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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (16 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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La expresión del valkisiano reveló que empezaba a comprender. Una luz pareció encenderse por toda su redonda cara. Quiso gritar de júbilo, y se contuvo justo cuando Carse le tapaba la boca con la mano.

—¡Me descubro ante ti, Carse! —susurró—. ¡Ni el propio Padre de la Mentira habría discurrido nada mejor!

El éxtasis le tenía fuera de si:

—¡Es sublime! Es digno de…, ¡de Boghaz! —Luego se tranquilizó y meneó la cabeza—. Pero, a decir verdad, es puro delirio. —Carse le tomó de los hombros.

—Como cuando estábamos en la galera… Ir a por todo, no teniendo nada que perder. ¿Estás conmigo?

El valkisiano cerró los ojos.

—Me tienta —murmuró—. Como hombre del oficio, como artista, me gustaría asistir al desarrollo de tan magnifico engaño. —Luego se estremeció—. ¿La piel a tiras, dijiste? Y luego, entregado a los dhuvianos. Supongo que tienes razón. Somos hombres muertos de todas maneras.

Abriendo desmesuradamente los ojos, exclamó:

—¡Alto ahí! El caso es que Rhiannon podrá ser muy bien recibido en Sark. Pero yo no soy más que Boghaz, el que se rebeló contra Ywain. ¡Ah, no! Será mejor que me quede en Khondor.

—Quédate pues, si así lo prefieres —le sacudió Carse—. ¡Gordo estúpido! Yo lo protegeré; puedo hacerlo, puesto que soy Rhiannon. Y como salvadores de Khondor, con las armas en nuestras manos, no hay limites a lo que podremos conseguir. ¿Qué te parecería ser rey de Valkis?

—Bueno… —suspiró Boghaz—. Serías capaz de tentar al mismo diablo. Y hablando de diablos… —dirigió a Carse una penetrante ojeada—, ¿me aseguras que tendrás dominado al tuyo? Espanta un poco eso de tener a un demonio por compañero de litera.

—Puedo dominarle. El propio Rhiannon lo admitió, y tú estabas presente.

—Entonces —se decidió Boghaz—, será mejor que nos demos prisa, antes de que termine el consejo de los Reyes-Almirantes. —Soltó una risita—. Es irónico, pero el viejo Barba de Hierro nos ha ayudado sin querer. Todos los hombres han sido llamados a sus puestos y nuestra tripulación está a bordo de la galera, esperando órdenes…, ¡y no de muy buena gana, por cierto!

Momentos más tarde, los guardas del vestíbulo oyeron un penetrante grito de Boghaz.

—¡Socorro! ¡Pronto…! ¡Carse se ha arrojado al mar!

Los hombres corrieron al balcón. Boghaz estaba asomado, apuntando con el índice al mar embravecido.

—Quise detenerle —lloriqueó—, pero no pude.

—Poco se ha perdido —gruñó uno de los soldados, y entonces Carse salió de entre la sombra, donde se había escondido pegado a la pared, y le asestó un mazazo con ambos puños. El hombre cayó, mientras Boghaz tumbaba a otro.

Al tercero lo abatieron entre los dos, sin darle tiempo a desenvainar la espada. Los dos primeros estaban poniéndose en pie con evidentes intenciones de continuar la pelea, pero Carse y el valkisiano no tenían tiempo que perder, y lo sabían. Sus puños descargaron golpes fulminantes con brutal precisión y, al cabo de pocos minutos, los tres inconscientes, se vieron sólidamente atados y amordazados.

Carse hizo ademán de quitarle la espada a uno de ellos, pero Boghaz le detuvo con una discreta tos.

—He pensado que tal vez preferirías emplear tu propia arma —dijo.

—¿Dónde esta?

—Detrás de la puerta, afortunadamente, donde me obligaron a dejarla estos hombres. —Carse asintió. Sería agradable tener otra vez en las manos la espada de Rhiannon.

Al cruzar la habitación, Carse se detuvo un instante para tomar la capa de uno de los soldados. Luego miró de reojo a Boghaz.

—¿Cómo se presentó la afortunada circunstancia que te permitió hacerte con mi espada? —le preguntó.

—¡Cómo! Pues, dado que soy tu mejor amigo y el segundo de a bordo, la reclamé para mí —le sonrió afectuosamente el valkisiano—. Tú estabas sentenciado a muerte…, y sabía que tu ultima voluntad sería nombrarme heredero de tus bienes.

—Tu cariño hacia mí es un sentimiento que te honra, Boghaz —dijo Carse.

—Yo siempre he sido sentimental por naturaleza.

Cuando se acercaron a la puerta, el valkisiano empujó a Carse a un lado.

—Déjame salir primero.

Salió al corredor, hizo luego una seña y Carse le siguió. La descomunal hoja estaba apoyada contra la pared. La tomó con una sonrisa.

—Desde este instante —dijo—, recuérdalo: ¡soy Rhiannon!

Circulaban pocas personas por aquella zona del palacio. Las salas estaban a oscuras, pues las poco numerosas antorchas no daban claridad suficiente. Boghaz rió burlonamente.

—Conozco este palacio como mi propio bolsillo —dijo—. A decir verdad, he encontrado entradas y salidas que hasta los khond habían olvidado.

—Muy bien —replicó Carse—. Tú eres el guía. Ante todo, vamos a por Ywain.

—¡Ywain! —Boghaz se quedó mirándole, sorprendido—. ¿Estás chiflado, Carse? ¡No nos sobra tiempo para jugar con esa bruja!

Carse rugió:

—¡La necesitamos para que declare en Sark que yo soy Rhiannon! De lo contrario, todo el plan se cae por su base. ¿Vamos ya? —Había comprendido que Ywain era la clave de aquella jugada desesperada. Su triunfo era el hecho de que ella le había visto en estado de posesión por Rhiannon.

—Hay algo de cierto en lo que dices —admitió Boghaz, añadiendo luego con desánimo—: Pero no me agrada. Primero un demonio, luego una tigresa que tiene veneno en las uñas…, ¡vaya viaje de locos!

Ywain estaba prisionera en el mismo sector del palacio. Doghaz avanzó con rapidez, sin que tuvieran ningún encuentro. Por último, y junto a una encrucijada, Carse vio una puerta atrancada y provista de mirilla en su mitad superior; sobre dicha puerta ardía una solitaria antorcha. Junto a ella dormitaba un soldado, apoyado en su lanza.

Boghaz contuvo el aliento.

—Ywain podrá convencer a los sarkeos —susurró—, pero ¿podrás convencerla tú a ella?

—No me queda otra solución —replicó Carse, inexorable.

—Bien, pues…, ¡ojalá tengamos suerte!

Según el plan fraguado durante el camino, Boghaz se adelantó para hablar con el guardia. Este se mostró ávido de saber noticias. Luego, en mitad de una frase, Boghaz dejó que su voz se convirtiera en un susurro hasta cesar por completo. Miraba por sobre el hombro del soldado, con la boca muy abierta.

El hombre se volvió, sorprendido.

Carse avanzaba por el corredor, caminando como si todo el mundo le perteneciese. Llevaba la capa echada hacia atrás, la leonada cabeza muy erguida y los ojos lanzando destellos. La insegura luz de la antorcha arrancaba chispas a sus joyas, y la espada de Rhiannon era como un cinta de plata mortal entre sus manos.

Habló con el tono estentóreo que recordaba haber oído en la cueva.

—¡De rodillas, canalla de Khondor…, si no quieres morir ahora mismo!

El hombre estaba yerto, con su lanza medio levantada. A su espalda, Boghaz prorrumpió en un sollozo de pánico.

—¡Por todos los dioses! —gimió—. El demonio le ha poseído otra vez. ¡Rhiannon anda suelto!

Muy divino bajo la luz rojiza, Carse levanto la espada, no como arma sino a modo de talismán de su poder. Condescendió hasta el punto de sonreír.

—Tú lo has dicho. Así pues, me conoces.

Y volviéndose hacia el espantado guardia, que tenía el rostro lívido:

—¿Lo dudas tú acaso? ¿Quieres obligarme a demostrártelo?

—No —replico el soldado con un hilo de voz—. ¡No, mi señor! —En seguida se arrodilló, y la punta de la lanza resonó contra la roca del suelo al caer. Luego se echo de bruces y se cubrió la cara con las manos.

Boghaz lloriqueó de nuevo:

—Mi señor Rhiannon.

—Átalo —dijo Carse—, y ábreme esa puerta.

Así se hizo. Boghaz levanto las tres pesadas barras con que la habían atrancado. La puerta se abrió hacia dentro y Carse apareció en el umbral.

Ella esperaba, en pie y muy erguida, en medio de aquel aposento lóbrego. No le habían dado ni un cabo de vela, y la pequeña celda no tenía más aberturas que la mirilla de la puerta. El aire estaba viciado y húmedo, con un olor a paja enmohecida del jergón, que era el único mueble del lugar. Ella todavía llevaba sus grilletes.

Carse hizo una pausa para cobrar ánimos. Se preguntó si, en las profundidades de su mente, el Maldito estaría observando sus acciones. Casi le pareció escuchar los ecos de una risotada siniestra, burlándose del hombre que pretendía jugar a ser un dios.

Ywain preguntó:

—¿De veras eres Rhiannon?

Pon a punto la voz grave y solemne, la mirada de fuego sombrío en los ojos.

—Tú me has conocido antes —dijo Carse—. ¿Qué me dices ahora?

Aguardó mientras ella le mirada interrogadoramente en la semioscuridad. Al fin inclinó la cabeza poco a poco, rígida la postura como correspondía a Ywain de Sark incluso en presencia de un Rhiannon.

—Mi señor —dijo.

Carse rió en voz baja y se volvió había Boghaz, que esperaba con ademán servil.

—Envuélvela con los harapos del jergón. Tendrás que llevarla a cuestas…, ¡y pon cuidado cuando lo hagas, cerdo!

Boghaz se precipito a obedecer. Evidentemente, Ywain estaba enfurecida por aquel procedimiento indigno, pero prefirió callar al respecto.

—Así pues, ¿vamos a escapar? —preguntó.

—Abandonamos a Khondor a su destino —replicó Carse blandiendo la espada—. ¡Quiero estar en Sark cuando lleguen los Reyes-Almirantes, para reducirlos a cenizas con mis propias armas!

Boghaz le cubrió la cabeza con los trapos. De este modo taparon también la cota que ella llevaba, así como las cadenas. Luego el valkisiano levanto lo que bien podía confundirse con un paquete de harapos, y lo cargó sobre su robusto hombro. Volviéndose para mirar por encima de la carga, dirigió a Carse un guiño jubiloso.

El propio Carse no se sentía tan seguro. En aquel momento, ante la oportunidad de escapar, Ywain no haría demasiadas preguntas. Pero faltaba mucho todavía para llegar a Sark.

¿No había adivinado en la actitud de ella, cuando inclinó la cabeza, un finísimo matiz de burla?

15 - Bajo las dos lunas

Con el autentico instinto de los de su especie, Boghaz se había aprendido de memoria todas las madrigueras de Khondor. Primero les hizo salir de palacio por un camino tan olvidado, que pisaron capas de polvo de varios centímetros de espesor y hallaron casi podrida y derrumbada la puerta de postigo. Luego, por escalinatas que se desmigajaban y callejones que apenas eran sino grietas en la roca, rodearon la ciudad.

Khondor hervía. La brisa nocturna traía ecos de pisadas precipitadas y voces tensas. El espacio vibraba del batir de alas cuando pasaban los Hombres-pájaro, recortándose en negro sobre el fondo de estrellas.

No había pánico. Pero Carse podía adivinar el furor de la ciudad, la tensión inexorable y dura de un pueblo decidido a dar el ultimo golpe frente a una fatalidad cierta. Desde los lejanos templos podían oírse voces de mujeres elevando cánticos a los dioses.

Las gentes apresuradas que se cruzaban en su camino apenas les prestaron atención. Al fin y al cabo, no parecían sino un marinero gordo llevando un fardo, y un hombre encapotado, ambos dirigiéndose al puerto. ¿Qué podía haber de particular en ello?

Bajaron por la escalinata larguísima que conducía a los muelles, donde eran tantas las idas y venidas que casi producían vértigo. Tampoco aquí reparó nadie en ellos. Aquella noche terrible, cada khond estaba demasiado ocupado con sus propios pensamientos para hacer caso del vecino.

No obstante, el corazón de Carse latía con fuerza y le dolían los oídos de tanto temer la alarma, que podía sonar de un momento a otro cuando Barba de Hierro se encaminase a la celda de su cautivo para darle muerte.

Cuando llegaron al muelle donde estaba la galera, Carse pudo ver el mástil destacando sobre los de las demás embarcaciones, y encaminó hacia allí sus pasos, mientras Boghaz jadeaba pegado a sus talones.

En aquel lugar ardían antorchas a cientos. Bajo esta iluminación, los barcos iban llenándose de guerreros y provisiones. El tumulto reverberaba en las paredes de roca. Las embarcaciones pequeñas circulaban velozmente entre los amarraderos exteriores.

Carse mantuvo la cabeza baja, abriéndose paso a codazos entre el gentío. El agua hervía de Nadadores y los muelles de mujeres pálidas que venían a despedirse de los suyos.

Mientras se acercaban a la galera, Carse dejó que Boghaz le precediera. Ocultándose detrás de un rimero de barriles, fingió atarse la sandalia mientras el valkisiano subía a bordo con su carga. Oyó que la demacrada y nerviosa tripulación ovacionaba a Boghaz y le pedía noticias.

El gordo se libró de su carga arrojándola sin muchas contemplaciones en el camarote, y luego reunió a todos sus hombres en conferencia, la cual tuvo lugar junto al tonel de vino que llevaban en la bodega. El valkisiano se sabía de memoria su discurso.

—¿Noticias? —le oyó decir Carse—. ¡Ya lo creo que hay noticias! Desde que cogieron a Rold, soplan malos vientos en esta ciudad. Ayer éramos sus hermanos. Hoy volvemos a ser proscritos y enemigos. He escuchado sus conversaciones en las tabernas, ¡y os aseguro que nuestras vidas no valen ni esto!

Mientras la tripulación comentaba estas palabras con murmullos preocupados, Carse pasó por la cubierta sin ser visto. Mientras llegaba al camarote oyó que Boghaz terminaba:

—Cuando salí, ya empezaba a concentrarse el populacho. ¡Si queremos salvar el pellejo, será mejor zarpar de aquí ahora que aún estamos a tiempo!

Carse estaba bastante seguro de cuál sería la reacción de los hombres ante tales noticias; por otra parte, no creía que Boghaz exagerase demasiado el peligro. Había visto algaradas otras veces, y su tripulación de ex delincuentes sarkeos, jekkaranos y de otras procedencias, fácilmente podía convertirse en blanco de las iras populares, viéndose en una situación muy difícil.

Después de cerrar y atrancar la puerta, pegó el oído a las tablas, escuchando. Oyó pasos de pies desnudos sobre cubierta, breves voces de mando, crujidos de los aparejos al ser arriado el velamen de las vergas. Fueron largados los cabos, y los remos salieron con estruendo. La galera empezó a separarse del muelle.

—¡Ordenes de Barba de Hierro! —le gritaba Boghaz a alguien que estaba en tierra—. ¡Una misión para Khondor!

La galera se estremeció y luego ganó velocidad, bajo el monótono batir del timbal. Entonces, sobre toda aquella confusión de ruidos, Carse oyó el que había estado esperando y temiendo: el distante bocinazo desde la cresta del arrecife, la alarma propagándose a través de toda la ciudad, volando hacia la escalinata del puerto.

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