La espada de Rhiannon (15 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: La espada de Rhiannon
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—No.

—Son como castillos colgados sobre el mar, y casi tan grandes como Khondor. Cuando los Hombres-pájaro me llevan allí lamento la falta de alas, pues, o me alzan ellos en volandas o he de quedarme en el suelo, viéndoles revolotear y jugar en el aire alrededor de mí. Entonces me parece que poder volar es la cosa más bella del mundo, y lloro porque se que no está a mí alcance.

»En cambio, cuando acompaño a los Nadadores soy mucho más feliz. Mi cuerpo viene a ser parecido al de ellos, aunque no tan veloz para nadar. Y es maravilloso, ¡ah, sí!, sumergirse en las aguas fosforescentes para visitar los jardines que tienen, donde extrañas anémonas se mueven al ritmo del oleaje y pequeños enjambres de peces brillantes se mueven entre ellas como si volasen.

»Y sus ciudades, burbujas de cristal en los bajíos del océano. Allí el firmamento es siempre como un fuego encendido, dorado brillante cuando luce el sol, y plata de noche. Nunca hace frío y el aire siempre está en reposo. Y tienen pequeños estanques donde juegan los niños, fortaleciéndose para el día en que deban salir al mar abierto.

Hizo una pausa y luego concluyó:

—He aprendido mucho de los Híbridos.

—Y los dhuvianos, ¿son Híbridos también? —Emer se estremeció.

—La de los dhuvianos es la más antigua de todas las razas de Híbridos. Pero sobreviven pocos de ellos, siempre encerrados en Caer Dhu.

De pronto, Carse preguntó:

—Tú que tienes la sabiduría de los Híbridos…, ¿no existe medio de librarme de la entidad monstruosa que me habita?

—Ni siquiera los Sabios dominan secretos tales —replicó ella, sombría.

El terrícola, furioso, descargó un puñetazo sobre el antepecho del balcón.

—¡Más me valiera haber sido muerto por vosotros en la gruta! —Emer posó dulcemente su mano sobre la de él y dijo—: Siempre hay un momento para morir.

Cuando ella salió, Carse paseó arriba y abajo durante horas, deseando aturdirse con vino y no atreviéndose a hacerlo. También temía el sueño; cuando por fin le vencía la fatiga, sus guardas le ataban a la cama y uno de ellos se quedaba a su lado, dispuesto a despertarle tan pronto como advirtiese que soñaba.

Y soñó, en efecto. Unas veces fueron meras pesadillas nacidas de su angustia; otras veces se insinuaba en su mente el siniestro susurro de una voz ajena, que le decía con acentos insidiosos:

—No tengas miedo. Deja que te hable, es preciso que sepas lo que debo decirte.

Muchas veces, Carse despertaba oyendo aún el eco de sus propios gritos y con la punta de una espada puesta sobre la garganta.

—No quiero hacer daño ni mal. Podría poner fin a tus temores, ¡si solo consintieras en escucharme!

El terrícola se preguntaba con frecuencia qué ocurriría antes: si se volvería loco, o se arrojaría por el balcón al mar.

Boghaz ya no se apartaba de Carse. Parecía fascinarle el misterio que el terrícola llevaba consigo. Al mismo tiempo le imponía pavor, pero no tanto que dejase de echarle en cara la renuncia al secreto de la Tumba.

—¡Debiste dejarme que regateara yo con ellos! —solía decir—. ¡El mayor instrumento de poder en todo Marte, y se lo das de balde! Les haces un regalo, sin obtener a cambio siquiera la promesa de respetar tu vida.

Hizo un gusto de fatalismo con sus gruesas manos.

—Repito que me has robado, Carse. Contigo he perdido un reino.

Carse, en cambio, escuchaba a gusto los desplantes del valkisiano. Al menos, le servia de compañía. Boghaz solía permanecer largas horas sentado, bebiendo enormes cantidades de vino, y de vez en cuando miraba a Carse soltando una risita.

—La gente decía siempre que yo tenía el demonio en el cuerpo. Pero tú, Carse…, ¡tú sí que tienes un demonio en el cuerpo! ¡Ya lo creo!

—Déjame hablarte, Carse, y haré que tu comprendas todo.

El terrícola empezó a ponerse flaco y ojeroso. Tenía la cara desfigurada por los tics nerviosos, y le temblaban las manos. Por ultimo se recibieron noticias, traídas por un Hombre-pájaro que cayó en Khondor completamente agotado.

Fue Emer quien le contó a Carse lo ocurrido. Aunque no hacia falta, en realidad. Supo lo ocurrido tan pronto como vio el rostro de ella, pálida como el de una muerta.

—Rold no consiguió llegar hasta la Tumba —le explicó—. Una patrulla sarkea salió al paso de la galera, en el viaje de ida. Dicen que Rold intentó darse muerte para salvaguardar el secreto, pero el enemigo lo evitó. Le han conducido a Sark.

—Pero los sarkeos no sabían que fuese portador de ningún secreto —objetó Carse aferrándose a esta brizna de paja, su ultima esperanza, pero Emer hizo un ademán negativo.

—No son estúpidos. Querrán averiguar los planes de Khondor, saber por qué se dirigía a Jekkara en solitario. Le entregaran a los dhuvianos para ser interrogado.

Carse comprendió, con un sentimiento de angustia, lo que esto significaba. La ciencia hipnótica de los dhuvianos casi había vencido la resistencia de su propio cerebro habitado por una voluntad superior. Poco les costaría sacarle a Rold todos sus secretos.

—Así pues, ¿no hay esperanza?

—Ninguna, ni ahora ni nunca —replicó Emer. Permanecieron largo rato en silencio. El viento sollozaba en la galera, y las olas redoblaban fúnebremente contra el arrecife.

—¿Qué haréis ahora? —preguntó Carse.

—Los Reyes-Almirantes han enviado un mensaje a todas las costas e islas libres. Todos los hombres y navíos van a reunirse aquí, para ser conducidos por Barba de Hierro contra Sark. No nos queda mucho tiempo. Aunque los dhuvianos logren arrebatarle a Rold el secreto, tardarán en localizar la Tumba, llevarse las armas y averiguar cómo funcionan. Si pudiéramos adelantarnos y arrasar Sark…

—¿Realmente seriáis capaces de vencer a Sark? —preguntó Carse. Ella respondió con serenidad:

—No. Los dhuvianos intervendrán, y les basta con las armas que ya poseen para inclinar la balanza en contra de nosotros. Pero hemos de intentarlo, aunque sea para morir en el empeño, pues aun esto sería preferible a lo que puede ocurrir si Sark y la Serpiente emprenden la destrucción completa de Khondor.

Mientras la contemplaba, le pareció que nunca en su vida había pasado momentos tan amargos.

—¿Querrán llevarme consigo los Reyes-Almirantes?

Era una pregunta necia. Sabía la respuesta antes de que ella empezase a hablar.

—Ahora dicen que todo fue un ardid de Rhiannon, para enviar a Rold a la muerte y poner el secreto en conocimiento de Caer Dhu. Yo les dije que se equivocaban, pero… —Hizo un leve gesto de cansancio y desvió la mirada—. Barba de Hierro, me parece, es el único que me cree. Me ha prometido que la muerte será rápida y sin dolor.

Al cabo de un rato, Carse dijo:

—¿Qué ocurrirá con Ywain?

—Thorn de Tarak se ocupara de eso. Dicen que se la llevaran a Sark, atada a la proa de la nave capitana.

Hubo otro silencio. Hasta el aire le parecía pesado a Carse y le oprimía el corazón. Cuando miró a su alrededor, vio que Emer había salido en silencio. Se volvió y salió al pequeño balcón, donde se detuvo para contemplar el océano.

—Rhiannon… —murmuró—. Te maldigo. Maldigo la noche que vi la espada, y maldigo el día que vine a Khondor para ofrecerles el secreto de la tumba.

Estaba oscureciendo. Bajo el crepúsculo, el mar parecía un lago de sangre. El viento traía hasta el balcón los gritos y voces de mando que se alzaban en la ciudad. De todas partes llegaban al puerto naves de guerra cargadas a tope.

Carse rió, aunque sin amenidad alguna.

—Ya has conseguido lo que querías —se dirigió a la Presencia que habitaba dentro de el—, ¡pero no lo disfrutaras mucho tiempo!

Mezquino triunfo.

La tensión de los pasados días y el golpe final eran más de lo que ningún hombre podría soportar. Carse se dejó caer sobre un banco de madera tallada, escondiendo el rostro entre las manos, y así permaneció largo rato, presa de un cansancio infinito que ni siquiera le permitía desahogar su ánimo.

La voz del tenebroso invasor susurraba en su cerebro, pero ahora la fatiga de Carse le impidió acallarla, como otras veces.

—Yo habría evitado esto, si me hubieras escuchado. ¡Locos y niños que sois todos, no sabéis escuchar nunca!

—Muy bien, pues…, habla —murmuró con dificultad Carse—. El daño ya está hecho y Barba de Hierro va a venir pronto. Te doy licencia, Rhiannon. Habla.

Y así lo hizo, inundando el cerebro de Carse con oleadas de pensamiento, como una tempestad confinada dentro de una bóveda reducida, desesperadas, suplicantes.

—Si confías en mí, Carse, aún puede haber salvación para Khondor. Préstame tu cuerpo, permite que me sirva de él…

—Aún no he llegado tan allá, ni siquiera ahora.

—¡Dioses todopoderosos! —rugió el furor del pensamiento de Rhiannon—. ¡Apenas queda tiempo…!

Carse pudo notar que procuraba dominar su ira; cuando la voz mental volvió, le pareció controlada y de una tremenda sinceridad.

—Te dije la verdad allí, en la gruta. Estuviste en mi Tumba, Carse. ¿Cuánto tiempo crees que permanecí a solas en aquella oscuridad terrible, fuera del espacio y el tiempo?

»¡Cómo no iba a cambiar! ¡No soy ningún dios! Digan tolo que quieran, los Quiru no éramos dioses…, sino únicamente una raza humana anterior a los demás hombres.

»Me llaman el espíritu del mal, el Maldito…, ¡pero no lo fui! Vano y orgulloso, si, y también necio, pero sin maldad en la intención. Inicié a los Hijos de la Serpiente porque fueron astutos y supieron halagar mi vanidad…, y luego, cuando se sirvieron de mis enseñanzas para pacer daño, quise detenerlos. Pero no pude, porque habían aprendido de mi demasiadas defensas, y ni siquiera mis poderes podían alcanzarles en Caer Dhu.

»Por eso me juzgaron mis hermanos los Quiru. Ellos me condenaron a permanecer preso fuera del espacio y del tiempo, en un lugar preparado a este fin, mientras durasen en este mundo los frutos de mi crimen. Luego me abandonaron.

»Éramos los últimos de nuestra raza. Nada podía retenerles aquí, ni podían hacer nada. Vivían solo para la paz y el saber. Así pues, continuaron por el camino elegido. Y yo esperé. ¿Puedes llegar a concebir lo que ha debido ser para mí esa espera?

—Creo que lo tenías merecido —dijo Carse con torpe articulación. Estaba súbitamente tenso. La sombra, el perfil de una esperanza…

Rhiannon continuó:

—Así es. Pero tú me diste oportunidad de poner remedio a mi acción, de liberarme y seguir el camino de mis hermanos.

La voz mental se alzó con una pasión muy fuerte, peligrosamente fuerte.

—Cédeme tu cuerpo, Carse. Cédeme tu cuerpo, para poder llevar a término esa misión!

—¡No! —gritó Carse—. ¡No!

Se puso en pie de un salto, consciente del peligro ahora, luchando con todas sus fuerzas contra aquella energía indómita y exigente. La dominó cerrando su mente, alzando la barrera mental contra ella.

—No puedes dominarme —murmuró—. ¡No puedes!

—No —suspiró Rhiannon con amargura—. No puedo. —Y la voz interior se extinguió.

Carse tomó apoyo en la pared de roca, trastornado y sudoroso, pero animado de una última, improbable esperanza. En realidad no pasaba de ser una idea, pero suficiente para espolearle. Más valía aquello que esperar la muerte como un ratón cogido en la trampa.

Si el dios de la buena fortuna quisiera darle solo un poco de tiempo…

Oyó que abrían la puerta y las pisadas de la guardia al formar, y le dio un vuelco el corazón. Esperó conteniendo el aliento, atento a oír la voz de Barba de Hierro.

14 - Un engaño audaz

Pero no fue Barba de Hierro el que habló. Era Boghaz, Boghaz el que salió sin escolta al balcón, con aspecto no poco triste y abatido.

—Me envía Emer —dijo—. Me ha comunicado la trágica noticia, y he venido a decirte adiós. —Tomó la mano de Carse.

—Los Reyes-Almirantes están celebrando su último consejo de guerra antes de partir hacia Sark, pero no tardarán mucho. Viejo amigo mío, hemos corrido juntos muchas aventuras. Has llegado a ser como un hermano para mí, y esta despedida me rompe el corazón.

El gordo valkisiano parecía sinceramente afectado. Había lagrimas en sus ojos cuando miró a Carse.

—Sí, como un verdadero hermano —repitió con voz temblorosa—. Como hermanos hemos reñido, pero también hemos derramado juntos nuestra sangre. Eso, un hombre nunca lo olvida.

Exhaló un prolongado suspiro.

—Me gustaría poseer alguna cosa tuya, para conservarla. Una chuchería, como recuerdo de un amigo. Tu collar de piedras, por ejemplo…, o tu cinturón… Ahora no vas a necesitarlos; en cambio yo los conservaré religiosamente hasta el último día de mi vida.

Iba a secarse una lagrima cuando Carse le agarró por la garganta sin demasiada suavidad.

—¡Sinvergüenza, hipócrita! —rugió al oído del asombrado valkisiano—. Conque una chuchería, ¿eh? ¡Por todos los dioses! ¡Pensar que por un momento has logrado engañarme!

—Pero, amigo mío… —chilló Boghaz.

Carse le propinó aun dos o tres sacudidas antes de soltarlo. Hablando rápido y en voz baja, le dijo:

—Por ahora no voy a partirte el corazón, si puedo evitarlo. Oye, Boghaz, ¿estarías dispuesto a recuperar los poderes de la Tumba?

El interpelado se quedó con la boca abierta.

—Loco —murmuro—. El pobre chico ha perdido la chaveta de la impresión.

Carse lanzó una ojeada a los aposentos. La guardia estaba fuera del alcance del oído. No tenían motivos para preocuparse de su estancia en el balcón. Eran tres hombres armados y acorazados. Boghaz, lógicamente, iba derramado; en cuanto a Carse, le habría sido imposible escapar a menos que le naciesen alas. El terrícola se explicó con rapidez:

—Esta empresa de los Reyes-Almirantes esta condenada de antemano. Los dhuvianos socorrerán a Sark, y eso será la ruina de Khondor. Lo cual te incluye también a ti, Boghaz. Vendrán los sarkeos, y si sobrevives a su asalto, que no lo creo, te sacaran la piel a tiras y luego entregaran a los dhuvianos lo que quede de ti.

Boghaz lo meditó, y vio que no le agradaba la idea.

—Pero recuperar las armas de Rhiannon ahora —tartamudeó—, ¡es imposible! Aunque pudieras salir de aquí, no existe el hombre capaz de entrar en Sark para quitárselas a Garach en sus propias narices.

—No existe el hombre, en efecto —replicó Carse—. Pero yo soy algo más que un hombre, ¿recuerdas? Y ante todo, ¿de quién son esas armas en realidad?

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