Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
Permaneció inmovilizado por el pánico, temiendo que otros pudieran oírla y entender lo que significaba sin necesidad de explicárselo. Pero el estrépito portuario la ahogó durante los primeros y vitales momentos; para cuando la alarma comunicada de viva voz llegó desde las alturas a los muelles, la galera enfilaba ya la bocana y ganaba velocidad hacia la desembocadura de la ría.
En la oscuridad del camarote, Ywain dijo tranquilamente:
—Mi señor Rhiannon, ¿se me permitirá respirar?
Él se arrodilló para quitarle los trapos que la cubrían, y ella se incorporó.
—Gracias. Bien, hemos salido bien librados del palacio y el puerto, pero nos queda pasar el desfiladero hasta el mar. He oído que daban la alarma.
—Así es. Y enviarán a los Hombres-pájaro con órdenes para las baterías de costa —lanzó una carcajada—. ¡Veremos si pueden detener a Rhiannon arrojándole guijarros desde los arrecifes!
Después de ordenarle que permaneciese donde estaba, salió a cubierta.
Habían avanzado ya un buen trecho por el canal, remando a buen ritmo. Las velas empezaban a coger el viento acanalado que soplaba entre las paredes de roca. Intentó recordar la disposición de las catapultas defensivas, teniendo en cuenta que estarían apuntadas contra los eventuales navíos que pretendieran entrar en la ría, no contra los que salían.
La velocidad iba a ser el factor esencial. Si la galera pasaba con rapidez suficiente, habría una posibilidad.
Nadie le vio bajo la débil claridad de Deimos. No repararon en él hasta que asomó Febos sobre las crestas, enviando un rayo de luz verdosa. Entonces los hombres le vieron, con la capa ondeando al viento y la gran espada entre las manos.
Se alzó un grito extraño, medio ovación de bienvenida al Carse por ellos recordado, medio exclamación de espanto, por lo que hablan oído contar sobre él en Khondor.
No les dio tiempo para pensarlo. Esgrimiendo la espada, rugió:
—¡Vamos! ¡Remad, estúpidos! ¡Remad, o nos hundirán!
Fuera hombre o diablo, sabían que estaba diciendo una verdad. Remaron con todas sus fuerzas.
Carse corrió a la plataforma del timón. Allí estaba ya Boghaz. Este retrocedió hasta dar de espaldas contra la borda, en una pantomima bastante lograda. Pero el hombre que tenía la barra se limitó a contemplar la aproximación de Carse con ojos de lobo, en los que ardía una chispa maligna. Era el de la mejilla marcada que había compartido el banco con Jaxart el día del motín.
—Yo soy ahora el capitán —le dijo a Carse—. ¡No voy a entregarte mi nave para que la lleves a la perdición!
Carse dijo con sorna terrible:
—Ya veo que no sabes quién soy. Díselo tú, hombre de Valkis.
Pero Boghaz no tuvo necesidad de intervenir. Se oyó un batir de alas cabalgando sobre el viento, y uno de los hombres alados se mantuvo flotando sobre el navío.
—¡Volveos! ¡Volveos! —gritó—. ¡Lleváis con vosotros a… Rhiannon!
—¡Sí! —gritó Carse—. ¡La ira de Rhiannon con el poder de Rhiannon!
Levantó en el aire la empuñadura de la espada. La piedra del pomo lanzó un reflejo maléfico a la luz de Fobos.
—¿Quieres oponerte a mi voluntad? ¿Tendrás tanta osadía? —El Hombre-pájaro ganó altura y se alejó con un lamento. Carse se volvió hacia el timonel.
—Y tú —dijo—. ¿Qué me dices ahora?
Vio que los ojos de lobo vacilaban entre la joya resplandeciente y el rostro de su interlocutor. La mirada de espanto que ahora empezaba a serle familiar apareció en aquellos, y luego el hombre bajó la cabeza.
—No soy nadie para oponerme a Rhiannon —dijo con voz ronca.
—Dame el timón —dijo Carse, y el otro se hizo a un lado, con la marca destacando, lívida, sobre su pálida mejilla.
—Deprisa —ordenó Carse—, si tenéis ganas de vivir.
Y se dieron prisa, de manera que la embarcación corrió como una exhalación entre las paredes rocosas: un navío negro y espectral entre la blancura de las aguas fosforescentes y la fría luz verde de la luna. Carse vio que estaban a punto de salir a mar abierto, y fortaleció su ánimo con una especie de plegaria.
Un zumbido tremendo despertó los ecos del arrecife cuando la primera de las grandes catapultas disparó su carga. Un surtidor de agua se levantó junto a la proa de la galera, que se estremeció y continuó su veloz marcha.
Inclinado sobre la barra del timón, con la capa al viento y una expresión extraña e intensa bajo la claridad fantasmagórica de la noche, Carse corría la suerte a cara o cruz en medio del desfiladero.
Las catapultas vibraron y zumbaron. Era una lluvia de peñascos lo que caía en el agua, de manera que navegaban entre una niebla de salpicaduras. Pero ocurrió lo que Carse había previsto. La defensa costera, invencible al ataque frontal, tomada de espalda era débil. El tiro cruzado sobre el canal era muy imperfecto, y la puntería insuficiente para acertar en un objetivo móvil. Todo esto, y la rapidez de la galera, fueron los factores de su salvación.
Estaban ya en aguas del mar. El ultimo peñasco cayó lejos, a popa, y pudieron considerarse libres. Carse no ignoraba que saldrían pronto en su persecución, pero de momento estaban a salvo.
Entonces Carse pudo comprobar los sinsabores de ser un dios. Deseaba tumbarse en cubierta y tomar luego un trago bien largo del barril de vino, para dominar los temblores que le agitaban. Pero no podía hacer nada de lo que deseaba, sino que se veía obligado a prorrumpir en una carcajada resonante, como si le hiciera gracia que unos míseros humanos intentasen prevalecer contra él, el invencible.
—¡Eh, tú! ¡El que se dice capitán! Toma el timón… y pon rumbo a Sark.
—¡A Sark!
El infeliz había soportado demasiado aquella noche.
—¡Mi señor Rhiannon, tened piedad de nosotros! ¡En Sark tenemos puesto precio a nuestras cabezas!
—Rhiannon te protegerá —intervino Boghaz.
—¡Silencio! —rugió Carse—. ¿Quién eres tú para hablar en nombre de Rhiannon? —Boghaz se encogió abyectamente, y Carse agregó:
—Traedme a esa señora Ywain a mi presencia…, pero quitadle antes las cadenas.
Bajó por la escala para esperarla en cubierta. Oyó que, a su espalda, el marcado gruñía y murmuraba:
—¡Ywain! ¡Por todos los dioses! Habría sido mejor morir a manos de los khond.
Carse permaneció impasible. Los hombres le miraban sin atreverse a hablar, deseando levantarse para acabar con él, pero sin osar hacerlo. Temían lo desconocido, temblaban ante los poderes del Maldito, capaces de reducirles a todos a cenizas.
Ywain se acercó libre ya de sus cadenas, y le saludó con una inclinación. Él se volvió y gritó, dirigiéndose a todos:
—Os rebelasteis contra ella una vez, para seguir al bárbaro. Ahora el bárbaro ya no es quien vosotros conocisteis. Os ordeno que sirváis a Ywain de nuevo. Servidla bien, y ella perdonará vuestro crimen.
Observó que los ojos de ella relampagueaban al oír estas palabras, y que iniciaba una protesta. Le clavó una mirada que heló las palabras en su garganta.
—Júralo, y que todos lo oigan —ordenó—. Por el honor de Sark.
Ella obedeció. Pero a Carse le pareció que aún no estaba muy convencida de que él fuese verdaderamente Rhiannon.
Ywain siguió hasta el camarote, pidiendo permiso antes de entrar. Él le ofreció asiento y envió a Boghaz a por vino. Carse ocupó la silla de Ywain, pensativo, tratando todavía de dominar los nerviosos latidos de su corazón. Ella le miraba con disimulo por entre los párpados semicerrados.
Trajeron el vino. Boghaz titubeó, pero luego, entendiendo que su persona estaba de más, les dejó a solas.
—Siéntate —dijo Carse—, y bebe.
Ywain tomó un escabel bajo y se sentó alargando ante sí sus esbeltas piernas, delgada como un muchacho con su cota de malla negra. Luego bebió sin decir palabra.
Carse exclamó de pronto:
—Todavía dudas de mí.
Ella protestó:
—¡Oh, no, mi señor!
—Él prorrumpió en una carcajada.
—No creas que puedes engañarme. Eres una zorra orgullosa y altiva, Ywain, y muy astuta además. Un excelente heredero para Sark, pese a ser mujer.
Ella hizo una mueca bastante amarga.
—Garach, mi padre, hizo de mí lo que soy ahora. Un soberano débil, sin descendiente varón… Alguien tenía que empuñar la espada mientras él se limitaba a juguetear con el cetro.
—No obstante, me parece que no te quejas de tu suerte —dijo Carse. Ella sonrió.
—No; nunca pude acostumbrarme a las almohadas de seda —se interrumpió, continuando luego de improviso—: Dejemos por ahora el tema de mis dudas, señor Rhiannon. Te he conocido dos veces…, una en este mismo camarote, cuando te enfrentaste a S'San, y la segunda en la gruta de los Sabios. Ahora ya sé quién eres.
—En realidad, no me importa mucho si dudas de mi o no, Ywain. El bárbaro se bastó solo para dominarte, y en cuanto a Rhiannon, creo que tampoco le sería difícil.
Ywain enrojeció de ira. La sospecha que trataba de disimular quedaba descubierta ahora…, su mismo despecho la traicionaba.
—¡El bárbaro no consiguió dominarme! Quiso besarme, y yo le permití que me besara para dejar en su rostro una marca que no pudiera borrarse.
Carse asintió, provocándola.
—Y por un momento devolviste el beso. Eres una mujer, Ywain, por mucho que vistas túnica corta y cota de malla. Y la mujer siempre reconoce al hombre capaz de subyugarla.
—¿Lo crees así? —susurró ella.
Se acercaba ahora, con sus rojos labios separados como aquella vez, tentadora, deliberadamente provocativa.
—Estoy seguro —replicó él.
—Si fueses meramente un bárbaro, y nada más —murmuró Ywain—, yo también podría estar segura.
La trampa era casi demasiado burda. Carse demoró la contestación hasta que la tensión estuvo a punto de romperse. Luego dijo fríamente:
—Es muy probable. Sin embargo, ahora no soy un bárbaro, sino Rhiannon. Y es hora de que te vayas a dormir.
La contempló entre furioso y divertido, mientras ella se volvía completamente desconcertada y sin saber qué pensar, quizá por primera vez en su vida. Carse sabía que acababa de disipar las dudas que ella albergaba en cuanto a su personalidad, al menos de momento.
—Puedes ocupar el camarote interior —le dijo.
—Sí, mi señor —respondió ella, y esta vez no hubo burla en su voz.
Se volvió y cruzó lentamente el camarote. Abrió la puerta interior y luego se detuvo con la mano sobre el picaporte. Carse observo una expresión de repugnancia en el rostro de ella.
—¿Por qué titubeas? —pregunto Carse.
—Este lugar aún apesta al hedor de la Serpiente —dijo—. Preferiría dormir en cubierta.
—Extrañas palabras las tuyas, Ywain. S'San era tu consejero, tu amigo. Me vi forzado a matarle para salvar la vida del bárbaro…, ¡pero estoy seguro de que Ywain de Sark no esconde aversión a sus aliados!
—No son aliados míos, sino de Garach —dijo, desafiándole con la mirada, y él comprendió que la rabia de verse vencida le había hecho olvidar toda precaución.
—Rhiannon o no Rhiannon —gritó—, voy a decir lo que he tenido que callar durante tantos años. ¡Aborrezco a tus rastreros alumnos de Caer Dhu! ¡Los odio a muerte…, y ahora puedes matarme si quieres!
Dicho esto salió a cubierta, dando un portazo.
Carse no se movió de su asiento. Todo su cuerpo temblaba por efecto del nerviosismo. Ahora si que necesitaba un sorbo de vino para tranquilizarse. Sin embargo, la mayor sorpresa para él fue descubrir que le alegraba enterarse de que también Ywain odiaba a los de Caer Dhu.
A medianoche cesó la brisa y la galera hubo de seguir durante horas a fuerza de remos, navegando a velocidad inferior a la normal por faltar en los bancos los khond que se habían quedado en su ciudad.
Al amanecer, el vigía avistó cuatro motas en el horizonte, que eran los cascos de otras tantas galeras procedentes de Khondor.
Carse había salido con Boghaz a la cubierta de popa. Mediaba la mañana, seguía la calma y ahora las galeras enemigas estaban lo bastante cerca para ser vistas desde cubierta.
—A este paso nos habrán alcanzado al anochecer.
—Sí.
Carse estaba preocupado. Navegando con su dotación incompleta, la galera no podría aventajar a los khond con solo los remos. Y lo que Carse desde luego no deseaba era verse en la necesidad de combatir contra los hombres de Barba de Hierro, pues sabía que no contaba con fuerzas suficientes.
—Se partirán el pecho con tal de darnos alcance —comentó—. Y los que vemos no son sino una vanguardia: El grueso de la flota debe seguir a poca distancia.
Boghaz contempló las naves perseguidoras.
—¿Crees poder llegar hasta Sark?
—No, a menos que se declare viento favorable —respondió Carse, ceñudo—, y aun así no es seguro. ¿Sabes alguna oración?
—Recibí una buena educación en mi juventud —replicó Boghaz en tono devoto.
—Pues entonces, ¡reza!
Pero durante toda la sofocante jornada no se alzó ni siquiera una brisa suficiente para hinchar las velas. Los hombres sudaban al remo, pero a decir verdad no ponían mucho empeño en ello, viéndose atrapados entre dos males y con un demonio por capitán.
Las naves enemigas fueron reduciendo distancias, obstinadas, inexorables.
Hacia el crepúsculo, cuando el sol poniente convertía la baja atmósfera en un cristal de aumento, el vigía anunció más embarcaciones a lo lejos. Muchas embarcaciones…, toda la flota de los Reyes-Almirantes.
Empezó a soplar la brisa. Al hincharse las velas, los remeros cobraron ánimos y remaron con nuevo vigor. Al poco, Carse les ordenó que descansaran. El viento soplaba con fuerza. La nave real, más ligera que las embarcaciones del enemigo, ganó la delantera.
Carse estaba familiarizado con las condiciones de su nave. Era más marinera, y con su mayor envergadura y velamen podía sacar mucha distancia a sus perseguidores, siempre que hubiera viento a favor.
Siempre que hubiera viento a favor…
Las jornadas siguientes fueron como para enloquecer a cualquiera. Carse azuzaba sin compasión a los remeros, pero cada vez que largaban los palos, la remada se hacia mas lenta, a medida que se acercaban al agotamiento absoluto.
Salvándose siempre por muy poco, Carse logró evitar ser alcanzado. Una vez, cuando ya parecía seguro que los atrapaban; se desencadeno una súbita tempestad que los salvó al dispersar la formación enemiga. Pero volvieron, y ahora todos podían ver el enjambre de velas en el horizonte y los progresos irresistibles de aquella flota.