Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
—Tú sí podrás venderla, Carse. Pásala de contrabando a Kahora y no faltarán terráqueos dispuestos a pagar una fortuna por ella.
—Eso pienso hacer —asintió Carse—. Pero antes buscaremos los demás objetos de esa tumba.
Penkawr sudaba de angustia. Al cabo de un largo rato replicó:
—Conténtate con la espada, Carse. Es suficiente.
Le pareció a Carse que la angustia de Penkawr era una mezcla de codicia y miedo. Y no era temor a los jekkaranos, sino a otra cosa, a algo que debía ser verdaderamente terrible, puesto que vencía a la avaricia de un Penkawr.
Carse lanzó un juramento despectivo.
—¿Acaso tienes miedo del Maldito? ¿Estás temblando por una simple leyenda, tejida quizás alrededor de algún viejo rey fenecido hace un millón de años?
Se echó a reír y esgrimió la espada, haciéndole lanzar destellos a la luz de la linterna.
—No te preocupes, pequeñín. ¡Yo ahuyentaré los espíritus de los difuntos! Piensa en el dinero que podría ser tuyo. Podrías tener un palacio de tu propiedad, con cien esclavas dedicadas a hacerte dichoso.
En las facciones del marciano, el pánico luchaba con la codicia.
—Había algo allí, Carse. Algo que me espantó, sin saber por qué.
Pero la codicia ganaba por fin. Penkawr se humedeció los labios resecos.
—Aunque, bien mirado, tal vez no sea más que una leyenda, como tú dices. Y hay tesoros allí… sólo con la mitad que me corresponde tendría de sobra para vivir con más lujo del que nunca soñé.
—¿La mitad? —repitió Carse con sorna—. Te equivocas, Penkawr. A ti te toca una tercera parte.
La rabia desfiguró el rostro de Penkawr, quien se puso en pie de un salto.
—Pero ¿qué te figuras? ¡Yo descubrí la tumba! ¡Es un secreto mío! —Carse se encogió de hombros.
—Si no te gusta el reparto, puedes quedarte con tu secreto. Guárdatelo… que ya se encargarán de sacártelo con tenazas al rojo tus «hermanos» de Jekkara, cuando yo les haya contado tu descubrimiento.
—¡Serías capaz! —se ahogó de ira Penkawr—. ¿Irías a decírselo para que acabaran conmigo?
El ratero miraba a Carse con furor impotente, mientras su adversario se erguía en toda su estatura a la luz de la linterna, con la espada en la mano, la capa medio caída de su hombro desnudo, y el collar y el cinto robados de un tesoro real lanzando destellos. No había la menor blandura en Carse, ni disposición alguna a hacer concesiones. Los desiertos y los estíos de Marte, las hambres, los fríos y los calores, le habían templado y resecado hasta no dejar más que los huesos y los nervios de hierro.
Penkawr se estremeció.
—Muy bien, Carse. Te conduciré allí… a cambio de la tercera parte del botín. —Carse asintió y sonrió.
—Me lo figuraba.
Dos horas más tarde, se encontraban en las negras colinas, erosionadas por el tiempo, que dominaban Jekkara y el lecho del mar muerto.
Aquella hora avanzada era la preferida de Carse, pues le parecía que Marte se mostraba entonces bajo su más auténtico aspecto. Hacía pensar en un viejo guerrero, envuelto en una capa negra y con una espada rota entre las manos, perdido, añorando la llamada del clarín y las risas y el vigor de la juventud.
El polvo de las antiguas colinas sollozaba bajo el viento eterno conjurado por Fobos, y las estrellas tenían un brillo sobrenatural. Las luces de Jekkara y la gran llanura negra del mar muerto quedaban ahora muy lejos debajo de ellos. Penkawr le conducía hacia los desfiladeros, mientras sus extrañas monturas escalaban con agilidad asombrosa la traicionera cuesta.
—Así fue como tropecé con el lugar —explicó Penkawr—. Al pasar un saliente, metí el pie en un agujero… que fue haciéndose más grande a medida que se hundía la arena, y allí estaba la tumba, excavada en la misma roca del desfiladero. Pero la entrada estaba obstruida cuando yo la encontré.
A estas palabras hizo alto y se volvió para mirar a Carse con un fulgor amarillento en los ojos.
—Sí, yo la encontré —repitió—. Sigo sin comprender por qué he de cederte a ti la parte del león.
—Porque yo soy el león —replicó alegremente Carse.
Azotó el aire con la espada, satisfecho al comprobar cómo se adaptaba al flexible juego de su muñeca, y contemplando cómo resbalaba el reflejo de las estrellas a lo largo de la hoja. El corazón le latía con fuerza; era la emoción del arqueólogo, tanto como la del saqueador.
Conocía incluso mejor que Penkawr la importancia de aquel descubrimiento. La historia marciana abarca un lapso tan enorme, que su pasado se convierte en una niebla de donde sólo emergen vagas leyendas…, relatos acerca de razas humanas y semihumanas, de guerras olvidadas, de dioses muertos.
Los más grandes entre aquellos dioses fueron los Quiru, héroes divinizados que eran a la vez humanos y sobrehumanos, que poseían el poder y la sabiduría. Pero hubo entre ellos un rebelde…, el oscuro Rhiannon, el Maldito, cuyo pecado de orgullo acarreó quién sabe qué catástrofe misteriosa.
Por ese pecado, según el mito, los Quiru aplastaron a Rhiannon y lo encerraron en una tumba secreta. Y durante más de un millón de años, los hombres buscaron la Tumba de Rhiannon, pues confiaban en hallar allí el secreto de los legendarios poderes de Rhiannon.
Carse era demasiado versado en arqueología como para conceder mucha importancia a las viejas leyendas. Pero estaba seguro de que debía existir en alguna parte una tumba de incalculable antigüedad, que debió dar origen a todos aquellos mitos.
Tratándose de la más antigua reliquia de Marte, la tumba y los objetos que contuviera harían de Matthew Carse el hombre más rico de los tres mundos… si lograba sobrevivir a la aventura.
—Por aquí —dijo Penkawr de repente.
Había viajado largo rato en silencio, meditabundo.
Estaban en la parte más alejada de las colinas, a espaldas de Jekkara. Carse siguió al pícaro por un estrecho sendero, al pie de una pared de roca.
Penkawr desmontó y empujó un grueso pedrusco, revelando una cavidad en la roca. Por el agujero podía pasar con cierta dificultad un hombre.
—Tú primero —dijo Carse—. Toma la linterna.
Penkawr obedeció a regañadientes, y Carse le siguió al interior de la madriguera.
Al principio no vieron sino la oscuridad más impenetrable allí donde no llegaba la luz de la linterna de kriptón. Penkawr avanzaba furtivamente, encogiéndose como un chacal asustado.
Carse le quitó la linterna y la levantó por encima de la cabeza. La tortuosa entrada daba a un corredor excavado en la roca viva. Era de sección cuadrada y sin ornamentos, aunque la piedra aparecía espléndidamente pulida. Echó a andar por el mismo, seguido de Penkawr.
Al final del corredor había una vasta cámara. Era también cuadrada y de una sencillez magnífica, hasta donde Carse pudo abarcar. Al fondo se veía un estrado con un altar de mármol, que ostentaba un símbolo idéntico al grabado en la cruz de la espada: el ouroboros en figura de serpiente alada. Pero aquí el círculo estaba roto, la cabeza de la serpiente levantada como para mirar hacia algún nuevo infinito.
La voz de Penkawr se dejó oír como un ronco susurro por encima de su hombro.
—Aquí fue donde encontré la espada. Hay otras cosas en esta cámara, pero no he querido tocarlas.
Carse ya había entrevisto algunos objetos alineados junto a las paredes de la gran cámara, brillando tenuemente a la luz de la linterna. Colgó ésta de su cinturón y se dispuso a examinar los hallazgos.
¡Era un tesoro, en efecto! Había cotas de malla que eran verdaderas obras maestras de la artesanía, enjoyadas con piedras preciosas de variedades desconocidas. Había cascos de extrañas formas, cuyo metal lanzaba insólitos destellos. Halló también una silla grande a modo de trono, ejecutada en oro con arabescos de un metal oscuro; cada brazo lucía una gran gema de color leonado.
Carse comprendió que todas aquellas cosas eran increíblemente antiguas. Debían proceder de los más lejanos lugares de Marte.
—¡Démonos prisa, por favor! —suplicó Penkawr.
Carse se relajó y sonrió, burlándose de su propio descuido.
Por unos momentos, su personalidad de estudioso había suplantado a la del saqueador.
—De momento nos llevaremos sólo los objetos pequeños y muy adornados de piedras preciosas —dijo Carse—. Con este primer viaje ya seremos ricos.
—Pero tú serás el doble de rico que yo —replicó Penkawr con rencor—. Conozco a un terrícola de Barrakesh que me habría comprado estos objetos por la mitad de su valor.
Carse soltó una carcajada.
—Debiste recurrir a él, Penkawr. Cuando uno contrata los servicios de un buen especialista, debe saber que se exigen honorarios fuertes.
En su recorrido por la cámara se había acercado de nuevo al altar. Entonces observó que había una puerta al lado del mismo, y la traspasó, seguido a regañadientes por Penkawr.
La entrada daba a un corto pasillo, que terminaba en una maciza puerta de metal, fuertemente atrancada. Pero alguien había retirado las trancas y la puerta cedía. Sobre el dintel se veía una inscripción, grabada en los antiguos e inmutables caracteres del idioma alto marciano. Carse la leyó con soltura debida a una larga práctica.
¡Sea ésta la condena de Rhiannon, por los siglos de los siglos, según el veredicto de los Quiru, amos del Espacio y del Tiempo!
Carse empujó la puerta de metal y entró. En seguida se inmovilizó como una estatua, con los ojos muy abiertos.
Al otro lado de la puerta sólo había otra cámara, tan grande como la anterior. Pero en esta cámara no se veía sino una sola cosa.
Era como una gran burbuja de oscuridad. Una enorme esfera hirviente de negrura, atravesada por diminutas partículas de brillo sombrío, como estrellas fugaces vistas desde algún planeta ignoto. Ante aquella siniestra burbuja de tremenda oscuridad, la luz de la linterna se quebraba y parecía retroceder con espanto.
Un temblor, un relámpago helado recorrió el cuerpo de Carse. Podía ser pavor, superstición o una especie de fuerza puramente física. Sintió que se le ponían los pelos de punta y le pareció como si la carne fuese a desprenderse de sus huesos. Quiso hablar y no pudo, con la garganta estrangulada por el pánico y la tensión.
—Esto era ese algo del que te hablé —susurró Penkawr—. La cosa que vi la primera vez. —Carse apenas le oía. Su cerebro estaba sacudido por una conjetura tan vertiginosa, que apenas conseguía abarcarla. Sentía el delirio de los científicos, el éxtasis del descubrimiento, tan semejante a la misma locura.
Aquella burbuja de temerosa oscuridad… era extrañamente parecida a la oscuridad de esos agujeros negros, allá en los remotos confines de la galaxia, donde los sueños de los científicos han querido ver una anomalía del continuum espacio-temporal: ¡ventanas hacia el infinito exterior a nuestro universo!
Increíble, sin duda. Y sin embargo, aquella misteriosa inscripción de los Quiru… Fascinado por aquel algo, pese a su aureola de peligro, Carse avanzó dos pasos.
Oyó el ligero roce de las sandalias sobre el piso de piedra, a su espalda. Penkawr se movía con rapidez, y Carse comprendió en una fracción de segundo que había cometido un error al volver la espalda a su rencoroso acompañante. Hizo ademán de volverse, levantando la espada.
Las manos de Penkawr le empujaron antes de que pudiera completar su acción. Al instante, Carse supo que sería arrojado a la oscuridad hirviente.
Sintió una conmoción desgarradora, terrible, que torturó todos los átomos de su cuerpo, y luego perdió el mundo de vista.
—¡Ve a compartir la maldición de Rhiannon, terrícola! ¡Ya te dije que podía encontrar otro comprador!
Los estridentes gritos de Penkawr parecían llegar desde muy lejos, mientras Carse caía por un abismo infinito, negro y sin fondo.
Carse creyó caer por un abismo tenebroso, azotado por todos los vientos aulladores del espacio, Una caída eterna, eterna, con el horror intemporal y sofocante de una pesadilla.
Luchó con el coraje ciego de un animal atrapado en una trampa desconocida. Pero no fue una lucha física, pues de nada le valía el cuerpo en aquel vacío lóbrego y ensordecedor. Fue un combate mental, una afirmación del amor propio viril, un esfuerzo por terminar aquella caída vertiginosa a través de la nada.
Y mientras caía le sacudió una nueva impresión, aún más terrorífica. Sintió que no estaba solo en aquel despeñarse a través del infinito como en una pesadilla. Fue como tener al lado, muy cerca, una presencia oscura, fuerte y palpitante que pretendía apoderarse de él, encerrar el cerebro del hombre entre sus dedos ávidos.
Carse hizo un esfuerzo mental supremo y desesperado. El vértigo de la caída pareció alejarse, y luego sintió el roce de la piedra firme bajo los pies y las manos. Gateó con frenesí hacia delante, haciendo esta vez un intenso esfuerzo físico.
De manera bastante inopinada, se encontró fuera de la burbuja negra, de bruces sobre el suelo de la cámara interior de la Tumba.
—¡Por los Nueve Infiernos! ¿Pero qué…? —empezó con voz insegura, interrumpiéndose al advertir que su juramento sonaba lastimosamente, en comparación con lo que acababa de ocurrir.
La pequeña linterna de kriptón enganchada al cinto aún despedía su resplandor rojizo, y la espada de Rhiannon brillaba en su mano.
Y allí, a medio metro de él, hervía la amenazante burbuja de oscuridad recorrida por corrientes de fulgor diamantino.
Carse comprendió que toda su pesadilla de caída a través del espacio había ocurrido durante el lapso de tiempo en que estuvo dentro de la burbuja. Bien mirado, ¿qué maldito truco de ciencia antigua podía ser aquél? Algún extraño remolino perpetuo de fuerzas, inventado por aquellos misteriosos Quiru de la leyenda, se dijo.
Pero ¿cómo creyó caer a través del infinito mientras permanecía dentro de aquella… cosa? ¿De dónde provino la terrible sensación de unos dedos titánicos ávidamente alargados hacia su cerebro mientras él caía?
«Un truco de la vieja ciencia Quirú —se dijo con desmayo—. Y las supersticiones de Penkawr le hicieron creer que me mataría al empujarme ahí dentro.»
¡Penkawr! Incorporándose de un salto, Carse esgrimió la espada de Rhiannon, que lanzó destellos amenazadores.
—¡Maldita sea su estampa de pillo!
Aunque Penkawr ya no estaba allí, no podía andar muy lejos. Carse salió de la cámara con cara de pocos amigos.