Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
A través de aquella sustancia translúcida, Carse pudo entrever una forma desnuda de belleza y vigor sobrehumanos, tan llena de fuerza y de vida que era terrible verla aprisionada en un espacio tan reducido. El rostro también era hermoso, melancólico, enérgico y apasionado incluso ahora que tenía los ojos cerrados en una muerte aparente.
Pero no podía existir la muerte en aquel lugar. Estaba fuera del tiempo, y sin tiempo no hay corrupción. Rhiannon disponía allí de toda la eternidad para meditar sobre su pecado.
Mientras miraba, Carse notó que la presencia ajena se retiraba abandonándole de un modo tan cuidadoso y gradual, que no experimentó conmoción alguna. Su mente aún estaba en contacto con la mente de Rhiannon, pero la extraña dualidad hacia terminado. El Maldito le devolvía la libertad, dejando de poseerle.
Sin embargo, por medio de la simpatía que aún relacionaba aquellas dos mentes, que durante tanto tiempo fueron una sola, Carse pudo escuchar la apasionada llamada de Rhiannon…, un grito del pensamiento que se extendió mucho mas allá de los caminos del tiempo y del espacio.
—¡Escuchadme, hermanos míos Quiru, escuchadme! ¡He enmendado mi antiguo crimen!
Una y otra vez se insurgió con toda la fuerza salvaje de su voluntad. Hubo un silencio, un vacío, y luego, poco a poco, Carse percibió la aproximación de otras mentes, graves, poderosas, severas.
Nunca sabría de qué mundo lejano acudieron. Milenios atrás, los Quiru habían seguido aquella ruta fuera del universo, hacia regiones cósmicas inaccesibles a su entendimiento por siempre jamas. Y ahora regresaban brevemente, en respuesta a la llamada de Rhiannon.
De un modo vago e impreciso, Carse intuyó las divinas formas que iban precisándose, tenues como un humo visto a contraluz.
—¡Dejad que me vaya con vosotros, hermanos! Pues he aniquilado a la Serpiente, y he redimido mi culpa.
Pareció que los Quiru reflexionaban, sondeando el corazón de Rhiannon en busca de la verdad. Por fin, uno de ellos se adelantó y posó la mano sobre el ataúd. Los fuegos sutiles que lo rodeaban se extinguieron lentamente.
—Es nuestra decisión que Rhiannon sea libre.
Un vértigo embargó los sentidos de Carse. La escena empezó a difuminarse. Vio que Rhiannon se levantaba para ir a reunirse con sus hermanos los Quiru, y al hacerlo los contornos de su cuerpo empezaron a disiparse.
Pero antes se volvió hacia Carse, y tenía los ojos abiertos ahora, llenos de una alegría inaccesible al entendimiento humano.
—Quédate con mi espada, hombre de la Tierra. ¡Llévala con orgullo, pues de no ser por ti jamás habría logrado destruir Caer Dhu!
Aturdido, casi desmayado, Carse recibió esta última orden mental. Y mientras caía con Ywain a través del remolino negro, ahora con rapidez de pesadilla, oyó el eco vibrante del ultimo adiós de Rhiannon.
Al fin sintieron la roca firme bajo sus pies. Temblando, se alejaron del remolino con los rostros lívidos, trastornados, incapaces de articular palabra y deseando únicamente salir de aquella caverna oscura.
Carse halló el túnel. Pero mientras se acercaba a la salida le atenazaba el temor a verse de nuevo perdido en el tiempo, y no se atrevía a salir.
Su temor era innecesario. Rhiannon les había conducido con mano segura. Otra vez estaba entre las estériles colinas del Marte que conocía. Anochecía ya, y la vasta extensión del fondo marino muerto estaba inundada del rojo resplandor. Un viento frío y seco soplaba sobre el desierto levantando nubes de polvo, y allá a lo lejos se divisaba Jekkara…, su familiar Jekkara de los Canales Bajos.
Se volvió hacia Ywain con ansiedad, espiando en su rostro la impresión que recibía al conocer su mundo. Vio que ella apretaba los labios como por efecto de un hondo dolor.
Luego, ella irguió los hombros y sonrió, haciendo el gesto de ajustar su espada en la vaina.
—Vamos —dijo Ywain, tomándole otra vez de la mano.
Recorrieron el largo y fatigoso camino a través del paisaje desolado, y mientras andaban les rodearon los fantasmas del pasado remoto. Ante el esqueleto de Marte, Carse podía rememorar la carne viva que antaño lo recubría con todo su esplendor, los grandes árboles y la tierra fértil que jamas conseguiría olvidar.
Miró la extensión del mar desaparecido, y supo que no podría dejar de oír, en toda su vida, el rumor del oleaje sobre las playas de aquel océano espectral.
Se hizo la oscuridad. Las pequeñas lunas bajas escalaron el cielo sin nubes. La mano de Ywain estaba, firme y fuerte, en la suya. Carse sintió que surgía en su interior una gran felicidad, y apretó el paso.
Llegaron a las calles de Jekkara, flanqueadas de casas en ruinas a orillas del Canal Bajo. El viento seco agitaba la llama de las antorchas, y los laúdes desgranaron su melodía tal como él recordaba, mientras las menudas mujeres de piel oscura puntuaban su paso grácil con el tintineo de las campanillas. Ywain sonrió.
—En efecto, es Marte todavía —dijo.
Juntos recorrieron los callejones, el hombre que aún llevaba en su rostro la oscura marca de un dios, y la mujer que otrora fuera una reina. Las gentes se hacían a un lado para dejarles pasar, mirándolos con asombro, y la espada de Rhiannon era como un cetro real en la mano de Carse.
FIN
LEIGH BRACKETT nació el 7 de diciembre de 1915 en Los Ángeles, y se crió cerca de Santa Mónica. Después de haber pasado su juventud jugando al voleibol y leyendo historias de Edgar Rice Burroughs y H. Rider Haggard, empezó a escribir aventuras fantásticas por su cuenta. Varios de estos primeros trabajos fueron leídos por Henry Kuttner, que criticó sus historias y le presentó a varias personalidades de la ciencia ficción que por aquel entonces vivían en California, como Robert Heinlein, Julius Schwartz, Jack Williamson, Edmond Hamilton, y a otro aspirante a escritor, Ray Bradbury.
En 1944, basándose en los diálogos de su primera novela,
No Good From A Corpse,
el productor y director Howard Hawks la contrató para colaborar con William Faulkner en el guión de
El sueño eterno.
Brackett mantuvo una relación de amor-odio con Hollywood durante el resto de su vida. Entre la escritura de guiones para películas como
Río Bravo, El Dorado, Hatari,
y
El largo adiós,
produjo novelas como el clásico
The Long Tomorrow
(1955) y el Western
Follow the Free Wind
(1963), ganador del premio Spur.
Brackett se casó con Edmond Hamilton en la víspera de Año Nuevo de 1946.
Apenas unas semanas antes de su muerte, el 17 de marzo de 1978, acabó el borrador del guión de
El Imperio contraataca
y la película le fue dedicada póstumamente.