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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (18 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Los perseguidores inmediatos aumentaron de cuatro a cinco, y luego a siete. Carse recordó la antigua regla de que cuando se corre al enemigo por la popa la persecución se alarga; mas no parecía que aquélla fuese a durar mucho más ya.

Luego hubo otro periodo de calma chicha. Los remeros sudaban y se esforzaban, espoleados por su miedo a los khond, pero de todas maneras no adelantaban gran cosa.

Carse permanecía junto a la borda de popa, vigilando, con el rostro demacrado y ceñudo. La partida había terminado. Las naves enemigas avanzaban con renovado afán, agrupándose para asestar el golpe definitivo.

De pronto se oyó un agudo grito desde la cofa.

—¡Vela a la vista!

Carse giró en redondo, siguiendo la dirección a que apuntaba el brazo del vigía.

—¡Naves de Sark!

Las avistó a proa, remando a ritmo rápido. Eran tres galeras de combate de la patrulla. Saltando al borde del puente, gritó a sus hombres:

—¡Remad con fuerza, perros! ¡Remad! ¡Se acercan los nuestros!

Recurrieron a sus últimas reservas de energía, y la galera dio un salvo desesperado. Ywain se acercó al lado de Carse.

—Ya estamos cerca de Sark, mi señor Rhiannon. Si pudiéramos mantener la delantera un rato más…

Los khond cargaron contra ellos, embistiendo furiosamente en un último intento de atacarles con los espolones y hundir la galera antes de que llegasen los sarkeos. Pero ya era demasiado tarde.

Los patrulleros llegaron y embistieron a los khond, dispersando sus naves. El aire se llenó de gritos; las cuerdas de los arcos zumbaron, y se alzo el terrible crujido de los remos quebrándose cuando todo el costado de una galera quedaba reducida a astillas.

Empezaba una batalla naval que iba a durar hasta la noche. Los desesperados khond no quisieron claudicar, mientras los sarkeos formaban alrededor de la galera, a modo de barrera defensiva móvil. Una y otra vez atacaron los khond, maniobrando con sus embarcaciones ligeras como avispas, y otras tantas veces les rechazaron los sarkeos. Estos llevaban catapultas, y Carse vio como dos de los barcos khond eran agujereados y hundidos por los pesados proyectiles.

De nuevo se alzo una brisa fresca, y la galera gano velocidad. Se lanzaban ahora flechas incendiarias, buscando pegar fuego al velamen. Dos de las galeras de escolta quedaron atrás después de perder su trapo, pero también los khond tuvieron pérdidas. Les quedaban sólo tres embarcaciones en orden de combate, y la galera real estaba sacándoles mucha ventaja.

Entonces avistaron las costas de Sark, una larga línea negra sobre el horizonte. Y al fin, con gran alivio de Carse, acudieron más embarcaciones atraídas por la batalla, poniendo en fuga a las tres ultimas naves khond.

Lo demás fue fácil. Ywain se encontraba ahora en sus dominios. Los remeros fueron relevados por hombres de otras embarcaciones, y una nave rápida fue delegada con orden de dar la alarma a la capital y anunciar el regreso de Ywain.

Sin embargo, a Carse le apenaba ver las galeras ardiendo que quedaban a popa. Miró a lo lejos, donde seguía reunido el grueso de la flota de los Reyes-Almirantes, intuyendo que aún faltaba reñir lo más duro y despiadado de la batalla. En aquel momento le dio un vuelco el corazón y estuvo a punto de abandonar toda esperanza.

Era ya de noche cuando entraron en el puesto de Sark. Un ancho estuario ofrecía fondeadero a incontables navíos, y a ambos lados del canal se extendía la ciudad, exhibiendo despreocupadamente su pujante riqueza.

Aquella ciudad, con su ostentosa arrogancia, parecía hecha a la medida de los hombres que la construyeron. Carse vio magníficos templos y el esplendor de su palacio, una construcción achaparrada que coronaba la colina más alta. Los edificios eran casi feos; en ellos se había preferido la solidez a la elegancia, y así alzaban al cielo sus macizas fachadas, decoradas con dibujos sencillos de colores chillones.

Todo el sector portuario hervía de una actividad febril. La noticia de que arribaba la flota de los Reyes-Almirantes había puesto en marcha un rápido agrupamiento de las dotaciones, una puesta a punto de las defensas, en fin, toda la agitación y el tumulto de una ciudad que se apresta para la guerra.

A su lado, Boghaz murmuraba:

—Hemos cometido una locura al meternos así, a la buena ventura, en las fauces del dragón. ¡Con tal de que sepas desempeñar bien lo papel de Rhiannon! Un solo error, y…

Carse replicó:

—Tranquilízate. No olvides que ya tengo bastante práctica en hacer el Maldito.

Pero interiormente estaba impresionado. Ante el tremendo poderío de Sark, parecía insolencia de locos querer desempeñar allí el papel de un dios.

La multitud que aguardaba en los muelles tributó a Ywain una ovación salvaje cuando ella desembarcó. Y miraron con cierta extrañeza al hombre que la acompañaba, un tipo alto que parecía un khond y llevaba una gran espada.

Los soldados formaron guardia de honor y les abrieron paso por entre la excitada muchedumbre. Acompañados de ovaciones a lo largo de su recorrido, siguieron por las abarrotadas calles de la ciudad hacia la altura donde se alzaba el palacio.

Finalmente pasaron a la fría penumbra de las salas palaciegas. Carse recorrió enormes recintos que devolvían los ecos de las pisadas, con suelos embaldosados y gruesas columnas que soportaban gigantescas bóvedas doradas. Observó que la figura de la serpiente abundaba en los motivos decorativos.

Le habría gustado ir acompañado de Boghaz. Sin embargo, y dada su fama como ladrón, el gordo hubo de quedar atrás para salvar las apariencias, y el terrícola se sentía terriblemente solo.

Ante las puertas de plata del salón del trono, un soldado les dio el alto. Un chambelán que llevaba cota de malla debajo de su toga de terciopelo se adelantó para saludar a Ywain.

—Vuestro padre y soberano el rey Garach os manifiesta su júbilo por vuestro regreso, y desea daros la bienvenida. En su nombre os ruego que os dignéis esperar, pues se halla reunido con el señor Iza, el embajador de Caer Dhu.

Ywain hizo una mueca con los labios:

—Por tanto, ha pedido ayuda a la Serpiente. —Hizo un gesto imperioso en dirección a la puerta—. Dile al rey que quiero verle ahora mismo.

—¡Pero, Alteza…! —protestó el chambelán.

—Ve a decírselo —dijo Ywain—, o entraré sin su permiso. Dile que mi acompañante desea ser recibido, y que la calidad de su persona es tal, que ni Garach ni todo el poder de Caer Dhu bastarían para negarle audiencia.

El chambelán contempló a Carse con no disimulado asombro. Después de titubear, hizo una reverencia y se dirigió a las puertas de plata.

Carse había captado la nota de amargura en la voz de Ywain cuando mencionó a la Serpiente, y trató de sonsacarla al respecto.

—No, mi señor —respondió ella—. En una ocasión hablé de ello, gracias a vuestra indulgencia. No procede que repita ahora aquellas palabras. Además —se encogió de hombros—, ya veis que mi padre me retira su confianza en estos asuntos, aunque luego me corresponda a mí reñir sus batallas.

—¿Te ha contrariado la intervención de Caer Dhu en esta situación? —Ella guardó silencio, y Carse dijo:

—Habla, ¡te lo ordeno!

—Muy bien, pues. Es lógico que dos naciones fuertes luchen por la supremacía, cuando sus intereses chocan en todas las costas de un mismo océano. Es lógico que los hombres ambicionen el poder. Yo podría haber ganado gloria en la batalla que se avecina, la gloria de un triunfo sobre Khondor. Pero…

—Continúa.

Ella agregó entonces, en un arrebato de pasión controlada:

—Pero yo deseaba que Sark fuese grande por la fuerza de sus armas, luchando hombre contra hombre, ¡como se hacía antes de que Garach firmase el pacto con Caer Dhu! No hay gloria en una batalla ganada incluso antes de que choquen los enemigos.

—¿Y tu pueblo? —preguntó Carse—. ¿Comparten ellos tus sentimientos al respecto?

—Así es, mi señor. Pero les seduce más el poder y la riqueza de las presas… —se interrumpió, mirando a Carse con desafío—. Ya he dicho más de lo necesario para merecer vuestra ira. Por tanto, concluiré, pues creo que ahora Sark esta verdaderamente perdida, aun cuando obtenga la victoria. La Serpiente nos ayuda en virtud de sus propios designios, no para hacernos un favor. Nos hemos convertido en meros instrumentos, por medio de los cuales persigue sus fines Caer Dhu. Y puesto que habéis regresado para asumir la jefatura de los dhuvianos…

Calló, pues realmente no hacía falta decir más. Las puertas se abrieron y así Carse quedó dispensado de tener que contestar.

El chambelán dijo en son de excusa:

—Alteza, vuestro padre me envía a decir que no entiende vuestras audaces palabras, y os ruega de nuevo que aguarde hasta que tenga a bien recibiros.

Iracunda, Ywain le empujó a un lado, y se acercó a las majestuosas puertas, abriéndolas de golpe. Luego se volvió hacia Carse, y le dijo:

—Mi señor, ¿os dignáis pasar?

Después de respirar hondo, entró, recorriendo el largo trecho hasta el trono con paso verdaderamente digno de un dios, seguido de Ywain.

La sala parecía desierta, a excepción de Garach, quien se había puesto en pie de un salto sobre su estrado. Llevaba una toga de terciopelo negro con bordados de oro y poseía la esbelta estatura y agraciadas facciones de Ywain. Pero no se apreciaba en él la sincera energía de aquélla, ni su orgullo, ni su franca mirada. Pese a la barba gris, su boca era la de un niño, codicioso y petulante.

A su lado, medio oculto entre las sombras que arrojaba el macizo trono, aparecía otro personaje. Una figura negra, envuelta en su capa y encapuchada, ocultando el rostro y con las manos embutidas en las anchas mangas de la toga.

—¿Qué significa esto? —gritó Garach, furioso—. Hija mía o no, Ywain, no pienso tolerar esta insolencia.

Ywain dobló la rodilla.

—Padre mío —dijo con voz vibrante—, te traigo al señor Rhiannon de los Quiru, que regresa a nosotros de entre los muertos.

El rostro de Garach adquirió por momentos un tinte ceniciento. Abrió la boca, pero no pudo articular palabra. Miró a Carse, luego a Ywain, y por ultimo al encapuchado dhuviano.

—Esto es absurdo —tartamudeó al fin.

—Sin embargo, te juro que es verdad —dijo Ywain—. La mente de Rhiannon vive en el cuerpo de este bárbaro. Él habló a los Sabios de Khondor, y también ha hablado conmigo. El que se presenta ante ti no es otro sino el verdadero Rhiannon.

Hubo otro silencio, mientras Garach abría los ojos y temblaba. Carse se erguía orgulloso en toda su estatura, aparentando despreciar aquellas vacilaciones y esperando recibir pleitesía.

No obstante, en su interior volvía a sentir aquel miedo glacial. Sabía que debajo de la capucha del dhuviano le espiaban unos ojos de ofidio, y pensó que aquella mirada helada iba a penetrar su impostura como la punta de un cuchillo atraviesa una hoja de papel.

La penetración mental de los Híbridos. La intensa penetración extrasensorial capaz de ver mas allá de las apariencias físicas. Y los dhuvianos eran Híbridos también, aunque perversos.

Lo que más deseaba Carse en aquel momento era poder volverse y echar a correr. Pero siguió desempeñando su papel de dios, arrogante y seguro de sí mismo, sonriendo con burla ante el temor de Garach.

En lo más hondo de su cerebro, en aquel rincón que ya no le pertenecía, notó un silencio inexplicable y absoluto. Era como si el invasor, el Maldito, le hubiese abandonado.

Con un esfuerzo, Carse habló procurando que su voz resonara en severos ecos de las paredes.

—En verdad es corta la memoria de los niños, cuando incluso el discípulo favorito olvida a su maestro. —Y fijó su mirada en Iza el dhuviano—. ¿Acaso dudas también de mí, hijo de la Serpiente? ¿Tendré que hacerte una demostración como la que le hice a S'San? —Alzó la gran espada, y Garach miró a Ywain con expresión interrogante.

Ella explicó:

—El señor Rhiannon mató a S'San a bordo de la galera. —Garach cayó de rodillas.

—Mi señor —dijo humildemente—, ¿cuáles son tus órdenes? —Carse le ignoró, sin dejar de observar al dhuviano. La figura encapuchada se adelantó con movimientos peculiarmente reptantes, y habló con su voz suave y odiosa:

—Señor, eso lo pregunto yo también… ¿Cuáles son tus órdenes?

La toga negra se llenó de pliegues cuando aquel ser hizo ademán de prosternarse.

—Bien está —dijo Carse cruzando las manos sobre el pomo de la espada, para amortiguar el brillo de la piedra—. La flota de los Reyes-Almirantes se dispone a atacar en seguida. Deseo que se me traigan mis antiguas armas, a fin de aplastar a los enemigos de Sark y de Caer Dhu, que son también mis enemigos.

Una gran esperanza se encendió en los ojos de Garach. Era evidente que el miedo le atenazaba las tripas…, miedo a muchas cosas, pensó Carse, pero sobre todo, y en aquellos instantes, miedo a los Reyes corsarios. Se volvió para observar a Hishah, y la criatura encapuchada dijo:

—Señor, tus armas han sido llevadas a Caer Dhu.

El corazón del terrícola dio un vuelco. Luego se acordó de Rold de Khondor, y comprendió que le habrían torturado hasta sacarle el secreto de la Tumba. Una rabia ciega se adueñó de él. Por eso no fue fingido el acento de furor que puso en sus palabras, aunque sí el sentido de estas:

—¿Habéis osado jugar con el poder de Rhiannon? —Dio un paso hacia el dhuviano, con gesto amenazador—. ¿Será posible que el discípulo se proponga rivalizar con su maestro?

—No, mi señor —se inclinó la cabeza encapuchada—. Nos hemos limitado a guardar tus armas en lugar seguro, teniéndolas a tu disposición.

Carse dejó que sus facciones se normalizaran un poco.

—Muy bien. Cuida de que me sean devueltas, ¡ahora mismo! —Hishah se irguió.

—Sí, mi señor. Me encamino sin pérdida de tiempo a Caer Dhu para dar cumplimiento a tu deseo.

El dhuviano se arrastró hacia la puerta interior y desapareció, dejando a Carse en un estado de disimulada confusión, donde se mezclaban el alivio y el temor.

17 - Caer Dhu

Las horas siguientes fueron una eternidad de insoportable tensión para Carse.

Exigió una habitación para el solo, arguyendo que necesitaba calma para forjar sus planes. Y allí paseó de arriba abajo, con los nervios descompuestos y en nada semejante a un dios.

Al parecer, había triunfado en toda la línea. El dhuviano le había rendido pleitesía. Tal vez, pensó, la raza de la Serpiente carecía de los asombrosos poderes extrasensoriales que poseían las demás razas híbridas, los Nadadores y los Hombres-pájaro.

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