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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (8 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Frunció el ceño, mirando alternativamente a Carse y a Boghaz.

—Parece que no les gusta remar. Muy bien. Quita al tercer hombre del banco que ocupan éstos, y deja que remen ellos dos solos toda la noche. Dile a Callus que le administre látigo al gordo. Cinco zurriagazos cada media hora.

Boghaz sollozó:

—¡Piedad, Alteza, os lo suplico! ¡Os lo diría todo si lo supiera, pero no sé nada! ¡Lo juro! —Ella se encogió de hombros.

—Es posible. En tal caso, te conviene persuadir a tu compañero de que hable. —Luego se volvió de nuevo hacia Scyld.

—Por lo que respecta al alto, dile a Callus que lo duche con agua de mar tan a menudo como haga falta —sonrió, descubriendo sus dientes de blancura deslumbradora—. Tiene propiedades curativas.

Scyld soltó una carcajada. Ywain le despidió con un gesto.

—Que se cumplan mis órdenes, pero procura que no muera ninguno de los dos. Cuando estén dispuestos a hablar, me los traes.

Scyld hizo un saludo y condujo a sus prisioneros otra vez al banco de la galera. Jaxart fue relevado del remo, y continuó para Carse la interminable pesadilla del tormento.

Boghaz estaba tembloroso, abatido. Gritó lastimeramente cuando recibió la primera dosis de cinco latigazos, y luego se lamentó al oído de Carse:

—¡Ojalá no hubiera visto jamás tu maldita espada! Nos llevarán a Caer Dhu, y una vez allí… ¡que los dioses se apiaden de nosotros!

Carse descubrió los dientes en una mueca que, en rigor, podía pasar por una sonrisa.

—No decías lo mismo en Jekkara.

—Allí era un hombre libre, y los dhuvianos estaban muy lejos.

A Carse le pareció que algún nervio oculto se ponía tenso en su interior al oír pronunciar aquel nombre. Con voz alterada preguntó:

—¡Boghaz! ¿Qué era aquel olor extraño del camarote?

—¿Un olor? No he notado nada.

«¡Qué raro! —pensó Carse—, cuando a mí casi me vuelve loco. O tal vez esté loco ya.»

—Jaxart tenía razón, Boghaz. Hay alguien escondido allí en la cabina interior. —Boghaz replicó, algo irritado:

—Los vicios de Ywain no son asunto mío.

Trabajaron durante un rato en silencio. Luego Carse preguntó de improviso:

—¿Quiénes son los dhuvianos? —Boghaz se quedó mirándole.

—Pero… ¿de dónde has salido tú, hombre?

—Ya te lo dije… De más allá de Shun.

—Muy lejos debe quedar eso, si de veras no sabes nada de Caer Dhu ni de la Serpiente. —Dicho esto, Boghaz se encogió de hombros, sin dejar de remar—. Supongo que estás representando una comedia, y que tendrás tus motivos para ello. Tanta ignorancia fingida… En fin, no me importa entrar en tu juego.

Después de tomarse un respiro, agregó:

—Al menos, sabrás que desde los tiempos más remotos viven en nuestro mundo las familias humanas, así como las semihumanas, es decir los Híbridos. Los más grandes de entre los humanos fueron los desaparecidos Quiru. Éstos poseían tanta ciencia y sabiduría, que aún se les venera como a semidioses.

»En cuanto a los Híbridos, son los que aun teniendo figura humana no descienden de nuestra sangre. Son los Nadadores, que provienen de las criaturas del mar, así como los Hombres-pájaro, que descienden de los seres alados… y los dhuvianos, que son hijos de la Serpiente.

Un sudor frío bañó el cuerpo de Carse. ¿Por qué le parecían tan familiares todas aquellas cosas que escuchaba por primera vez?

Estaba seguro de no haber oído antes aquel relato de la prehistórica evolución marciana. Era plausible que una serie de especies fundamentalmente diferentes hubieran evolucionado para dar distintos tipos humanoides, hasta cierto punto parecidos. Pero no lo había oído antes… ¿o tal vez sí?

—Los dhuvianos siempre fueron sabios y hábiles, como su progenitora la Serpiente —estaba diciendo Boghaz—. Tan hábiles, que convencieron a Rhiannon de los Quiru para que les enseñase parte de su ciencia. ¡Una parte, en efecto, aunque no toda! Pero fue suficiente para convertir su ciudad negra de Caer Dhu en una plaza inexpugnable, y permitirles intervenir con sus armas científicas para hacer de sus aliados humanos los de Sark la nación dominante.

—¿Conque fue ése el crimen de Rhiannon?

—Así es; en su orgullo, el Maldito se opuso a los demás Quiru, que le habían aconsejado no mostrar a los dhuvianos tales poderes. Por ese crimen, los Quiru condenaron a Rhiannon y le sepultaron en un lugar oculto. Luego abandonaron nuestro mundo. Al menos, eso es lo que dice la leyenda.

—¿Entiendo que la existencia de los dhuvianos no es leyenda?

—Pues no, ¡malditos sean! —balbució Boghaz—. Por esta razón, todos los hombres libres odian a los sarkeos, que han contraído una funesta alianza con la Serpiente.

El diálogo fue interrumpido por la aparición de Lorn, el esclavo de las alas rotas. Le habían ordenado llenar un cubo con agua del mar, y ahora se acercaba con ello.

El hombre alado habló, e incluso en aquellas circunstancias había música en su voz.

—Esto te hará daño, extranjero. Sopórtalo si puedes… Te curará.

Alzó el cubo y vertió el agua fosforescente, que cubrió el cuerpo de Carse con un sudario de luz.

Entonces Carse supo por qué había sonreído Ywain. Cualesquiera que fuesen los elementos contenidos en el agua, y que le daban su extraña fosforescencia, tal vez fuesen beneficiosos, pero la cura casi era peor que la enfermedad. La mordedura del líquido parecía querer arrancar la carne de las heridas.

Mientras transcurría la noche, Carse sintió que el dolor iba disminuyendo. Las llagas dejaron de sangrar, y el agua empezó a parecerle refrescante. Para su propia sorpresa, pudo ver por segunda vez el amanecer sobre el Mar Blanco.

Poco después del crepúsculo se oyó un grito desde la cofa. Estaban frente a la Escarpa Negra.

A través de la portilla, Carse pudo ver un remolino de aguas agitadas y una gran extensión de arrecifes y bajíos. La espuma descubría de vez en cuando negros picos de roca.

—¡No pretenderán navegar a través de estos abismos! —exclamó.

—Es el itinerario más corto para llegar a Sark —repuso Boghaz—. En cuanto a pasar por los bajíos… ¿para qué crees que llevan todas las galeras de Sark dos Nadadores prisioneros?

—Ya me lo había preguntado.

—Ahora lo sabrás.

Ywain apareció en cubierta y Scyld corrió a reunirse con ella. Ninguno de ambos reparó en los dos guiñapos humanos que sudaban al remo.

Inmediatamente, Boghaz se puso a aullar en tono lastimero:

—¡Piedad, Alteza! ¡Piedad!

Ywain no hizo caso, y le ordenó a Scyld:

—Avance despacio, y que bajen al agua los Nadadores.

Naram y Shallah fueron liberados de sus cadenas y conducidos a proa. Allí les pusieron unos arneses metálicos, unidos por medio de largos cables a dos argollas empotradas en la cubierta del castillete de proa.

Los dos Nadadores se arrojaron a las espumeantes aguas, sin temor alguno. Los cables se tensaron y Carse pudo entrever las cabezas de ambos, flotando como corchos mientras nadaban a proa de la galera, para hacerla pasar por la rugiente Escarpa.

—¿Lo has visto? —dijo Boghaz—. Ésos son nuestros prácticos. Con ellos, un barco puede pasar por todas partes.

Mientras el timbal retumbaba lentamente, la galera desafió las embravecidas aguas y enfiló la garganta.

Ywain vigilaba al lado del timonel. Su cabellera flotaba al viento, y la cota de malla despedía reflejos mientras la princesa, lo mismo que Scyld, observaba las aguas con tensa atención.

La quilla de la embarcación crujió, y uno de los remos se hizo astillas contra una roca, pero a pesar de todo lograron pasar indemnes.

Fue un paso fatigoso, largo y difícil. El sol casi estaba en su cenit. Reinaba una dolorosa tensión a bordo de la galera.

Carse apenas oía el rugido del rompiente mientras él y Boghaz se deslomaban remando. El gordo valkisiano se lamentaba ahora sin cesar. A Carse le pesaban los brazos como el plomo, y sentía el cerebro como aprisionado en un dogal de hierro.

A medida que se alejaban de la Escarpa volvió la tranquilidad a las aguas. Los remolinos atronadores fueron quedando a popa, y los Nadadores subieron de nuevo a bordo.

Ahora, por primera vez, Ywain bajó la mirada hacia el puente para contemplar a los exhaustos esclavos.

—Dales un breve descanso —ordenó—. Pronto se alzará la brisa.

Fijó la vista en Carse y Boghaz.

—Y ahora, Scyld, quiero hablar otra vez con esos dos.

Carse vio cómo Scyld cruzaba la cubierta y empezaba a bajar por la escala. Sintió una aprensión enfermiza.

No quería volver a aquel camarote. No quería ver otra vez aquella puerta con su rendija burlona, ni respirar aquel olor nauseabundo y maléfico.

En un abrir y cerrar de ojos, él y Boghaz fueron sacados de su banco y conducidos a popa. No podía hacer nada para evitarlo.

La puerta del camarote se cerró a sus espaldas. Scyld e Ywain se situaron tras la mesa tallada, sobre la cual resplandecía la espada de Rhiannon. El aire mefítico y la puerta baja del mamparo no del todo cerrada…, no del todo.

Ywain habló:

—Habrás probado un primer anticipo de lo que puedo hacer con vosotros. ¿Deseas probar el segundo, o preferirás decirme dónde está la Tumba de Rhiannon y qué otras cosas encontraste allí?

Carse replicó sin entonación alguna:

—Ya he dicho que no sé nada.

No miraba a Ywain. Aquella puerta interior le fascinaba, retenía su atención. En alguna parte, muy en el fondo de su mente, algo despertó y se puso en movimiento. Un presentimiento, un odio mortal, un horror que no se sentía capaz de comprender.

Lo que sí comprendía era que había llegado al punto culminante, al principio del fin. Un hondo estremecimiento le sacudió, poniendo involuntariamente sus nervios en tensión.

«¿Qué es esto que desconozco, pero que de algún modo casi logro recordar?» Ywain irguió el busto.

—Eres fuerte, y te envaneces de ello. Te crees capaz de resistir el castigo físico, posiblemente más del que yo me atrevería a infligirte. Creo que tienes razón. Pero existen otros medios. Recursos más rápidos e infalibles, contra los cuales nada puede la fuerza del hombre.

Entonces ella sorprendió la dirección de la mirada, que no se apartaba de la puerta interior.

—Me parece que adivinas lo que quiero decir —agregó con voz suave.

El rostro de Carse carecía por completo de expresión. El olor viscoso le agarrotaba la garganta como si fuese un humo. Lo sentía desenrollando sus volutas y dilatándose dentro de él, invadiendo sus pulmones, infiltrándose en su sangre. Era venenosamente sutil, cruel, frío, de una frialdad absoluta. Le temblaban las piernas, pero su mirada fija no se desvió ni un ápice.

Habló roncamente:

—Lo adivino.

—Bien, pues habla ahora y no será necesario abrir esa puerta.

Carse lanzó una carcajada, más bien un ladrido áspero y doloroso. Tenía los ojos nublados, delirantes.

—¿Para qué hablar? Luego me destruirías, a fin de asegurar el secreto.

Carse dio un paso adelante. Supo que se movía y que hablaba, aunque su propia voz sonaba lejana a sus oídos.

En su interior no había sino una oscura confusión. Las venas de las sienes se le hinchaban como cordeles llenos de nudos, y el pulso martilleaba su cerebro. La presión era como la de algo que va a estallar, a romper sus límites para recobrar la libertad.

No sabía por qué daba un paso adelante, hacia aquella puerta. No sabía por qué gritaba, con una voz que no era la suya:

—¡Abre pues, Hijo de la Serpiente!

Boghaz dejó oír un chillido desgarrador y se lanzó a un rincón, tapándose la cara. Ywain tuvo un sobresalto, asombrada y súbitamente pálida. La puerta se abrió poco a poco hacia dentro.

Detrás de ella no había nada, sino la oscuridad, y una sombra. Una sombra encapotada y encapuchado, y además tan acurrucada en la cabina a oscuras que apenas si parecía el espíritu de una sombra.

Pero allí estaba. Y el terrícola Carse, pronto atrapado en la trampa de su extraño destino, supo reconocer lo que era.

Era el terror, era el primitivo ser malvado que se arrastraba entre la hierba desde los comienzos de la creación, apartado de la vida pero espiándole con sus ojos cargados de antigua sabiduría, burlándose con su risa silenciosa, sin dar de sí otra cosa sino la muerte más amarga.

Era la Serpiente.

El mono primitivo que había en Carse quiso echar a correr para esconderse. Todas las células de su cuerpo temblaron de repugnancia, todos sus instintos le pusieron en guardia.

Pero no huyó, pues había en él una rabia más potente que el miedo, que le hizo olvidar a Ywain y a los demás, olvidarlo todo menos el impulso de aniquilar totalmente a la criatura que se agazapaba en la oscuridad.

Su propia rabia… ¿o algo más trascendental? ¿Algo nacido de una vergüenza y de un tormento que él nunca habría podido conocer?

Una voz le habló desde la oscuridad, suave y sibilante:

—Tú lo has querido. Así sea.

Se hizo un profundo silencio en la cabina. Scyld había retrocedido. Incluso Ywain se refugiaba al extremo opuesto de la mesa. El encogido Boghaz apenas respiraba.

La sombra se movió con un leve roce crujiente. Apareció un punto brillante sostenido por manos invisibles. Era un brillo que no arrojaba claridad a su alrededor. Carse creyó ver un cerco de diminutas estrellas, increíblemente lejanas.

Las estrellas empezaron a girar, recorriendo una órbita indescifrable y cada vez más de prisa, hasta convertirse en una rueda que hería la vista de un modo peculiar. Al mismo tiempo emitían una nota tenue y aguda, un canto diamantino que era como el infinito, sin principio ni fin.

¿Una canción, un reclamo entonado sólo para él? ¿O acaso le engañaba su oído? Imposible decirlo. Quizá la escuchaba tan sólo con su carne, con cada uno de sus nervios atormentados. A los demás, Ywain, Scyld y Boghaz, no parecía afectarles.

Carse se sintió traspasado por un frío que le invadía. Era como si las diminutas estrellas cantoras le llamasen desde las lejanías del universo, queriendo atraerle hacia las profundidades de un espacio donde el cosmos pudiese absorber sus reservas de calor y de vida hasta dejarle exhausto.

Le fallaron los músculos. Le pareció que sus tendones se fundían, sumergidos en la marea helada, al tiempo que se disolvía su cerebro.

Cayó poco a poco de rodillas. La canción de las diminutas estrellas continuaba sin cesar. Ahora podía entenderla. Estaba dirigiéndole una pregunta. Supo que, si contestaba a esa pregunta, podría dormir. Nunca despertaría de tal sueño, pero no importaba. Sentía miedo, pero si lograba dormir olvidaría también el miedo.

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