Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
La codicia lleva al arqueólogo Matt Carse hasta el sepulcro olvidado del dios marciano Rhiannon, y sumerge al insólito héroe en el pasado fantástico del planeta rojo, cuando los vastos océanos cubrían la tierra y los legendarios Reyes del Mar gobernaban desde palacios suntuosos.
De talento suficiente como para coescribir el guión de
El sueño eterno
junto a William Faulkner e imaginativa autora del guión original de
El Imperio Contraataca,
Leigh Brackett es un gigante en el campo de la ciencia-ficción, y
La espada de Rhiannon
una de sus más populares historias de aventuras.
Leigh Brackett
La espada de Rhiannon
ePUB v1.0
chungalitos02.06.12
Título original:
The Sword of Rhiannon
Leigh Brackett, 1953.
Traducción: Fritz Sengespeck
Martínez Roca, 1977
Edición digital: Chava, México
ePub base v2.0
A Gate y Astrid
Al salir de la casa de Madam Kan, Matt Carse notó que alguien le seguía. Aún resonaba en sus oídos la risa de las muchachas de piel oscura, y los vapores del thil nublaban sus ojos como un velo cálido y dulce. Pero ello no le impidió advertir a su espalda, en el silencio de la fría noche marciana, el roce de unos pies calzados con sandalias.
Cautelosamente, Carse comprobó que la pistola de protones salía con facilidad de la funda. Pero no intentó despistar a su perseguidor mientras recorría las calles de Jekkara sin aflojar ni apretar el paso.
«En el Barrio Antiguo será mejor. Por aquí aún quedan demasiados transeúntes», se dijo.
Jekkara no dormía, pese a lo avanzado de la hora. Nadie duerme en los Canales Bajos, pues se hallan fuera de la Ley y allí el tiempo no cuenta. En Jekkara, en Valkis y en Barrakesh la noche no es más que un día con menos luz.
Carse continuó su camino a la orilla de las aguas negras y tranquilas del antiguo canal, abierto en el fondo de un mar ya extinguido para siempre. Vio que el viento agitaba la llama de las antorchas siempre encendidas, y oyó fragmentos de melodía de los laúdes que nunca dejaban de tocar. Mujeres y hombres, menudos, delgados y cautelosos como gatos cruzaban por las calles en sombras, sin hacer otro ruido sino el tintineo de las campanillas que llevaban ellas. Era un sonido tan tenue como el de la lluvia, un sonido en el que se concentraban todas las dulces perversidades del mundo.
No hicieron caso de Carse, aunque las ropas de éste revelaban bien a las claras su condición de terrícola. Normalmente, la vida de un terrícola vale menos que un cabo de bujía en los Canales Bajos. Pero Carse era diferente. Los ladrones de Jekkara, de Valkis y de Barrakesh son la aristocracia del hampa. Admiran la astucia, respetan la experiencia y saben distinguir a un auténtico caballero en cuanto le ven.
Por eso Matthew Carse, ex miembro de la Sociedad de Arqueología Interplanetaria, ex asistente a la Cátedra de historia antigua marciana de Kahora, afincado en Marte desde hacía treinta de sus treinta y cinco años de edad, era bien recibido en aquella compañía, mucho más exigente, del hampa marciana. Allí había prestado el juramento de amistad que no puede ser violado.
Aunque ahora, mientras caminaba por las calles de Jekkara, uno de los supuestos «amigos» de Carse estaba siguiéndole con toda la astucia de un lince. Por un instante se preguntó si la Policía de Control terráquea habría enviado a algún agente para que siguiera sus pasos. Pero descartó en seguida tal posibilidad.
No; ningún policía enviaba hombres a Jekkara. Tenía que ser un oriundo de los Canales Bajos, impulsado por algún tejemaneje de los suyos.
Carse abandonó el canal, dando la espalda a lo que antaño fuera un fondo marino, y dirigiéndose hacia la antigua tierra firme. El terreno subía en pendiente hacia los acantilados, profundamente roídos por milenios de viento incesante. Sobre ellos se cernía el barrio viejo, resto de la que fue capital de los Reyes-Almirantes de Jekkara, cuyo imperio decayó cuando los mares empezaron a desecarse.
El Barrio Nuevo de Jekkara, es decir la parte habitada a orillas del canal, era ya viejo cuando la terrestre Ur de los caldeos surgió como aldehuela recién fundada. La antigua Jekkara, cuyos muelles de piedra y mármol aún podían verse en el puerto ya inútil y cegado por la arena, existió en un pasado tan remoto que resultaba inconcebible para la mente humana. El mismo Carse, que conocía aquel pasado como nadie entre los terrícolas, se estremecía con sólo pensarlo.
Decidió ir allí, porque era un lugar totalmente muerto y abandonado. Es preciso, a veces, buscar la soledad para entendérselas con un amigo.
Las casas desiertas abrían sus portales a la noche. Los siglos y el viento abrasivo habían pulido sus esquinas y redondeado los dinteles de sus puertas hasta que se confundieron con el paisaje borroso y monótono. Las dos lunas, pequeñas y bajas, dibujaban sombras equívocas. No le fue difícil al corpulento terrícola envolverse en su larga capa negra para fundirse con la oscuridad y desaparecer.
Oculto detrás de una pared, escuchó los pasos del individuo que le seguía. Las pisadas se apresuraron, se hicieron más audibles; hubo unos instantes de titubeo y luego se acercaron de nuevo, cada vez más rápidas. El desconocido pasó de largo, y entonces Carse saltó como un tigre, saliendo al centro de la calle. Una fracción de segundo después aferraba entre sus puños un cuerpo menudo pero vigoroso. El perseguidor de Carse aulló de miedo al sentir en las costillas el helado cañón de la pistola de protones.
—¡No! —chilló—. ¡No dispares! Estoy desarmado. No intentaba nada malo; sólo pretendía hablar contigo unos momentos. —Pese al miedo, su voz no lograba disimular un deje de astucia—. Tengo una cosa para ti.
Carse comprobó que su contrincante estaba efectivamente desarmado. Sólo entonces aflojó la presa. El rostro del marciano podía distinguirse con bastante claridad. Era un tipo esmirriado con cara de ratero, y no muy afortunado, por cierto, según llevaba de remendada la túnica y desprovista de adornos la coraza.
Las heces y fangos de los Canales Bajos producían individuos así, hermanos del escorpión que mata traicioneramente, escondido bajo la arena. Carse no dejaba de apuntarle con su arma.
—Adelante —replicó—. ¡Habla!
—Ante todo, te diré que soy Penkawr de Barrakesh. Puede que te hayan hablado de mí. —Al enunciar su propio nombre se pavoneaba como un viejo gallo de pelea.
—Pues no —le atajó Carse.
El tono acerado con que fueron pronunciadas esas palabras era como un bofetón. Penkawr sonrió con rabia.
—No importa. Yo sí he oído hablar de ti, Carse. Como dije, te reservo un regalo. Un objeto muy raro y valioso.
—Tan raro y valioso, que te ha inducido a seguirme por las calles a oscuras hasta Jekkara, sólo para decírmelo.
Carse frunció el ceño mientras contemplaba a Penkawr, tratando de sondear su duplicidad.
—¡Bien! ¿De qué se trata?
—Acompáñame y te lo enseñaré.
—¿Dónde está?
—Escondido y bien escondido, cerca de los muelles de Palacio. —Carse asintió.
—Un objeto demasiado raro y valioso para llevarlo encima o mostrarlo en la feria de ladrones, ¿eh? Has conseguido aguijonear mi curiosidad, Penkawr. Vamos a echar un vistazo a tu regalo.
Penkawr hizo brillar sus dientes puntiagudos a la claridad de las lunas y se volvió, seguido de Carse. Este avanzaba con paso elástico, preparado para reaccionar en cualquier momento.
Su mano apenas se apartaba de la pistolera. Empezaba a preguntarse qué le pediría Penkawr de Barrakesh a cambio del supuesto «regalo».
Mientras subían por la pendiente hacia el palacio, trepando sobre arrecifes erosionados y rocas que aún presentaban huellas del oleaje marino, a Carse le pareció como si estuviera cruzando una especie de pasarela hacia el pasado. Le causaba un extraño estremecimiento el ver aquellos enormes muelles casi intactos, todavía con las marcas de los primitivos amarraderos. Bajo la extraña claridad lunar, uno casi podía imaginar…
—Entra aquí —dijo Penkawr.
Carse le siguió al interior de una oscura cabaña de piedra desmoronada, mientras sacaba de su zurrón una linterna de kriptón para alumbrarse. Penkawr se arrodilló y empezó a hurgar entre las losas rotas del suelo, hasta encontrar un lío de trapos que envolvían un objeto de forma alargada.
Empezó a desatarlo dando muestras de un extraño respeto, casi de miedo. Carse se arrodilló a su lado. Reparó en que estaba conteniendo la respiración mientras vigilaba las finas manos del marciano. Parecía como si esperasen un acontecimiento desusado. Al aventurero se le había contagiado la tensión del otro.
La linterna arrancó un reflejo a una gema todavía medio envuelta en trapos, y luego hubo un limpio resplandor metálico.
Carse hizo un movimiento instintivo para ver mejor. Los ojos de Penkawr, rasgados como los de un lobo y amarillos como el topacio, se volvieron hacia el terrícola y por unos instantes sostuvieron la férrea mirada azul de éste. Luego Penkawr se volvió y quitó las últimas envolturas que cubrían el objeto depositado en el suelo.
Carse no hizo el menor ademán. El objeto, terso y brillante, yacía entre los dos hombres inmóviles, que no osaban respirar siquiera. La rojiza luz de la linterna iluminaba sus rostros haciéndoles semejar calaveras de sombras aceradas. Los ojos de Matthew Carse eran los del hombre que acababa de ver un milagro.
Al cabo de largo rato alargó la mano para tomar el objeto.
La mortífera pureza de sus líneas, su longitud y equilibrado perfecto, la guarda y la empuñadura negra que se adaptaba perfectamente a su ancha mano, la solitaria gema ahumada que parecía contemplarle como un testimonio viviente de sabiduría, el nombre grabado en extraños y antiquísimos jeroglíficos sobre la hoja.
Entonces habló, y su voz fue apenas un susurro.
—¡La espada de Rhiannon!
Penkawr dejó escapar el aire en un prolongado suspiro.
—La encontré —dijo—. ¡La encontré!
—¿Dónde? —inquirió Carse.
—Eso no importa. La encontré, y puede ser tuya… por un módico precio.
—¡Un módico precio! —se sonrió Carse—. Un módico precio por la espada de un dios.
—De un dios malo —murmuró Penkawr—. Desde hace más de un millón de años, Marte ha venido llamándole el Maldito.
—Lo sé —asintió Carse—. Rhiannon el Maldito, el Inmundo, el Maligno, el rebelde entre los dioses de antaño. Sí; conozco la leyenda, el relato de cómo los dioses inmemoriales vencieron a Rhiannon y le arrojaron a una tumba secreta.
Penkawr desvió la mirada y dijo:
—No sé nada de ninguna tumba.
—Mientes —replicó en voz baja Carse—. Tú has encontrado la Tumba de Rhiannon, o de lo contrario no habrías hallado esta espada. De algún modo has encontrado la clave de la más antigua y sagrada leyenda de Marte. Hasta las piedras de ese lugar valen su peso en oro para los entendidos.
—No he encontrado ninguna tumba —se emperró Penkawr y agregó en seguida—: Pero la espada vale por sí sola una fortuna. No me atrevía a venderla… Esos jekkaranos me la habrían arrebatado como fieras tan pronto como la hubieran visto.
El ladronzuelo estaba temblando de codicia reprimida.