Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
Pronto se vio entre paredes. Había un velo ante sus ojos y un zumbido en sus oídos, pero no dejó de advertir la presencia de otras personas. Mujeres y hombres delgados, frágiles, que se cruzaban con él en las angostas calles, se hacían a un lado para dejarle pasar, continuaban su camino y luego se detenían, volviéndose para mirarle. Era la gente morena y felina de Jekkara: la de los Canales Bajos y la de esta otra época.
Oyó la música de los laúdes y el tintineo de las campanillas que llevaban las mujeres. El viento le acariciaba el rostro, pero era un viento húmedo y caliente, cargado de aromas salobres del mar, casi más de lo que uno podía soportar.
Carse siguió andando, aunque sin saber adónde iba ni qué debía hacer. Continuaba sólo por hallarse ya en movimiento, porque no tenía arrestos ni para detenerse.
Estólido, ciego, como un embrujado, moviendo maquinalmente un pie después del otro, recorrió las calles rodeado de morenos jekkaranos: un hombre rubio y corpulento con una espada desnuda en la mano.
Los habitantes de la ciudad le observaban. La gente acudía del puerto, de las tabernas y de las retorcidas callejuelas cercanas. La multitud se apartaba para dejarle pasar, y se cerraba de nuevo a su espalda para seguirle, sin apartar la vista de su figura.
Entre uno y otros se abría un abismo de milenios. Las ropas del forastero eran de una tela extraña, de un tinte desconocido.
Los adornos que lucía eran de un tiempo y un lugar que ellos no llegarían a ver jamás. Y su rostro era el de un extranjero.
La misma extrañeza les hizo contenerse durante algún tiempo. Era como si hubiese llegado hasta ellos un hálito de la increíble verdad, atemorizándolos. Luego, alguien pronunció un nombre y otro lo repitió. En cuestión de segundos, el misterio y el miedo se disiparon… dejando espacio para el odio.
Carse oyó el nombre. Tenuemente, como desde una gran distancia, lo oyó mientras el susurro se convertía en un aullido, contestado de callejuela en callejuela como la contraseña de una manada de lobos.
—¡Khond! ¡Khond! ¡Un espía de Khondor! —gritaban, y luego otra palabra—: ¡Matadlo!
El nombre de «khond» no significaba nada para Carse, aunque entendió lo que era: un insulto y una amenaza. El vocerío de la muchedumbre le anunciaba la muerte, y quiso ponerse a la defensiva. Es muy fuerte el instinto de conservación. Pero su cerebro estaba embotado y no consiguió despertar.
Una piedra le golpeó en la mejilla. El dolor físico le hizo volver un poco en sí. Se le llenó la boca de sangre. El sabor entre dulce y salado le advirtió que acababa de empezar la destrucción. Quiso apartar a un lado los velos negros, para ver, por lo menos, al enemigo que le amenazaba.
Había salido a una especie de plaza, junto a los muelles.
Ahora, bajo el crepúsculo, el mar ardía en un resplandor blanco y frío. Acababa de salir Fobos, y a la media luz Carse vio seres que trepaban por el cordaje de las embarcaciones, y advirtió que eran peludos, iban encadenados y no parecían del todo humanos.
Y en el muelle vio dos hombres esbeltos, de piel blanca, que tenían alas. Llevaban el taparrabos propio de los esclavos y les habían roto las alas.
La plaza estaba llena de gente. La multitud iba incrementándose con los que salían por las bocacalles, atraídos por el grito de «¡un espía!», que arrancaba ecos a los muros de las casas.
El nombre de «Khondor» martilleaba los oídos de Carse.
Un grito ferviente se alzaba en el muelle, de entre los esclavos alados y los individuos encadenados a bordo de los navíos.
—¡Arriba, Khondor! ¡Pelea, hombre!
Las mujeres chillaban como arpías. Otra piedra zumbó cerca de su oído. La multitud empujaba y amagaba el ataque directo, pero los que estaban más cerca de Carse se echaban atrás, atemorizados por la gran espada con su empuñadura de pedrería y su brillante hoja.
Carse lanzó un potente grito y giró en redondo haciendo zumbar el aire con un molinete de su espada. Los jekkaranos, que esgrimían armas cortas, retrocedieron con espanto.
Otra vez oyó gritar desde el muelle:
—¡Arriba, Khondor! ¡Muera la Serpiente! ¡Muera Sark! ¡Pelea, khond! —Sabía que los esclavos le habrían ayudado, si hubieran podido.
Una parte de su cerebro estaba empezando a funcionar ahora…, aquella parte que poseía una larga experiencia en asuntos de salvar el pellejo. Se hallaba a pocos pasos de los edificios que tenía a la espalda. Volviéndose, saltó de repente al tiempo que ejecutaba otro molinete con el deslumbrador acero. Por dos veces hirió en la carne de sus enemigos, y luego consiguió ganar la puerta de un remendón de velas. Ahora tendrían que atacarle de frente. Era una ventaja muy pequeña, pero cada segundo que pudiera alargar su vida era un segundo ganado.
Se defendió trazando ante sí un encaje de acero y luego ladró, expresándose en el mismo idioma alto marciano de sus adversarios:
—¡Teneos! ¡Yo no soy Khond!
La multitud rompió en una carcajada burlona:
—¡Dice que no es de Khondor!
—¡Tus paisanos te han saludado, khond! ¡Abajo todos los Nadadores y los Hombres-pájaro!
Carse gritó:
—¡No! ¡No soy de Khondor! ¡Ni siquiera soy…!
Se interrumpió de repente. Había estado a punto de afirmar que no era de Marte.
Una muchacha de ojos verdes, casi una niña, se adelantó hasta casi penetrar en el círculo mortal de su espada. Mostraba sus dientes blancos con una mueca de rata.
—¡Cobarde! —chilló—. ¡Estúpido! ¿Dónde, si no en Khondor, nacen hombres como tú, con el cabello sin color y la piel lívida? ¿De dónde ibas a salir tú, torpe desgraciado de bárbaro lenguaje?
La mirada ausente pareció volver a los ojos de Carse cuando replicó:
—Soy de Jekkara.
Hubo otra risotada. Las risas fueron tan estrepitosas que hicieron vibrar todas las casas de la plaza. Ahora le habían perdido todo el respeto. Con sus mismas palabras había revelado ser lo que dijo la muchacha, un cobarde y un estúpido. Cargaron contra él casi despreciativamente.
Aquella masa de rostros iracundos y de espadas cortas asestadas contra él fue demasiado para Carse. Esgrimió con rabia la terrible espada de Rhiannon, aunque su furor no se volvía tanto contra la plebe asesina, como contra la jugada del destino que le había arrojado a un mundo hostil.
Muchos cayeron, heridos por la tizona enjoyada, y los demás retrocedieron. Luego permanecieron en acecho, como chacales acorralando a un lobo. En seguida, el rumor de la muchedumbre se convirtió en un grito de triunfo.
—¡Ahí llegan los soldados de Sark! ¡Ellos nos harán el favor de cortar en pedazos al espía khond!
De espaldas contra una puerta cerrada, jadeante, Carse vio que una reducida falange de guerreros con casco negro y coraza negra se abría paso entre el populacho como un barco entre el oleaje.
Avanzaban derecho hacia él, y los jekkaranos gritaban ya de júbilo ante la perspectiva de la matanza.
La puerta en que se apoyaba Carse cedió de improviso, abriéndose hacia dentro. Al dar un paso atrás, se halló en la más negra oscuridad.
Mientras se tambaleaba procurando recobrar el equilibrio, la puerta se cerró. Oyó que echaban la tranca, y luego una risa ronca y gutural, muy cerca de él.
—Eso los entretendrá un rato. Pero será mejor largarnos de aquí cuanto antes, khond. Los soldados de Sark no tardarán en despedazar la puerta.
Carse se volvió con la espada en alto, pero no pudo ver nada en la oscuridad de la habitación. Olía a cáñamo y alquitrán, así como a polvo, pero le fue imposible distinguir cosa alguna.
Los de fuera aporreaban frenéticamente la puerta. Luego los ojos de Carse, acostumbrados a la oscuridad, lograron entrever el bulto de un tipo grueso y corpulento que estaba a su lado.
Era un marciano alto y voluminoso, de fofo aspecto. La falda que llevaba, a modo de kilt, parecía quedarle ridículamente pequeña. Su cara redonda y grasienta se plegaba en una sonrisa tranquilizadora, y sus ojos diminutos contemplaban sin temor alguno la espada levantada de Carse.
—Yo tampoco soy de Jekkara, ni de Sark —dijo en tono apaciguador—. Soy Boghaz Hoi de Valkis, y atiendo a mis propios motivos para ayudar a cualquiera que sea khond. Pero hemos de darnos prisa.
—¿Para ir adónde?
Carse había hablado entrecortadamente, jadeando todavía por el esfuerzo de la lucha.
—A lugar seguro…
El otro se interrumpió, mientras los golpes al otro lado de la puerta se hacían cada vez más insistentes.
—Son los de Sark. Yo me largo. Puedes venir conmigo o quedarte, khond. Como prefieras.
Dicho esto se volvió hacia el fondo del cuarto oscuro, moviéndose con agilidad sorprendente para una persona de su corpulencia. No se volvió para comprobar si Carse le seguía.
En realidad, a Carse no le quedaba otra elección. Medio aturdido como estaba aún, no era cuestión de hacer frente a aquellos soldados armados hasta los dientes, así como a la plebe jekkarana. Decidió seguir a Boghaz Hoi.
El valkisiano rió por lo bajo mientras su enorme corpachón pasaba por un ventanuco abierto en la parte posterior del cuarto.
—Conozco hasta la más insignificante ratonera de este puerto. Por eso, cuando te vi acorralado de espaldas contra la puerta del viejo Taras Thur, me limité a entrar por detrás y abrí. ¡Rescatado en sus propias narices!
—Pero ¿por qué? —volvió a preguntar Carse.
—Ya te lo he dicho… los khond me caéis simpáticos. Hace falta hombría para plantar cara a Sark y a la maldita Serpiente. Por eso ayudo siempre que puedo.
Aquello no tenía ningún sentido para Carse, pero ¿cómo podía tenerlo? ¿Qué sabía él de los odios y pasiones de aquel remoto pretérito de Marte?
Estaba atrapado en aquel extraño Marte de milenios atrás, y tendría que abrirse paso a tientas. Era como un niño ignorante.
Lo cierto era que la plebe había intentado lincharle.
Creyeron que él era un khond. No sólo el populacho de Jekkara, sino también aquellos esclavos…, los semihumanos de las alas rotas, y asimismo aquellos seres peludos, cargados de cadenas, que le animaban desde las galcras.
Carse se estremeció. Hasta ese momento, su confusión no le había dejado recordar hasta qué punto eran extraños aquellos seres, de aspecto no enteramente humano.
Además, ¿quiénes eran los khond?
—Por aquí —interrumpió sus pensamientos Boghaz Hoi.
Acababan de recorrer un laberinto de callejuelas oscuras y malolientes, y el grueso valkisiano se colaba por una puerta estrecha al lóbrego interior de una cabaña.
Carse entró a su vez. Oyó silbar un golpe en la oscuridad y quiso esquivarlo, pero no tuvo tiempo. Sintió que su cabeza se estrellaba contra el suelo.
Cuando despertó vio revolotear centellas delante de sus ojos.
Cerca de él, sobre una silla, ardía una pequeña lámpara de bronce. Estaba echado en el suelo de tierra de la cabaña. Al intentar moverse descubrió que sus muñecas y tobillos estaban atados a estacas clavadas en la tierra apisonada.
Un dolor tremendo le atenazó el cráneo, y se dejó caer. Oyó un rumor y vio que Boghaz Hoi se arrodillaba a su lado. El redondo rostro del valkisiano expresaba simpatía, mientras alzaba hasta los labios de Carse una jarra con agua.
—Sospecho que he pegado demasiado fuerte. Aunque, a oscuras y con un hombre armado, toda precaución es poca. ¿Puedes hablar ahora?
Carse alzó la mirada hacia su interlocutor. Por reflejo acostumbrado, dominó la rabia que le embargaba.
—¿Acerca de qué? —preguntó. Boghaz replicó:
—Soy un hombre franco y siempre digo la verdad. Cuando te salvé de la multitud, mi único propósito era el de robarte.
Carse observó que su cinturón y collar de piedras preciosas habían pasado a propiedad de Boghaz, quien llevaba al cuello ambas prendas. El valkisiano alzó ahora su gruesa mano y las tocó cariñosamente.
—Luego tuve ocasión de contemplar con más detenimiento… esto.
Apuntó con una seña a la espada, apoyada contra la silla, cuyas gemas lanzaban reflejos a la luz de la lámpara.
—Ahora bien, muchos hombres al verla creerían estar contemplando sólo una bella espada. Pero yo, Boghaz, soy un hombre instruido. Supe interpretar los símbolos grabados en esa hoja.
Inclinándose hacia delante, agregó:
—¿De dónde la sacaste?
El instinto vigilante de Carse le hizo mentir con soltura:
—Me la vendió un mercader. —Boghaz meneó la cabeza.
—No es verdad. Hay manchas de orín en la hoja y polvo en los recovecos de la empuñadura. No ha sido limpiada. Ningún mercader la presentaría en esas condiciones.
¡No, amigo mío! Esta espada ha estado escondida mucho tiempo, en la tumba de quien fue su propietario…, en la Tumba de Rhiannon.
Carse permaneció inmóvil, mirando a Boghaz. Y no le gustó lo que veía.
El valkisiano tenía un rostro jovial y amable. Podía ser un excelente compañero para compartir una botella de vino. Sería capaz de amar a un hombre como a un hermano, y de lamentar muy sinceramente la necesidad de cortarle el pescuezo.
Carse compuso un gesto de total indiferencia.
—Bien podría ser la espada de Rhiannon, por lo que yo sé. Pero te repito que me la vendió un mercader.
Boghaz hizo un mohín con la boca, que tenía pequeña y sonrosada. Meneó la cabeza y luego alargó la mano para palmear la mejilla de Carse.
—Por favor, amigo: no me digas mentiras. Me ofenden mucho los embustes.
—No miento —dijo Carse—. Mira… Tienes la espada y tienes mis adornos. Era todo cuanto podías quitarme. Confórmate con eso.
Boghaz suspiró y dirigió a Carse una mirada suplicante.
—Pero ¿es que no estás agradecido? ¿Acaso no te he salvado la vida?
—Fue un gesto nobilísimo —dijo Carse con ironía.
—Lo fue, en efecto. Sí me cogieran por eso, mi piel valdría menos que esto —hizo chasquear los dedos—. He privado a la plebe de unos instantes de satisfacción, y no creas que les importaría enterarse de que tú no eres en realidad un khond.
Dejó caer estas palabras con fingida indiferencia, pero observando astutamente a Carse por entre sus grasientos párpados semicerrados.
Carse le clavó la mirada con dureza, sin dejar que su expresión traicionase lo que pensaba.
—¿De dónde has sacado esa idea? —Boghaz soltó una carcajada.
—En primer lugar, ningún khond sería tan necio como para dejarse ver por Jekkara. Sobre todo, si hubiese descubierto el secreto que todo Marte ha estado buscando durante siglos…, el emplazamiento de la Tumba de Rhiannon.