que tuvieron la sensación de que iba a romperles alguna costilla. Luego los cogió a cada uno de un brazo, y los miró con más súplica que ánimo.
—Ante todo cuidaos mucho y no enfadéis a los elfos. ¿Entendido? —dijo, y miró al mago antes de repetir—: ¿Entendido, River? Hacedles caso, pues son sabios y hace mucho tiempo que recorren el mundo. Y sólo unas palabras más, muchachos, pues aunque no soy padre de ninguno de los dos, os quiero a ambos como a mis propios hijos. Ahora empieza una etapa de vuestra vida en la que ya no vais a pensar más como individuos, sino como parte de un mismo ente que intenta encontrar la libertad para todos los habitantes de la Tierra. Ha llegado el momento de demostrar que, aunque los tiempos sean difíciles, aunque los obstáculos sean grandes y amargos, vuestra voluntad es fuerte y vuestra alma es pura. Luchad y sed fieles a vosotros mismos, y sé que no me fallaréis, ni a mí, ni a la Alianza, ni a la libertad. Sabed que siempre, siempre, estaré orgulloso de vosotros. Y sé que vuestros padres también lo estarían.
—Gracias, tío —dijo Killian emocionado, dándole un último abrazo.
River también lo abrazó de nuevo y sonrió cuando Ian volvió a recordarle que procurara controlar su temperamento ante los elfos; pues sí que le conocían bien, pensó mientras regresaba junto a Adrastea. A Ian le costó, pero finalmente dejó montar a los muchachos y dirigió una última mirada a Eyrien antes de apartarse a un lado. A River le sorprendió la cantidad de emociones que reflejó aquel último intercambio mudo de pensamientos entre el humano y la elfa; nunca se le ocurrió que podía estar relacionado con él. Eyrien dio la señal de partida y se encaminaron hacia las puertas que debían llevarlos lejos de Arsilon.
Cabalgaron con rapidez durante varias horas, viendo cómo el sol se ponía rojizo para dar paso a una nueva noche. Los elfos se habían cubierto con sus mantos ocultando sus rostros y se mantuvieron en silencio mucho tiempo, hasta que se hubieron internado en uno de los pequeños senderos que llevaban al sur del bosque de Dreisar. Aquella zona del bosque era muy transitada por comerciantes y vecinos, y los soldados se encargaban de que fueran caminos seguros para todos los que hacían uso de ellos. Por ello, sólo cuando se hubieron alejado de las zonas más pobladas de Arsilon, se atrevieron a charlar entre susurros y Eriesh se bajó la capucha dejando al descubierto sus largos y lisos cabellos grises, resplandecientes a la luz del atardecer.
—Viajaremos juntos durante las dos primeras jornadas —dijo el elfo—. Después nosotros nos desviaremos hacia el Oeste mientras vosotros seguís hacia el Sur.
—¿Y cómo sabes que tus congéneres van a querer acompañarte a Sentrist? —le preguntó Killian, que le había cogido confianza tras sus muchas sesiones de entrenamiento.
—¿Y por qué no iban a querer? —preguntó a su vez el elfo sorprendido.
Eyrien se giró para mirar a Killian, claramente interesada por el argumento del muchacho, y el príncipe tuvo que armarse de todo su valor antes de responder.
—Vosotros los elfos... —dijo tratando de ser pragmático— no acostumbráis a participar muy a menudo en las batallas. Y como sólo es Sentrist, una ciudad humana, la que está en peligro...
—Los humanos tenéis un concepto muy equivocado de los elfos —lo interrumpió Eyrien girándose de nuevo hacia el frente.
—Eyrien tiene razón —dijo Eriesh—. Los elfos sí nos implicamos, pero lo hacemos con justicia. Si os ofrecemos la mano, los humanos queréis todo el brazo —dijo riéndose—; querríais que os libráramos de los lobos, de los vecinos molestos y hasta de los grillos que no os dejan dormir por las noches. No, cada uno debe solucionarse sus propios problemas, desde sus propias posibilidades. La lucha contra los Pueblos Cáusticos, sin embargo, es otra cosa. Nos afecta a todos y hace ya mucho tiempo que acordamos luchar juntos. Además nos sentimos responsables; si los elfos no nos hubiéramos unido jamás a los humanos, los Nigromantes como Esigion de Maelvania no habrían existido nunca. Conocemos tan poco de nuestros enemigos que no sabemos en realidad cuán fuertes son, así que nos vemos en la obligación de mantenerlos a raya para que no se adueñen del mundo libre.
—¿Por qué los llamamos si no Pueblos Cáusticos? —intervino el rey Trenzor desde su falabella—. Porque la historia ha demostrado que son así: corrosivos, nocivos, destructores; ni las ratas son tan dañinas, pues ellas al menos sólo responden de forma inconsciente a aquel instinto que la naturaleza les ha dado. Pero los humanos y demás reinos de Maelvania... ah, eso ya es otra cosa. Simplemente se apropian de aquello que no es suyo y lo constriñen hasta sacarle todo el jugo.
—Pero los elfos somos seres pacíficos por naturaleza —añadió Eriesh—, como cualquier otro pueblo feérico. Sólo luchamos cuando es necesario, y en el número justo y suficiente. Los demás elfos viven en paz en nuestros hogares, como deberíamos hacer todos los feéricos. Por eso nosotros nos sacrificamos; para que los demás puedan tener una vida pacífica y plena. Mirad si no a Eyrien, heredera de su pueblo. Podría estar en Siarta con todo el lujo de su palacio.
—Eso no me gustaría, Eriesh. Ya lo sabes —dijo Eyrien—. Prefiero ser legada en Arsilon.
—Pero que seas la embajadora de Arsilon no implica necesariamente que tengas que recorrer todo el mundo, ¿no? —preguntó River—. Quiero decir que parece que hayas estado en todas partes. ¿De verdad es sólo por ser la poderosa hechicera y legada de la casa de Siarta?
River se resignó a quedarse sin respuesta a su pregunta cuando Eriesh se limitó a sonreír y Eyrien, que iba al frente, ni siquiera se giró a mirarlo. De nuevo tuvo River la sensación de que tardaría mucho tiempo en averiguar los verdaderos roles de todos los miembros de la Alianza, pero se obligó a sí mismo a cumplir la promesa de no airar a Eyrien, al menos por el momento. Ya tendría tiempo de averiguar qué mareas se revolvían bajo la aparente calma.
Acamparon muy entrada la noche y, tras cenar alrededor del fuego, cada uno montó su pequeña tienda de campaña de manufactura élfica. Eran muy livianas, impermeables a la lluvia y el viento. Killian y River compartían la suya, así como Trenzor y Freyn, pero Eyrien y Eriesh tenían una para cada uno. Después de cenar, Eriesh y Freyn se alejaron para dar un paseo, y Eyrien se encaró con ellos cuando volvieron.
—No quiero que volváis a hacer eso —dijo.
—¿El qué? —preguntó Freyn, tratando de parecer indiferente, mientras se sentaban de nuevo junto al fuego.
—Buscar al íncubo —dijo.
Killian y River se estremecieron, hasta aquel momento no se les había ocurrido pudiese estar acechándolos.
—No estábamos buscando vampiros —dijo Freyn; Eriesh permanecía callado, él no podía mentir—. Estábamos asegurándonos de que no hubiese... basiliscos. Basiliscos, sí.
El rey Trenzor se rió largamente; al poco Eriesh se le unió. Eyrien, por el contrario, permanecía impasible.
—Basiliscos —repitió Trenzor con su voz cavernosa, riéndose aún—. Eyrien, explícale a River aquella anécdota de la boda de sus padres.
—No tengo ganas —respondió la elfa—. Necesito ver las estrellas.
Se levantó; de nuevo y ante la mención de Lander, Eyrien había adquirido una actitud un tanto sombría. Se alejó un poco del campamento y se sentó a mirar al cielo; pronto pareció que se había olvidado de todo y de todos.
—Os lo explicaré yo —decidió Freyn.
—¿Eyrien no se enfadará? —susurró Killian dubitativo, mirando de reojo a Eyrien.
—Ella tiene un oído estupendo y te ha oído —dijo Eriesh—. Pero no se enfadará, sabe que River tiene derecho a saberlo. Sólo es que... algunos recuerdos son más dolorosos para ella que para los demás.
River se quedó con ganas de saber por qué, pero puso toda su atención en el relato de Freyn.
—Esto sucedió hace más de veinte años. Fue el año en que tu padre y tu madre se casaron, así que ambos tenían... —dijo Freyn, y se concentró intentando recordar—. Veintidós años humanos. Por aquel entonces Ian y Lander nos acompañaban a menudo, pero Ian se quedó en Arsilon aquella vez. Recuerdo que en aquella ocasión estábamos Eyrien, Eriesh, Tirenia, Lander, algunos soldados enanos y yo. Volvíamos desde Selbast para la boda, cuando, de repente, cerca del camino del norte, el suelo se hundió bajo los pies de Eyrien y Lander y ambos se perdieron de vista. Lo único que pudimos hacer fue asomarnos al borde del agujero para ver cómo estaban y qué había sucedido —dijo Freyn, y soltó una carcajada—. Y allá abajo estaban el mago y la elfa, levantándose indignados del suelo en medio de un nido de basiliscos, cuyos huevos inmensos los rodeaban como grandes setas. Y empezó la discusión —dijo Freyn como si fuese obvio, haciendo pensar a River que su padre y Eyrien discutían constantemente—. Lander proponía acabar con todos los huevos para evitar que aquellos monstruos se diseminasen por toda Arsilon, pero Eyrien se oponía rotundamente a matar fríamente a aquellos seres indefensos que ni siquiera habían llegado a ver el mundo. Los elfos, tan raros ellos, se niegan a matar a nada que no pueda defenderse, por peligroso que sea. Y si de algo pecaba tu padre, River, era de exceso de temeridad, porque siempre estaba dispuesto a hacer enfadar a Eyrien. Más de una vez lo pagó caro —dijo Freyn—. En fin, se pasaron tanto tiempo discutiendo allá abajo, cada vez en voz más alta, que al final llegó la hembra basilisco, y ya os podéis imaginar que no le hizo ninguna gracia ver a una elfa y a un humano peleándose en su nido. Así que nosotros vimos impotentes cómo el inmenso ofidio arremetía furioso contra ellos con toda la intención de hacerlos pedazos.
»Como los basiliscos pueden matar con la mirada, a Lander y a Eyrien no les quedó más remedio que cerrar los ojos, y ya os podéis imaginar —dijo Freyn mientras todos se reían—: No podía usar la magia porque podían matarse el uno al otro, y el basilisco intentaba destrozarlos mientras Eyrien aún exhortaba a Lander a tener cuidado con los huevos. Sin embargo los basiliscos son inteligentes, y aquella hembra sabía que podían acabar dañando sus huevos, así que envió de un coletazo a Eyrien y a Lander al túnel gigantesco por donde ella había venido. Lo último que vimos de ellos fue cómo echaban a correr por el fangoso corredor. No supimos nada más hasta tres días después.