Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
Al salir a la cámara exterior se detuvo en seco. Allí había infinidad de objetos, extraños, voluminosos y brillantes, que no estaban cuando él entró.
¿De dónde habrían salido? ¿Quizá su permanencia dentro de la siniestra esfera fue más larga de lo que creía? ¿Tal vez aquellos objetos fueron hallados por Penkawr en alguna cripta secreta, y guardados allí hasta que volviese el ratero?
El asombro de Carse crecía sin límites a medida que iba contemplando aquellos objetos que ahora se exhibían junto a las cotas de malla y demás obras de artesanía vistas al entrar. El nuevo hallazgo no parecía formado por cosas de adorno, sino más bien por instrumentos delicadamente trabajados, de complicadas formas, cuya utilidad no lograba adivinar.
El más voluminoso de ellos era una rueda de cristal del tamaño de una mesita, montada horizontalmente sobre una esfera de metal mate. La llanta de la supuesta rueda estaba constelada de piedras preciosas, talladas en formas poliédricas perfectas. Había también otros aparatos más pequeños, hechos con prismas de cristal y tubos articulados, y otros que parecían anillos metálicos concéntricos, así como serpentinas y haces de tuberías.
Aquellos objetos, ¿podían ser los restos incomprensibles de una antiquísima ciencia marciana, totalmente desconocida hasta entonces? Tal suposición parecía inverosímil. El Marte del remoto pasado, según los eruditos, había sido un mundo de saber rudimentario, un mundo de corsarios portadores de espadas, cuyas galeras y reinos habían chocado en océanos ya desaparecidos.
Sin embargo, ¿podía ser que en un Marte del pasado aún más remoto existiese una ciencia de recursos ahora desconocidos e indescifrables?
«Pero ¿dónde pudo encontrarlos Penkawr, cuando no los habíamos visto antes? Y ¿por qué se ha ido sin llevarse nada?»
Al recordar a Penkawr comprendió que cada instante de vacilación era una ventaja concedida al pequeño ratero. Blandiendo la espada con energía, Carse giró sobre sus talones y cruzó a la carrera el pasillo de piedra que daba al exterior.
A medida que avanzaba, Carse notó que la atmósfera de la tumba tenía una humedad extraña. Ésta se condensaba en forma de agua sobre las paredes. Al entrar no había observado aquella humedad tan poco marciana, y ello le sorprendió.
«Probablemente serán filtraciones de algún caudal escondido, como los que alimentan los canales —pensó—. Pero no estaban aquí antes.»
Dirigió la mirada al suelo del corredor. La capa de polvo era tan gruesa como la que había visto al entrar. Pero ahora no se veían en ella huellas de pasos. Ninguna pisada, excepto las que iba imprimiendo él mismo.
Una duda horrible, una sensación de irrealidad, agarrotaron a Carse. La humedad antimarciana, la desaparición de las pisadas…, ¿qué había ocurrido con todas las cosas mientras él estuvo encerrado dentro de la burbuja negra?
Llegó al final del corredor de piedra. Estaba cerrado, condenado por una enorme losa monolítica de piedra.
Deteniéndose en seco, Carse miró la losa con ojos desorbitados. Luchando contra la creciente sensación de espantosa irrealidad, quiso buscar una explicación racional.
—Esa puerta de piedra debía estar ahí, aunque yo no la viese… y Penkawr la habrá cerrado Para evitar que le persiguiese.
Intentó apartar la losa. Ésta no se movió. Además, no presentaba ni rastros de cerradura, tirador o bisagra de ninguna especie.
Por último, Carse retrocedió un par de pasos y sacó la pistola de protones. El rayo atronador de fuego atómico reverberó sobre la piedra, rompiéndola y arrojando fragmentos en todas direcciones.
Era una piedra muy gruesa. Mantuvo el gatillo apretado durante varios minutos. Entonces la losa se rajó con un estampido hueco, reverberante, y los pedazos cayeron hacia dentro.
Pero al otro lado no apareció el aire libre, sino una capa maciza de tierra color rojo oscuro.
—Toda la tumba de Rhiannon… sepultada, ahora. Penkawr se habrá propuesto enterrarme vivo.
Carse no lo creía en realidad. No creía ni una sola palabra, pero deseaba creer, porque empezaba a sentirse más y más espantado. Y la causa de su espanto era una causa imposible.
Ciego de rabia, siguió dirigiendo el rayo de su pistola para abrir zanja en la masa de tierra que bloqueaba la salida. Así trabajó largo rato, hasta que de súbito el rayo cesó por haberse agotado la carga de la pistola. Arrojó a un lado el arma inutilizada y atacó la masa calcinada y humeante con la espada.
Jadeante, sudoroso, con la mente hundida en un torbellino de especulaciones confusas, excavó el terreno blando hasta ver ante sí una rendija de brillante luz diurna.
¿Luz diurna? Entonces, había permanecido en la misteriosa burbuja de oscuridad más tiempo del que creyó.
Una corriente de aire penetró a través de la rendija, dándole en el rostro. Era aire caliente. Un viento caliente y húmedo, absolutamente insólito en los desiertos de Marte.
Carse terminó de abrirse paso y salió afuera, a la luz del día.
Hay circunstancias en que uno se queda sin emoción, sin reacciones. Circunstancias en que todos los centros nerviosos quedan embotados; los ojos ven y los oídos oyen, pero nada de eso es recogido por el cerebro, el cual se protege así para no caer en la locura.
Por último quiso reírse de lo que veía, pero su propia risa le sonó como un sollozo forzado y sofocante.
—Un espejismo, ¡claro! —susurró—. No es más que un gran espejismo. Grande como todo Marte.
La brisa caliente agitó su cabello leonado y le ciñó la capa contra las piernas. Una nube viajera ocultó el sol por breves instantes, y en algún lugar se oyó el estridente grito de un pájaro. Carse permaneció inmóvil.
Estaba viendo un océano.
La vasta extensión de agua en perpetua agitación alcanzaba hasta el horizonte, blanquecina, lanzando destellos de una trémula fosforescencia visible incluso a pleno día.
—Un espejismo —insistió con tozudez, mientras su mente en desvarío se aferraba con la desesperación del pánico a aquella única explicación—. Eso debe ser, puesto que todavía estoy en Marte.
Era Marte, en efecto, era todavía el mismo planeta. Las mismas colinas que había cruzado con Penkawr la pasada noche.
Aunque, bien mirado, ¿eran realmente las mismas? Antes, la cueva de entrada a la Tumba de Rhiannon quedaba al pie de una pared de roca. Ahora Carse estaba sobre una extensa ladera cubierta de hierba.
A sus pies se extendía una cadena de lomas verdes y manchas sombrías de bosque, donde antes era todo desierto. Colinas verdes, arbolado verde y un río plateado que serpenteaba por un desfiladero hacia lo que antes era un fondo marino seco, pero ahora… era el mar.
Carse volvió hacia éste sus ojos enturbiados, recorriendo la extensa línea costera hasta donde se perdía en la lejanía. Y allí lejos, sobre aquella costa bañada por el sol y el mar, distinguió los blancos perfiles de una ciudad, y supo que era Jekkara.
Jekkara, rutilante y viva entre verdes colinas y un poderoso océano. Un océano inexistente en Marte desde hacía casi un millón de años.
Matthew Carse supo entonces que no se trataba de ningún espejismo. Se dejó caer sentado en el suelo y ocultó el rostro entre las manos. Su cuerpo era sacudido por dolorosos estremecimientos, y clavó las uñas en su propia carne hasta que hizo correr la sangre por sus mejillas.
Por fin había comprendido lo que le ocurrió dentro de aquel remolino de oscuridad. Creyó escuchar una voz helada repitiendo las amenazantes palabras de cierta inscripción, como ecos de un trueno lejano.
«Los Quiru son los amos del Espacio y del Tiempo… del Tiempo…, ¡DEL TIEMPO!» Mientras contemplaba con los ojos muy abiertos las verdes colinas y el blanquecino mar, Carse hizo un tremendo esfuerzo por asimilar lo inconcebible.
«He sido arrojado al pasado de Marte. Durante toda mi vida estudié ese pasado, concentré mi fantasía en él. Ahora lo estoy viviendo. Yo, Matthew Carse, arqueólogo, renegado y profanador de tumbas.
»Los Quiru, cualesquiera que fuesen sus razones, construyeron un acceso, y yo he pasado por él. Para nosotros el Tiempo es la dimensión desconocida, ¡pero los Quiru lo conocían!»
Carse había estudiado las ciencias. Para llegar a ser un arqueólogo interplanetario era preciso dominar los fundamentos de media docena de disciplinas, por lo menos. Frenéticamente, pasó revista a su memoria en busca de una explicación.
¿Tal vez había sido acertada su primera intuición acerca de aquella burbuja de oscuridad? ¿Y si fuese realmente una discontinuidad del universo? En tal caso, podía entender lo ocurrido, siquiera fuese aproximadamente.
Pues el continuum espacio-temporal era cerrado, finito. Esto lo habían demostrado Einstein y Riemann hacía muchos años.
Sin embargo, él fue arrojado fuera de dicho continuum, para volver a entrar en él… pero en una dimensión temporal distinta de la propia.
¿Podía ser ése el significado de lo escrito por Kaufman? «El Pasado no es sino el Presente-que-existe-a-cierta-distancia.» En tal caso, Carse no habría hecho sino regresar a ese otro Presente lejano. Eso era todo; no había motivo para asustarse.
Pero no por eso dejaba de estar asustado. El horror de aquella transición delirante a un Marte verde y feraz, como debió de serlo milenios atrás, arrancó de sus labios un grito de espanto.
Ciegamente, sin darse cuenta de que aún empuñaba la valiosa espada, se puso en pie de un salto, disponiéndose a regresar a la escondida Tumba de Rhiannon.
—Puedo volver por el mismo camino, cruzando de nuevo esa discontinuidad del universo.
Se detuvo con el cuerpo recorrido por un temblor convulsivo. No se veía capaz de enfrentarse otra vez a aquella masa de negrura hirviente; no se atrevería a sumergirse de nuevo entre dimensiones infinitas.
No se atrevía. Él no poseía la ciencia de los Quiru. En aquella peligrosa inmersión a través del tiempo, sólo un azar había determinado su salida al pasado remoto. No podía contar con que otra casualidad le devolviese a su propia época, en el lejano futuro.
«Aquí estoy —se dijo—. Estoy en el pasado inmemorial de Marte, y aquí me quedo.»
Volvió sobre sus pasos y se detuvo para recorrer con la mirada aquel espectáculo increíble. Así permaneció largo rato, inmóvil. Las aves marinas se acercaban, contemplándose unos instantes para luego alejarse con un quiebro de sus alas blancas y puntiagudas. Las sombras empezaron a alargarse.
Volvió la mirada hacia las blancas torres de Jekkara, allá a lo lejos, espléndidas bajo el sol que descendía sobre el puerto. No era la Jekkara que él conocía, madriguera de ladrones de los Canales Bajos, campo de ruinas cubiertas de polvo, pero al menos suponía una relación con algo familiar. Relación que Carse necesitaba desesperadamente.
A Jekkara encaminaría sus pasos, pues, procurando no pensar. Tendría que abstenerse de pensar, o de lo contrario iba a perder la razón.
Carse aferró el puño enjoyado de la espada y empezó a bajar por la cuesta verdeante de hierba.
Era largo el camino hasta la ciudad. Carse anduvo a paso regular, sin darse prisa. No se molestó en buscar los senderos más fáciles, sino que pasaba por encima de todos los obstáculos para no desviarse de la recta que le conducía a Jekkara. La capa le molestaba y se la quitó. Tenía el rostro inexpresivo, pero le corría sudor por las mejillas, mezclado con la sal de las lágrimas.
Anduvo entre dos mundos. Cruzó valles adormecidos por el calor de aquel día veraniego, donde las ramas de árboles de especie desconocida le azotaron el rostro, y la savia de las hierbas que iba pisando manchó sus sandalias. Animales alados huían ante su presencia con un revoloteo mientras otros, peludos de ágiles patas, se ocultaban sigilosamente. Y sin embargo, Carse no podía olvidar que estaba caminando por un desierto, donde incluso el viento había olvidado ya los nombres de los muertos a quienes evocaba con su fúnebre aullido.
Bordeó acantilados desde donde se dominaba el mar y podían escucharse los rugidos del oleaje al romper en las playas. Pero él no lograba ver otra cosa sino una inmensa llanura muerta, un fondo ligeramente ondulado de médanos arenosos hasta donde empezaba la roca desnuda de la orilla. No se olvidan tan fácilmente las realidades de treinta años, de toda una vida.
El sol descendía poco a poco hacia el horizonte. Cuando Carse coronó la última altura antes de llegar a la ciudad e iba a emprender el descenso, el cielo se había convertido en una cúpula de fuego. El océano parecía arder, al teñirse su fosforescencia blanca del mismo color que las nubes, Maravillábase Carse observando aquella sinfonía de oro, púrpura y carmín que invadía la curvatura del cielo y se derramaba sobre las aguas.
Desde la pendiente donde se hallaba, podía abarcar todo el puerto. Los muelles de mármol que creyó conocer tan bien, erosionados y rotos por la edad y la incesante acción de las arenas, solitarios bajo la claridad lunar, eran efectivamente los mismos. Pero ahora, como por obra de un espejismo, el recinto portuario aparecía bañado por el mar.
Navíos de carga, de abombado casco, se alineaban en los muelles; la brisa vespertina llevaba hasta los oídos de Carse el griterío de los descargadores y los sudorosos esclavos. Las barcazas iban y venían sin cesar, y más allá de la bocana pudo distinguir la flota pesquera de Jekkara, regresando después de la faena en alta mar, con sus velas de color cinabrio recortándose contra el cielo de Poniente.
Junto a los muelles de Palacio, muy cerca del lugar adonde fuera conducido por Penkawr para ver la espada de Rhiannon, vio una galera de guerra, larga y negra, con su espolón de bronce.
Parecía una pantera negra, agazapada en busca de su presa.
Otras galeras la franqueaban. Y, dominándolo todo, altas y orgullosas, las blancas torres del palacio.
«¡He vuelto al remoto pasado de Marte, en efecto! ¡Esto es Marte hace un millón de años, tal como siempre lo ha descrito la arqueología!»
Un planeta de civilizaciones en conflicto, que apenas desarrollaron ciencias propias, dejando en cambio numerosas leyendas sobre la infinita sabiduría de los Quiru, criaturas de una edad aún más remota.
«¡Un planeta del pasado desaparecido, que según las leyes de Dios ningún hombre de mi tiempo estaba destinado a ver!»
Matthew Carse se estremeció como si hubiera sentido frío.
Andando despacio, muy despacio, bajó hacia las calles de Jekkara. Bajo el crepúsculo, le pareció como si toda la ciudad estuviese manchada de sangre.