La espada de Rhiannon (12 page)

Read La espada de Rhiannon Online

Authors: Leigh Brackett

BOOK: La espada de Rhiannon
11.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo ocurrido queda entre mi señora Emer y el extranjero —dijo Shallah al tiempo que tomaba a la muchacha entre sus poderosos brazos y se la llevaba.

Carse aún estaba estremecido por aquel extraño temor. «Una visión», dijeron que había sido. Y lo era en efecto, aunque no de tipo sobrenatural, evidentemente, sino debida a un intenso poder extrasensorial que lograba leer en las profundidades de la mente.

En una súbita reacción airada, Carse protestó:

—¡Vaya una bienvenida! Se nos ha dejado de lado a todos, con tal de poder ver a Ywain, ¡y luego va tu hermana y se desmaya nada más verme!

—¡Por todos los dioses! —gruñó Rold—. Tienes razón. Perdona, pero no era ésa nuestra intención. Lo que pasa con mi hermana es que tiene demasiado trato con los Híbridos, y se ha vuelto propensa a sufrir alucinaciones como ellos.

A continuación alzó la voz para gritar:

—¡Eh! ¡Aquí, Barba de Hierro! ¡Vamos a demostrar cómo se entiende en nuestra tierra la hospitalidad!

El más corpulento de los Reyes-Almirantes, un anciano hercúleo cuya risa sonaba como el rugido del viento del norte, acudió a la llamada y antes de que Carse pudiese adivinar sus intenciones, le alzaron en hombros y se lo llevaron a los muelles, donde todos podían verlo.

—¡Silencio! —ladró Rold—. ¡Escuchadme todos! —La multitud se aquietó al oír sus voces—. Aquí os presento a Carse el bárbaro. ¡Él tomó la galera! ¡Capturó a Ywain! ¡Dio muerte a la Serpiente! ¿Cómo vais a aclamarle?

Poco faltó para que la ovación hiciera venirse abajo las montañas. Los dos gigantes se llevaron a Carse escaleras arriba, negándose a soltarle. El pueblo de Khondor les siguió, aceptando a los recién llegados como a hermanos. Carse tuvo una fugaz visión de Boghaz, con una ancha sonrisa en su carota porcina y acompañado de dos muchachas alegres a las que tomaba de la cintura.

La muchedumbre formaba un círculo alrededor de Ywain, que había sido confiada a la guarda de uno de los Reyes-Almirantes. Era el hombre marcado, que la contemplaba con un siniestro resplandor de locura en los ojos.

Llegados a la cumbre, Rold y Barba de Hierro dejaron a Carse en el suelo, jadeantes.

—Eres realmente un peso pesado, amigo mío —resopló Rold, sonriendo—. ¿Qué? ¿Te consideras satisfecho con esta penitencia nuestra?

Carse les juró que sí, algo avergonzado. Luego contempló, maravillado, la ciudad de Khondor.

Era una villa monolítica, tallada en la roca misma. La cresta de piedra se había hendido, probablemente por efecto de alguna convulsión diastrófica del remoto pasado de Marte. A lo largo de las paredes interiores de la grieta se abrían las entradas de los túneles y galerías. Era como un inmenso y perfecto panal de moradas, comunicadas entre sí por numerosas escalinatas.

Los que estaban demasiado viejos o imposibilitados para recorrer el largo descenso hasta el puerto les aclamaban ahora desde las galerías, o apiñados en los callejones y encrucijadas.

La brisa marina soplaba fuerte y fría en aquellas alturas. Por eso, en las calles de Khondor se escuchaba siempre el zumbido y el gemido del viento, acompañando al eterno rumor del oleaje.

Las peñas más altas eran escenario de incesantes idas y venidas de los Hombres-pájaro, quienes parecían preferir los lugares elevados, como si se ahogasen en las calles. Revoloteaban desafiando al viento, entregados al regocijo de sus juegos exclusivos, entre carcajadas cristalinas como de duendes.

Mirando tierra adentro, Carse vio campos cultivados y franjas de hierba, todo ello cercado de cadenas montañosas. Aquel país parecía capaz de resistir indefinidamente cualquier asedio.

Continuaron por senderos excavados en la roca, mientras iba uniéndoseles toda la población de Khondor. La fantástica ciudad se llenó de gritos y risas. Por último llegaron a una plaza grande, flanqueada por cuatro galerías porticadas de ciclópeas dimensiones. Frente a una de ellas se alzaban columnas esculpidas, una dedicada al dios de las Aguas y otra al dios de los Cuatro Vientos. Sobre otra galería flameaba un gallardete de oro en el que campeaba el águila de Khondor.

Al entrar en la plaza, Barba de Hierro descargó una tremenda palmada en la espalda del terrícola, capaz de desarbolar a cualquiera.

—Mucho tendremos que hablar esta noche, durante el banquete del Consejo. ¡Pero no ha de faltarnos tiempo para coger una buena borrachera antes de eso! ¿Qué te parece?

Y Carse respondió:

—¡Con mucho gusto!

11 - Temible acusación

Aquella noche, las antorchas iluminaron con su resplandor la sala del banquete, al tiempo que cargaban de humo la atmósfera.

Se habían encendido fuegos en los hogares redondos instalados entre las columnas, y éstas fueron decoradas colgándoles escudos de batalla, así como las enseñas de muchos navíos. Todo el vasto recinto estaba excavado en la roca viva, y ventilado por galerías que daban sobre el mar.

Se instalaron largas mesas, y los sirvientes corrieron entre ellas llevando jarras de vino y pedazos de asado recién retirados del fuego. Carse había mantenido valientemente el desafío de Barba de Hierro durante toda la tarde. Ahora empezaba a nublársele la vista, y en su estado un tanto vaporoso le parecía que toda Khondor se había reunido a banquetear allí, entre arrebatadas melodías de laúdes y cantos de los bardos.

Compartía con los Reyes-Almirantes y los jefes de los Nadadores y los Hombres-pájaro un estrado puesto junto a la pared norte de la sala. Allí estaba también Ywain. La obligaron a permanecer en pie, y así aguantó largas horas sin dar muestras de desfallecimiento ni dejar de mantener la cabeza erguida. Carse la admiró por ello. Le agradaba que no dejase de ser la orgullosa Ywain en aquellas circunstancias.

En la pared abovedada habían clavado los mascarones de proa de todas las embarcaciones tomadas al enemigo en distintas batallas. Por ello, Carse veía flotar sobre su cabeza una serie de figuras monstruosas, que parecían cobrar vida cuando la incierta luz de las antorchas sacaba reflejos a un ojo hecho de una piedra preciosa, o a una garra sobredorada, iluminando al mismo tiempo unas fauces de madera tallada medio destrozadas por algún espolón durante la pelea.

Emer no se había dejado ver en la sala.

El vino y la conversación hacían zumbar los oídos de Carse, que estaba siendo presa de una creciente excitación. Acarició la empuñadura de la espada de Rhiannon que sostenía entre sus rodillas. Pronto, pronto llegaría el momento.

Rold posó su cuerno de vino sobre la mesa con ruidoso golpe.

—Vamos a hablar seriamente ahora —dijo. Tenía la lengua un poco espesa, como todos, pero guardaba un perfecto dominio de sí mismo—. Y ¿de qué hablaremos, señores? ¡Ah! Va a ser un debate muy agradable.

Soltó una breve carcajada.

—Se trata de una cuestión que todos hemos deseado plantear desde hace mucho tiempo: ¡la muerte de Ywain de Sark!

Carse se puso rígido. Lo esperaba.

—¡Alto ahí! Es mi prisionera.

Una ovación general respondió a estas palabras, y todos bebieron de nuevo a su salud. Todos excepto Thorn de Tarak, el hombre del brazo inutilizado y la mejilla señalada, que había guardado silencio durante toda la noche, bebiendo sin descanso pero sin llegar a embriagarse.

—Desde luego —concedió Rold—. Por consiguiente, a ti te corresponde elegir. —Se volvió para mirar a Ywain con expectante regocijo—. ¿Cómo habrá de morir?

—¿Morir? —se puso en pie Carse—. ¿Quién dice que Ywain ha de morir?

Le miraron con expresiones más bien estúpidas, demasiado asombrados de momento para creer que le habían entendido bien. Ywain sonrió con desprecio.

—¿Por qué la has traído aquí, si no? —inquirió Barba de Hierro—. Tu espada era demasiado limpia para emplearla con ella o de lo contrario le habrías dado muerte a bordo de su propia galera. ¿No pensabas entregárnosla para que ejerciéramos nuestra venganza?

—¡No pienso entregársela a nadie! —vociferó Carse—. ¡Digo que es mía, y digo que nadie la matará!

Hubo un silencio sorprendido. Los ojos de Ywain, brillando de ironía, buscaron los del terrícola. Luego habló Thorn de Tarak, y todo lo que dijo fueron sólo dos palabras:

—¿Por qué?

Miraba con desafío a Carse ahora, clavándole sus negros ojos de loco, y el terrícola descubrió que era una pregunta de muy difícil contestación.

—Porque, para nosotros, vale más que viva en calidad de rehén. ¿Sois niños acaso, que no comprendéis una cosa tan sencilla? ¡Cómo! Podríais comprar la libertad de todos los esclavos khond… e incluso forzar un tratado con Sark.

Thorn se echó a reír. No fue una risa agradable de escuchar. El jefe de los Nadadores dijo:

—Mi pueblo no estaría de acuerdo con eso.

—Tampoco el mío —intervino el Hombre-pájaro.

—¡Ni el mío! —Rold se había puesto en pie, rojo de ira—. Tú eres un extranjero, Carse. ¡Es posible que no entiendas nuestras costumbres!

—No —dijo tranquilamente Thorn de Tarak—. Dejadla en libertad. A ella, que aprendió la clemencia a los pies de Garach, y bebió la sabiduría de sus maestros de Caer Dhu. Dejadla en libertad, para que siga bendiciendo a otros como me bendijo a mí el día que pegó fuego a mi galera.

Fijó en el terrícola su mirada ardiente.

—Dejad que viva…, porque el bárbaro se ha enamorado de ella.

Carse le miró fijamente. Por el rabillo del ojo vio que los Reyes-Almirantes se volvían hacia él para espiar su reacción: nueve jefes guerreros con miradas de tigre, con las manos ya puestas en los pomos de sus espadas. También vio que Ywain plegaba los labios, sonriéndose como si acabara de ocurrírsele algo muy divertido. Entonces optó por soltar la carcajada.

Literalmente se doblaba de hilaridad.

—¡Mirad todos! —exclamó Carse, volviéndose de espaldas para que pudieran ver las cicatrices dejadas por el látigo—. ¿Es un billete de amor eso que Ywain ha escrito en mi pellejo? Y aunque lo fuese…, ¡no era un canto de pasión lo que me estaba cantando el dhuviano cuando lo maté!

Se volvió con rabia, encendido por el vino, envalentonado por el poder que, como sabía, ejercía sobre ellos.

—Que uno de los vuestros repita esas palabras, y juro que le separaré la cabeza de los hombros. ¡Miraos en un espejo! Hombres hechos y derechos peleándose por la vida de una ramera. ¿No sería mejor que cobraseis ánimos para encabezar un ataque contra Sark?

Hubo un gran estrépito y ruido de pisadas cuando se pusieron en pie, lanzándole imprecaciones furiosas en respuesta a su provocación, con las barbudas mandíbulas apuntadas hacia delante y los puños martilleando con furor el tablero de la mesa.

—¿Quién te has creído que eres, engendro de los arenales? —aullaba Rold—. ¿Nunca te han hablado de los dhuvianos y de sus armas, que están al servicio de Sark? ¿Cuántos khond te figuras que han muerto durante estos largos años de lucha, tratando de enfrentarse a esas armas?

—¿Y si pudierais conseguir otras iguales? —preguntó Carse.

Su voz sonó tan persuasiva, que incluso confundió a Rold. Este replicó, furioso todavía:

—Si tus palabras significan algo, ¡explícate ahora mismo!

—Sark no podría resistir vuestro asedio —dijo Carse—, si poseyerais las armas de Rhiannon.

Barba de Hierro resopló con desdén.

—¡Ah, sí! ¡El Maldito! Si eres capaz de encontrar la Tumba y los poderes que encierra, te damos palabra de seguirte hasta Sark sin dudarlo ni un momento.

—Voy a recoger esa palabra con que os habéis comprometido —replicó Carse alzando al aire su espada—. ¡Mirad! ¡Mirad bien! ¿Alguno de los vuestros tiene conocimientos suficientes para saber de dónde proviene esta hoja?

Thorn de Tarak alargó su mano sana y atrajo la espada hacia sí para verla mejor. Luego la mano tendida empezó a temblar. Levantó los ojos y, después de recorrer con la mirada a todos sus compañeros, dijo con voz extrañamente trémula:

—Es la espada de Rhiannon.

Se oyó un áspero jadeo colectivo de sorpresa, y entonces Carse habló de nuevo:

—Aquí está mi prueba. Poseo el secreto de la Tumba.

Silencio. Luego, un ruido gutural de Barba de Hierro, y después de eso una creciente y salvaje excitación, que acabó por estallar y correr como un incendio.

—¡Tiene el secreto! ¡Por todos los dioses, lo tiene!

—¿Os enfrentaríais a las armas dhuvianas si poseyerais los poderes superiores de Rhiannon? —preguntó Carse.

El clamor era tan delirante, que la voz de Rhiannon tardó bastante rato en hacerse oír. El rostro del hercúleo khond mostraba una expresión medio dubitativa.

—¿Podríamos utilizar las poderosas armas de Rhiannon si las tuviéramos? Ni siquiera hemos logrado entender las armas dhuvianas que encontramos en la galera.

—Dadme tiempo para estudiarlas y probarlas, y os garantizo que resolveré el problema de cómo usar los instrumentos de poder de Rhiannon —replicó Carse muy seguro de sí mismo.

Estaba convencido de que podría hacerlo. Le tomaría tiempo, pero creía que sus propios conocimientos científicos serían suficientes para descifrar el funcionamiento, si no de todas, sí de algunas de aquellas armas de origen no humano.

Blandió la gran espada muy alto, hacia la luz rojiza de las antorchas, y su voz resonó en la sala:

—Y, si os doy esas armas, ¿cumpliréis vuestra palabra? ¿Seguiréis conmigo contra Sark?

Aquel reto barrió todas las dudas. Al fin les llovía del cielo una oportunidad de golpear a Sark en plan de igualdad.

La respuesta de los Reyes-Almirantes fue un simultáneo rugido:

—¡Te seguiremos!

Entonces fue cuando Carse vio a Emer. Acababa de hacer acto de presencia en el estrado, sin duda a través de algún pasillo interior. Estaba de pie entre dos tallas gigantescas, cubiertas de incrustaciones marinas, y sus ojos se clavaban en Carse muy abiertos y llenos de horror.

Era tan poderoso su magnetismo que incluso en aquellas circunstancias, obligó a todos a volverse a mirarla. Ella se adelantó hasta situarse frente a la mesa, donde todos podían verla; llevaba sólo una túnica suelta, y el cabello sin recoger. Era como si se hubiese levantado en sueños y aún no hubiera despertado.

Pero se trataba de un mal sueño. La pesadilla la abatía hasta el punto de hacerle arrastrar los pies y respirar con dificultad.

Incluso aquellos hombres encallecidos en el combate se sintieron conmovidos en sus corazones.

Emer habló, y sus palabras sonaron muy claras y comedidas:

Other books

Sudden Second Chance by Carol Ericson
Girl of Mine by Taylor Dean
Her Lone Cowboy by Donna Alward
Her Alphas by Gabrielle Holly
Give Him the Slip by Geralyn Dawson
Taking the Fall by W. Ferraro
King's Folly (Book 2) by Sabrina Flynn