Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
En apariencia no le quedaba otra cosa que hacer, sino esperar a que regresara el dhuviano con sus armas. Entonces ordenaría que las llevaran a bordo de la galera y zarparía. Nadie iba a impedírselo, por cuanto nadie osaría oponerse a los designios de Rhiannon. Tampoco era cuestión de tiempo; la flota de los Reyes-Almirantes se mantenía al pairo, pues necesitaba esperar a los rezagados y organizarse antes de poder atacar. El asalto no se produciría hasta el amanecer, o nunca, según el éxito que tuvieran sus planes.
Pero algún nervio primitivo al descubierto captaba una sensación de peligro, y deprimía a Carse con el presentimiento de que se avecinaba algo nefasto.
Envió a por Boghaz, con el pretexto de darle órdenes concernientes a la galera. El verdadero motivo era que no soportaba el continuar solo. El gordo pillastre palmoteó de júbilo cuando se entero de las ultimas novedades.
—¡Lo has conseguido! —exclamo, frotándose las manos de satisfacción—. Yo siempre he mantenido, Carse, que un hombre con agallas puede salir con bien de cualquier aprieto. Ni siquiera yo, Boghaz, habría sido capaz de hacerlo mejor.
Carse replicó secamente:
—Espero que tengas razón. —Boghaz le lanzó una mirada de reojo.
—Carse…
—¿Sí?
—¿Alguna noticia del Maldito en persona?
—Ninguna. Ni rastro. Eso es lo que me preocupa, Boghaz. Me parece que se reserva para más adelante.
—Cuando obren en tu poder las armas —dijo Boghaz con significativo ademán—, estaré a tu lado aunque no tenga más que una cornamusa.
Por fin, el obsequioso chambelán apareció con el recado de que Hishah acababa de regresar de Caer Dhu y solicitaba ser recibido.
—Está bien —replicó Carse, y señaló luego a Boghaz con breve ademán—. Este hombre debe acompañarme para supervisar el traslado de las armas.
Las coloradas mejillas del valkisiano palidecieron considerablemente, pero no le quedo más remedio sino pegarse a los talones de Carse.
Garach e Ywain esperaban en el salón del trono, y con ellos estaba la criatura encapuchada de Caer Dhu. Todos se inclinaron al entrar Carse.
—¿Cómo has cumplido mis ordenes? —se dirigió inmediatamente al dhuviano.
—Mi señor —empezó Hishah—, he consultado con los Ancianos, quienes me han confiado este mensaje para ti. Si hubieran conocido a tiempo el regreso de mi señor Rhiannon, no habrían osado tocar los objetos que son de su pertenencia. Y ahora no se atreven a tocarlos otra vez, temiendo que, en su ignorancia, pudieran causarles daño, e incluso acarrear su destrucción. Por consiguiente, mi señor, te suplican que condesciendas a ocuparte de este asunto tú mismo. Por otra parte, no han olvidado el agradecimiento que deben a Rhiannon, gracias a cuyas enseñanzas pudimos levantarnos del polvo en que vivíamos. Desean darte la bienvenida en tu antiguo dominio de Caer Dhu, pues demasiado tiempo han vivido tus hijos en la oscuridad, y ansían recibir de nuevo la luz de la sabiduría de Rhiannon, lo mismo que sentirse reconfortados con su fuerza.
Dicho esto, Hishah hizo una profunda reverencia.
—Mi señor, ¿nos concederás esta Merced?
Carse guardó silencio durante unos momentos, haciendo un desesperado esfuerzo por ocultar su pánico. No podía ir a Caer Dhu. ¡No se atrevía a tanto! ¿Cuánto tiempo permanecería oculto su engaño para los Hijos de la Serpiente, la ancestral engañadora por antonomasia?
Suponiendo que tal engaño no hubiera sido descubierto desde el principio. Las suaves palabras de Hishah podían encerrar una sutil trampa.
Pero él ya estaba cogido, y lo sabía. No se atrevía a ir… pero tampoco podía rehusar. Por eso dijo:
—Me place acceder a vuestra petición.
Hishah hizo otra reverencia, en señal de gratitud.
—Se han tomado todas las disposiciones necesarias. El rey Garach y su hija lo acompañaran para rodearte de todas las atenciones que proceden en este caso. Tus hijos comprenden la necesidad de actuar con rapidez… Nuestra lancha espera.
—Bien.
Carse giró sobre sus talones, clavando al mismo tiempo en Boghaz una mirada severa.
—Tú me acompañaras también, hombre de Valkis. Es posible que lo necesite para lo que se refiere a mis armas.
Boghaz entendió la indirecta. Si antes ya estaba pálido, ahora se volvió lívido de espanto, pero no tenía nada que objetar. Por eso siguió a Carse como un hombre conducido al patíbulo, y ambos abandonaron la sala.
Era de noche cerrada y cargada de tétricos presentimientos cuando salieron a los muelles de palacio, para embarcar en un navío bajo y negro, sin vela ni timón. Una tripulación de seres encapuchados y envueltos en capas como Hishah metió en el agua sus largos palos, y la embarcación avanzo por el estuario, aguas arriba, alejándose en el océano.
Garach se había dejado caer sobre los negros almohadones de un diván; presentaba un aspecto muy poco mayestático, con sus manos temblorosas y el rostro de una palidez cadavérica. Su mirada seguía furtivamente la embozada figura de Hishah. Era evidente que aquella visita a la corte de sus aliados no le causaba ninguna satisfacción.
Ywain se retiró a un rincón solitario de la nave, con la mirada fija en las sombrías aguas de la pantanosa costa. Carse pensó que parecía aún más abatida que cuando era una prisionera cargada de cadenas.
Él también estaba entregado a sus propios pensamientos, altivo y magnífico por fuera pero estremecido por dentro, hasta el alma. Boghaz se acurrucaba a su lado; sus ojos eran los de un hombre enfermo.
Y el Maldito, el verdadero Rhiannon, callaba todavía. Era demasiado silencio. En aquel rincón recóndito del cerebro de Carse no se agitaba ni la más mínima chispa. Como si el nefasto renegado de los Quiru, al igual que los demás pasajeros del barco, prefiriese encerrarse en sí mismo y esperar acontecimientos.
La travesía del estuario pareció muy larga. La embarcación cortaba el agua con un ruido sibilante. Las figuras embozadas de negro se inclinaban para dar empuje a los palos. De vez en cuando se oía el grito de un ave en los pantanos; la atmósfera era densa y bochornosa.
Luego, a la luz de las lunas bajas, Carse vio a proa las murallas almenadas y las torres de una ciudad que se alzaba entre la niebla. Una ciudad antiquísima, y amurallada como una plaza fuerte, parecía caer en ruinas por todas partes, excepto el reducto central, que se conservaba en buen estado.
Sobre la plaza flotaba en el aire un resplandor eléctrico. Carse creyó que eran imaginaciones suyas, un espejismo causado por la claridad lunar, los reflejos acuáticos y la ligera niebla.
La lancha enfiló hacia un muelle ruinoso y se detuvo. Hishah saltó a tierra y se hizo a un lado para ceder el paso a Rhiannon. Carse avanzó por el muelle seguido de Garach e Ywain, así como del tembloroso Boghaz. Hishah se mantuvo pegado a los talones del terrícola, en actitud deferente.
Una calzada de piedra negra, muy agrietada por el paso del tiempo, conducía hacia la ciudadela. Carse la pisó con decisión. Ahora estaba seguro de ver una tenue y vibrante telaraña de luz alrededor de Caer Dhu. Cubría toda la ciudad con su luminiscencia acerada, como un resplandor de estrellas en una noche fría.
Se acercó al lugar donde el velo de luz cruzaba la calzada, antes del gran portal. El aspecto le gustaba cada vez menos. Sin embargo, nadie hablaba, nadie se echaba atrás. Al parecer, se esperaba de él que precediese a todos por el camino, y no quería que se descubriese su ignorancia de la naturaleza de la cosa. Por tanto, siguió adelante, pisando con firmeza y seguridad. Estaba tan cerca del velo brillante, que podía sentir un extraño cosquilleo, sintomático de la presencia de un campo de energía. Un paso mas le habría hecho entrar de lleno en él. Fue entonces cuando Hishah le dijo al oído, con penetrante acento:
—¡Señor! ¿Has olvidado el Velo, cuyo contacto acarrea la muerte?
Carse retrocedió, sintiendo una oleada de pánico que le sacudió de pies a cabeza. Al mismo tiempo, comprendió que acababa de cometer un grave error.
—¡Desde luego que no! —se apresuró a replicar.
—No, mi señor —murmuró Hishah—. En efecto, ¿cómo podías olvidarlo, cuando tú mismo nos enseñaste el secreto del Velo que deforma el espacio y protege a Caer Dhu contra toda fuerza externa?
Así supo Carse que aquella telaraña inmaterial era una barrera energética defensiva, de una energía tan potente que inducía de algún modo una deformación del espacio, lo cual la hacía impenetrable.
Parecía increíble, pero la ciencia de los Quiru había sido muy grande, y Rhiannon mostró parte de ella a los antepasados de aquellos dhuvianos.
—En verdad, ¿cómo tú podrías olvidarla? —repitió Hishah. No había el menor acento de ironía en sus palabras, y sin embargo Carse creyó adivinar la intención burlona.
El dhuviano se adelantó para alzar ambos brazos enfundados en amplias mangas, en una señal dirigida sin duda a algún vigilante de la puerta. La luminosidad del Velo se abrió sobre la calzada, dejando un pasadizo para los recién llegados.
Volviéndose antes de seguir, Carse vio que Ywain le contemplaba con expresión de extrañeza, en la que empezaba a insinuarse la duda. La gran puerta de la ciudadela se abrió, y el señor Rhiannon de los Quiru fue recibido en Caer Dhu.
Las antiguas salas estaban tenuemente alumbradas por una especie de globos de fuego controlado, montados sobre trípodes a grandes intervalos, que despedían una luz fría y verdosa. El aire era caliente y lo empapaba el hedor de la Serpiente, sofocando la garganta de Carse con sus odiosos relentes.
Hishah les precedía ahora, y este sencillo detalle era de por sí un síntoma de peligro, teniendo en cuenta que Rhiannon debía conocer el camino. Pero Hishah explicó que se reservaba el honor de anunciar a su señor, conque a Carse no le quedó más remedio que dominar su creciente espanto y seguir adelante.
Así llegaron a una extensa explanada central, limitada por ciclópeos muros de piedra negra que se cerraban a gran altura, en forma de cúpula, apenas visible entre las tinieblas. Colgaba de ella un solo globo de gran tamaño que apenas lograba dispersar las densas sombras.
Escasa iluminación para unos ojos humanos. ¡Pero aun así, era demasiada!
Porque los hijos de la Serpiente se habían congregado en aquel lugar para saludar a su señor. Y, puesto que se hallaban en sus propios dominios, no llevaban la envoltura con capucha que usaban para el trato con los humanos.
Los Nadadores pertenecían al mar, como los Hombres-pájaro eran criaturas de la atmósfera; ambas especies eran perfectas y bellas, dentro de las condiciones de sus respectivos elementos. Ahora Carse trababa conocimiento con la tercera especie pseudo-humana de los Híbridos: las criaturas de los escondrijos ocultos, la descendencia perfecta, terriblemente perfecta, de otro de los grandes órdenes biológicos.
Aturdido por la primera oleada de repugnancia, Carse apenas oyó la voz de Hishah que anunciaba a Rhiannon, ni la sibilante exclamación colectiva con que tal anuncio fue acogido y que no podía compararse sino a una sinfonía de pesadilla.
Le ovacionaron desde todos los rincones de la vasta sala, desde las galerías que se abrían en sus muros, con sus relucientes ojos sin expresión, inclinando en homenaje sus cabezas de ofidios.
Cuerpos sinuosos que se arqueaban sin esfuerzo, y que parecían reptar en vez de caminar. Manos de dedos flexibles, desprovistos de articulaciones, pies que se arrastraban sin hacer ruido y bocas sin labios que parecían entreabrirse en una sempiterna risa silenciosa, infinitamente cruel. En todo el recinto se escuchaba un roce áspero, el de la leve fricción de una epidermis que había perdido sus escamas originarias, aunque no la primitiva aspereza serpentina.
Carse levantó la espada de Rhiannon para corresponder a la bienvenida, y se forzó a formular algunas palabras:
—Le complace a Rhiannon esta acogida de sus criaturas. —Creyó entender que corría por la gran sala una disimulada y silbante oleada de hilaridad. Pero no podía estar seguro, y entonces Hishah dijo:
—Mi señor, aquí están tus antiguas armas.
Las habían puesto en el centro de un espacio despejado. Allí estaban los enigmáticos aparatos que había visto en la Tumba, sin faltar ni uno: la gran rueda de cristal, los tubos metálicos y todo lo demás, lanzando destellos bajo la tenue iluminación.
El corazón de Carse dio un salto y empezó a latir con fuerza.
—Bien —dijo—. El tiempo apremia… Llevadlas a bordo de la lancha, pues debo regresar a Sark cuanto antes.
—Ciertamente, mi señor —dijo Hishah—. Pero es preferible que las inspecciones a fin de comprobar que estén en buenas condiciones de conservación. Nuestras ignorantes manos… —Carse se acercó a las armas y fingió examinarlas. Luego asintió.
—No han sufrido ningún daño. Y ahora… —Hishah le interrumpió con untuosa cortesía.
—¿No querrías explicarnos el funcionamiento de estos aparatos antes de abandonarnos? Tus criaturas tienen siempre sed de nuevos conocimientos.
—No hay tiempo para eso —dijo Carse, iracundo—. En verdad, eso es lo que sois… criaturas. No podríais comprender.
—Es posible, mi señor —empezó Hishah en tono muy suave—, que seas tú el que no comprende.
Hubo un instante de absoluto silencio. Carse estaba paralizado por la certeza de su ruina. Ahora veía que los dhuvianos cerraban filas a sus espaldas, condenando toda esperanza de huir.
Garach, Ywain y Boghaz estaban encerrados dentro del mismo círculo. Había asombro e incredulidad en las facciones de Garach, y el valkisiano parecía abatido por el peso de un horror que, sin embargo, para él no constituía ninguna sorpresa. Ywain era la única que no estaba asombrada ni horrorizada. Miraba a Carse con la expresión de una mujer que tiene miedo, pero en este caso era diferente. Carse comprendió que temía por él, que no deseaba verle morir.
En una última tentativa desesperada por salvarse, Carse grito con furia:
—¿Qué significa esta insolencia? ¿Quizá pretendéis que tome mis armas para volverlas contra vosotros?
—Hazlo, si puedes —replicó suavemente Hishah—. Hazlo, ¡oh falso Rhiannon!, pues te aseguro que, de no ser así, jamás volverás a salir de Caer Dhu.
Carse permaneció inmóvil, rodeado de aquellos mecanismos de vidrio y metal que no significaban nada para él, experimentando la terrible certeza de su derrota definitiva. Y ahora, la risa terrible volvió a alzarse de todas partes, infinitamente cruel y burlona.