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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (14 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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—El cerebro de este hombre va a quedar destruido, Rhiannon. Un minuto más…, sólo un minuto, y tu único instrumento quedará convertido en un idiota inservible. ¡Habla ahora, si quieres salvarle!

Su voz resonaba y reverberaba sobre las paredes de la caverna, y la piedra que alzaba con sus manos era una llama de energía viva.

Carse sintió el infierno que agitaba a la sombra agazapada en su cerebro… un infierno de dudas, de miedo…

Y entonces, de pronto, aquella sombra negra pareció estallar a través del cerebro y el cuerpo entero de Carse, para apoderarse de todos sus átomos. Oyó que su propia voz, alterada de tono y timbre, gritaba:

—¡Deja que viva el cerebro de este hombre! ¡Hablaré!

Los ecos atronadores del tremendo grito fueron cesando poco a poco. Mientras se elevaba en el ambiente un murmullo de asombro, Emer retrocedió un paso, y luego otro, como vencida por una repugnancia incontenible.

La piedra que llevaba en las manos se veló de repente. Hubo un chapoteo mientras los Nadadores se echaban atrás, y las alas de los Hombres-pájaro chocaron contra las rocas. En los ojos de todos había un resplandor de alarma y miedo.

De entre las rígidas figuras que miraban desde el otro lado, entre Rold y los Reyes-Almirantes, se alzó un clamor tembloroso que repetía un solo nombre:

—¡Rhiannon! ¡El Maldito!

Carse comprendió que Emer, aun atreviéndose a sacar a la luz la entidad oculta que había intuido en su mente, ahora estaba espantada ante el espíritu que acababa de conjurar.

También él, Matthew Carse, estaba espantado. Había conocido el miedo otras veces. Pero nada, ni siquiera el terror que experimentó cuando tuvo que enfrentarse con el dhuviano, podía compararse con aquel espanto paralizante y cegador.

Sueños, ilusiones, engaños de una mente obsesionada… eso había intentado creer que eran las extrañas intuiciones tantas veces sobrevenidas. Pero no ahora. ¡No ahora! Ahora ya sabía la verdad, y tal saber le resultaba intolerable.

—¡Esto no demuestra nada! —insistía y suplicaba Boghaz—. Le habéis hipnotizado, le habéis obligado a confesar una cosa imposible.

—Es Rhiannon —murmuró uno de los Nadadores, una mujer, sacando del agua sus hombros recubiertos de pelo blanco, alzando sus manos de anciana—. Es Rhiannon, que posee el cuerpo del extranjero.

Y luego, con un grito desgarrador:

—¡Matad a este hombre, antes de que nos destruya a todos el Maldito que le habita!

Un clamor infernal se alzó al instante bajo la bóveda de la cueva, cuando el pánico ancestral se hizo grito en las gargantas de humanos e Híbridos:

—¡A muerte! ¡A muerte!

Carse, impotente pero unido con el pensamiento a la oscura entidad dentro de él, pudo sentir la violenta ansiedad del Oscuro. Oyó aquella voz estentórea, que no era la suya, alzándose para dominar el clamor:

—¡Alto! ¡Me teméis porque soy Rhiannon, pero yo no he vuelto con intención de haceros daño!

—Si es así, ¿para qué has vuelto? —susurró Emer.

Miraba el rostro de Carse. Y al contemplar sus ojos dilatados, Carse comprendió que su propio rostro debía presentar un aspecto extraño y terrible.

A través de los labios de Carse, Rhiannon respondió:

—He venido a redimir mi crimen… ¡Lo juro!

El pálido y trastornado rostro de Emer reflejó un odio ardiente.

—¡Oh, padre de la Mentira! ¡Rhiannon, que desencadenó el mal en nuestro mundo cuando dio su poder a la Serpiente, que fue condenado y castigado por su crimen… Rhiannon el Maldito se ha convertido en un santo!

Soltó una carcajada sarcástica y amarga, nacida del odio y el miedo, a la que hicieron eco los Nadadores y los Hombres-pájaro.

—¡Os interesa creerme! —rugió la voz de Rhiannon—. ¿Es que no vais a escucharme siquiera?

Carse experimentaba también la pasión de la entidad oscura que se había servido de él para sus tenebrosos fines. Ahora era uno con aquel corazón ajeno, amargado y violento pero solitario…, solitario más allá de lo concebible en aquel o en cualquier otro mundo.

—¿Escuchar a Rhiannon? —gritó Emer—. ¿Te escucharon los Quiru de antaño? No, ¡sino que te castigaron por tu crimen!

—¿Vais a negarme la oportunidad de redimirlo? —la voz del Maldito tenía un tono casi implorante—. ¿No comprendéis que este hombre, Carse, es mi única posibilidad para tratar de poner remedio al daño que hice?

La voz continuó insistente, rápida:

—Durante milenios he permanecido helado e inmóvil, en un cautiverio que ni el orgullo de un Rhiannon podía resistir. He comprendido mi crimen. Deseaba poner el remedio, pero no podía hacerlo.

»Entonces llegó a mi tumba y prisión, venido desde muy lejos, el hombre llamado Carse. Yo adapté la red eléctrica inmaterial de mi mente a su cerebro. No he podido dominarlo, porque es un cerebro de otra raza, de una naturaleza diferente. Pero conseguí influir en él hasta cierto punto, y pensé que podría inducirle a actuar en el sentido que me interesaba.

»Como su cuerpo no estaba condenado a permanecer en aquel lugar, con él podría salir mi mente, al menos. Y así lo hice, sin atreverme siquiera a sugerirle que yo estaba ocupando su cerebro.

»Pensé que él me serviría para buscar la manera de aplastar a la Serpiente, después de haber cometido el error de levantarla del polvo donde se hallaba, hace muchos miles de años.

La voz temblorosa de Rold interrumpió la apasionada súplica que brotaba de los labios de Carse. El rostro del khond estaba desencajado como el de un loco.

—¡No permitas que siga hablando el Maldito, Emer! ¡Quitad de ese hombre el conjuro de vuestras mentes!

—Sí, ¡quitad el conjuro! —repitió Barba de Hierro con voz ronca.

—Sí —murmuró Emer—. Sí.

Una vez más se alzó la Joya, y ahora los Sabios concentraron todas sus energías espoleados por el terror. El cristal electrosensible resplandeció, y a Carse le pareció como un fuego de paja que le chamuscaba los sesos. Rhiannon se defendía luchando con toda la desesperación de la locura.

—¡Tenéis que escucharme! ¡Es preciso que me creáis!

—¡No! —exclamó Emer—. ¡Silencio! Deja en libertad a ese hombre, o morirá.

Hubo una última y violenta protesta, vencida por la férrea determinación de los Sabios. Un momento de vacilación…, una punzada de dolor demasiado intenso para los sentidos humanos…, y la barrera desapareció.

La presencia ajena, la blasfematoria posesión de la carne, habían cesado. La mente de Matthew Carse se cerró sobre la sombra y la ocultó. La voz de Rhiannon no se dejó oír más.

Carse quedó colgando de sus ligaduras, como un cadáver. La luz del cristal se apagó, y Emer dejó caer las manos. Luego inclinó la cabeza, ocultando el rostro tras la cortina de su espléndido cabello. También los Sabios se cubrieron el rostro y permanecieron inmóviles. Los Reyes-Almirantes, Ywain, e incluso Boghaz, estaban mudos, como cuando un grupo humano escapa por muy poco al aniquilamiento, no dándose cuenta hasta después de lo cerca que han estado de la muerte.

Un lamento escapó de la garganta de Carse. Durante largo rato, esto y el sonido de su respiración sibilante fueron los únicos ruidos que se oyeron.

Entonces Emer dijo:

—Este hombre debe morir.

Su voz sólo expresaba un infinito cansancio, pese a la cruel verdad contenida en sus palabras. Carse oyó vagamente la contestación de Rold:

—Sí, no hay más remedio.

Boghaz quiso intervenir, pero le hicieron callar. Carse dijo con voz pastosa:

—No es verdad. Esas cosas no ocurren.

Emer alzó la cabeza para mirarle. Su actitud había cambiado. Ahora no parecía temer a Carse, sino más bien tener compasión de él.

—Tú sabes que sí es verdad. —Carse guardó silencio. Lo sabía.

—No te acusamos de nada, extranjero —continuó ella—. En tu mente leí muchas cosas que me parecieron extrañas, y muchas que no pude entender, pero no he hallado maldad. Sin embargo, Rhiannon vive dentro de ti, y no podemos consentirlo.

—¡Pero él no puede dominarme! —dijo Carse con un esfuerzo por incorporarse y levantar la cabeza para que le oyeran, pues su voz estaba tan débil como su cuerpo—. Todos lo escuchasteis cuando lo confesó. No puede dominarme. Mi voluntad me pertenece sólo a mí.

Ywain intervino diciendo lentamente:

—¿Y lo de S'San, con la espada? No era el cerebro de Carse el bárbaro el que tenía el control en aquellos momentos.

—No puede dominarte —dijo Emer—, excepto cuando se debilitan las barreras de tu mente por efecto de la tensión. Un gran temor, o el miedo, o la fatiga…, tal vez incluso la inconsciencia del sueño o del vino, podrían dar su oportunidad al Maldito, y entonces sería demasiado tarde.

—No podemos correr ese riesgo —remachó Rold.

—¡Pero yo puedo entregaros el secreto de la Tumba de Rhiannon! —gritó Carse.

Vio que estas palabras calaban en el ánimo de sus oyentes y continuó, espoleado por la tremenda injusticia que significaba todo aquello:

—¿Es así como hacéis vuestros juicios, hombres de Khondor, que protestáis de la tiranía de Sark? ¿Me condenaréis sabiendo que soy inocente? ¿Sois tan cobardes que permitiréis que los vuestros vivan para siempre bajo las garras del dragón, por miedo a una sombra del pasado? Dejad que os guíe hasta la Tumba. Dejad que ponga en vuestras manos la victoria. ¡Eso os demostrará que no tengo nada que ver con Rhiannon!

Boghaz se quedó con la boca abierta, horrorizado.

—¡No, Carse, no! Ponerla en manos de ellos, ¡nunca!

—¡Silencio! —gritó Rold.

Barba de Hierro lanzó una carcajada feroz.

—¿Permitir que el Maldito tenga acceso a sus propias armas? ¡Eso sí que sería una locura!

—Muy bien —dijo Carse—. Que vaya Rold. Yo trazaré un mapa de la ruta. Tenedme aquí, tan vigilado como queráis. Supongo que esto es lo que se llama ofrecer seguridades. Podéis matarme tan pronto como veáis que Rhiannon me domina.

Con esto último los convenció. Sólo había una cosa capaz de vencer el odio y el miedo que les inspiraba el Maldito, y era el ardiente deseo de poseer las armas de legendario poder que, a su debido tiempo, quizá significarían la victoria de Khondor y la liberación. Debatieron la cuestión, indecisos, titubeantes aún. Pero él supo lo que habían decidido incluso antes de que Rold se volviera para decirle:

—Aceptamos, Carse. Tal vez sería más seguro matarte ahora mismo, pero… necesitamos esas armas.

Carse experimentó el alivio de saber que la fría inminencia de la muerte se retrasaba un tanto.

—No será fácil, pues la Tumba queda muy cerca de Jekkara —les advirtió.

—¿Y qué hacemos con Ywain? —preguntó Barba de Hierro.

—¡Que muera, y cuanto antes mejor! —dijo brutalmente Thorn de Tarak.

Ywain guardó silencio, mirándolos a todos con fría indiferencia, como si no le importase su suerte.

Pero Emer se opuso.

—Rold va a correr peligro. Hasta que vuelva sano y salvo, sería prudente retener a Ywain por si la necesitarnos para canjearla por él.

Sólo entonces advirtió Carse que Boghaz había ido a sentarse a un rincón oscuro; meneaba la cabeza con aire de profundo abatimiento, y le corrían las lágrimas por sus grasientas mejillas.

—¡Les regala un secreto que vale un imperio! —sollozaba Boghaz—. ¡He sido robado descaradamente!

13 - Catástrofe

Los días siguientes a aquellos acontecimientos fueron muy extraños para Matthew Carse. Dibujó de memoria un mapa de las colinas que rodeaban Jekkara, y consignó el emplazamiento de la Tumba. Rold se lo estudió hasta aprendérselo mejor que el patio de su casa. Luego quemaron el pergamino.

Rold escogió una galera rápida y una tripulación selecta, para zarpar de Khondor por la noche. Jaxart le acompañaba. Todos conocían los peligros del viaje. Pero una embarcación ligera, acompañada de Nadadores que sirvieran de pilotos, podría burlar las patrullas de Sark. Arribarían a una gruta escondida que conocía Jaxart, al oeste de Jekkara, y harían el resto del camino por tierra.

—A la vuelta, si tenemos un mal encuentro —dijo Rold, ceñudo—, nos hundiremos con el barco sin pensarlo dos veces. —Cuando hubo zarpado la galera, no quedó ya nada que hacer, sino esperar.

A Carse nunca le dejaban solo. Le asignaron tres habitaciones pequeñas en un ala abandonada del palacio, con guardia de turno continuo.

Un temor disolvente oprimía sus pensamientos, por más que tratase de combatirlo. A menudo se detenía a escuchar por si se manifestaba la voz interior; otras veces vigilaba sus propios gestos, a ver si se deslizaba entre ellos alguno ajeno. El horror de la ordalía sufrida en presencia de los Sabios había dejado su huella. Ahora, sabía. Y el saberlo le impedía olvidarse de ello ni un solo momento.

No era el miedo a la muerte lo que le angustiaba, aunque como humano desde luego no deseaba morir. Era el miedo a tener que pasar otra vez por aquel momento en que dejaba de ser él mismo, cuando cada célula de su cerebro y de su cuerpo era habitada por el invasor. Aquel misterioso temor a verse dominado por Rhiannon era peor que el peligro de volverse loco.

Emer le visitaba con frecuencia para hablar con él y estudiarle. Sabía que ella buscaba signos de la posible reaparición de Rhiannon. Pero, mientras Carse pudiera ver la sonrisa de ella, sabía que no iba a pasarle nada.

Emer no volvió a leer en su mente, pero en una ocasión aludió a lo que había visto.

—Tú has venido de otro mundo —dijo con tranquila seguridad—. Creo que lo supe desde que lo vi por primera vez. Los recuerdos de ese mundo estaban ahí, en la mente…, un lugar desolado, desértico, muy extraño y triste.

Estaban en un pequeño balcón, muy alto, bajo la cornisa de roca, y llegaba un viento fuerte y puro de los grandes bosques. Carse hizo un gesto afirmativo.

—Un mundo amargo, sí, pero bello a su manera.

—Incluso en la muerte puede haber belleza —dijo Emer—, pero yo prefiero vivir.

—Olvidemos, entonces, ese lugar de que me hablas. Cuéntame algo de éste, tan lleno de vida. Rold dijo que tenías mucho trato con los Híbridos.

Ella se echo a reír.

—A veces se burla de mí diciendo que soy una mezcla de razas, donde lo humano apenas sobresale.

—Ahora mismo no pareces humana —le dijo Carse—, con esa claridad lunar que ilumina la cara y juega con el cabello.

—En ocasiones preferiría que fuese cierto. ¿Nunca has estado en las Islas de los Hombres-pájaro?

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