Read La espada de Rhiannon Online
Authors: Leigh Brackett
En alta mar, Carse vio que la flota khond estaba con los aparejos al pairo, y comprendió que el terrible resplandor había espantado a los Reyes-Almirantes disuadiéndoles de intentar nada, de momento.
La negra lancha atracó en el muelle de palacio. Hubo un movimiento entre la multitud cuando Ywain saltó a tierra, y un insólito clamor apagado. Entonces Ywain les dirigió la palabra.
—Ni Caer Dhu ni la Serpiente existen ya. Han sido destruidos por nuestro señor Rhiannon.
Con estas palabras, se volvió instintivamente hacia Carse. Y los millares de ojos se volvieron hacia él a medida que la noticia corría de hilera en hilera, hasta que se alzó un grito arrollador de gratitud:
—¡Rhiannon! ¡Rhiannon el Libertador!
Había dejado de ser el Maldito, al menos para aquellos sarkeos. Por primera vez, Carse comprendió cuanto odio les inspiraban sus aliados en el forzoso pacto que Garach les impusiera.
Mientras Matt se encaminaba al palacio en compañía de Ywain y Boghaz, halló que le causaba cierto pasmo aquello de ser recibido como un dios. Entraron en las salas frías y débilmente iluminadas, pero les pareció que una nueva claridad acababa de invadirlas. Ywain se detuvo ante las puertas de la sala del trono, como si recordase en aquel momento que era ella la nueva soberana del palacio de Garach. Volviéndose hacia Carse, le dijo:
—Si los Reyes-Almirantes atacan ahora…
—No lo harán…, al menos sin tratar de averiguar antes lo ocurrido. Es preciso que encontremos a Rold, si esta vivo todavía.
—Vive —dijo Ywain—. Cuando los dhuvianos terminaron de sonsacarle cuanto sabía, mi padre le retuvo como rehén para canjearle por mí.
Hallaron al caudillo de Khondor cargado de cadenas en una mazmorra subterránea del palacio. Estaba esquelético y demacrado por los padecimientos sufridos, pero aún tuvo ánimos para erguir su cabeza pelirroja e insultar a Carse e Ywain.
—¡Demonio! ¡Traidor! —exclamó—. ¿Habéis venido tú y tu tigresa para poner fin a mi vida de una vez?
Carse le relató la historia de Caer Dhu y de Rhiannon, observando cómo la expresión de Rold pasaba del mas completo desánimo a la incredulidad y la alegría.
—Tu flota está frente a Sark, a las órdenes de Barba de Hierro —concluyó—. ¿Querrás llevar este mensaje a los Reyes-Almirantes y convocarles a parlamentar?
—Sí, ¡por todos los dioses! Lo haré —respondió Rold. Luego contempló a Carse, meneando la cabeza.
—Estos últimos días han sido de locura, ¡una pesadilla! Y ahora… ¡Pensar que habría sido capaz de matarte con mis propias manos allá en la gruta de los Sabios!
Mediaba la mañana cuando salieron. A mediodía, el consejo de los Reyes-Almirantes estaba reunido en el salón del trono bajo la presidencia de Rold y de Emer, que se había negado a quedarse en Khondor.
Estaban sentados alrededor de una mesa redonda. Ywain ocupaba el trono y Carse se mantenía apartado de todos ellos. Tenía el rostro severo y muy demacrado, y aun conservaba una expresión de extrañeza.
Intervino en tono decidido:
—La guerra es ya innecesaria. La Serpiente ya no existe, y sin su poder Sark no podrá seguir oprimiendo a sus vecinos. Las ciudades vasallas, como Jekkara y Valkis, deben recobrar su independencia. El imperio de Sark ha dejado de existir.
Barba de Hierro se puso en pie de un salto, iracundo.
—¡Entonces, ha llegado nuestra oportunidad de destruir a Sark para siempre!
Otros Reyes-Almirantes se pusieron en pie también, aprobando estas palabras con fuertes gritos. Thorn de Tarak era el más vociferante de todos ellos. Ywain apretó el puño sobre el pomo de su espada.
Carse dio un paso adelante, con los ojos echando chispas.
—¡He dicho que habrá paz! ¿Será preciso que llame a Rhiannon para obligaros a entrar en razón?
Poco a poco fueron apaciguándose, impresionados por esta amenaza, y Rold les intimó a que se sentasen y guardasen silencio.
—¡Basta de pelea y derramamiento de sangre! —les dijo severamente—. En adelante, podremos tratar con Sark en términos de igualdad. ¡Yo soy el soberano de Khondor, y digo que Khondor firmara la paz!
Cogidos entre la amenaza de Carse y la decisión de Rold, los Reyes-Almirantes no tuvieron mas remedio que asentir. Luego habló Emer:
—Todos los esclavos deben ser puestos en libertad, tanto los humanos como los Híbridos.
Carse asintió:
—Así se hará.
—Queda otra condición —dijo Rold, enfrentándose a Carse con determinación inconmovible—. He dicho que voy a firmar la paz con Sark… pero no con una Sark regida por Ywain, ¡aunque se levanten contra nosotros cincuenta Rhiannon!
—¡Bien dicho! —rugieron todos los Reyes-Almirantes, mirando a Ywain con ojos de lobo—. Así lo juramos todos.
Hubo un silencio entonces, e Ywain se puso en pie con ademán orgulloso y sombrío.
—Esa condición se ha cumplido ya —dijo—. No quiero reinar sobre una Sark humillada y privada de su imperio. He odiado a la Serpiente como todos vosotros…, pero no he nacido para ser la reina de un pacífico villorrio de pescadores. Que el pueblo elija otro soberano.
Abandonando el estrado, Ywain se apartó de los reunidos para ir hacia una ventana del rincón más alejado de la sala, donde permaneció vuelta de espaldas, muy erguida, mirando hacia el Puerto.
Carse se volvió hacia los Reyes-Almirantes:
—Estamos de acuerdo, pues.
—De acuerdo.
Emer, cuya mirada no se apartaba de Carse desde el comienzo de la discusión, se puso a su lado ahora, tocándole la mano.
—¿Qué lugar te corresponde a ti en todo esto? —preguntó con voz suave. Carse la miró con cierta sorpresa.
—Aún no he tenido tiempo de pensarlo.
Pero tenía que pensarlo, pues realmente no se le ocurría qué determinación tomar. Mientras llevase consigo la sombra de Rhiannon, en aquel mundo no sería aceptado nunca como un hombre. Recibiría honores, eso sí, pero nada más, y tendría que vivir siempre con el eterno temor a la presencia del Maldito. Demasiados siglos de odio se habían tejido alrededor de aquel nombre.
Rhiannon acababa de enmendar su falta pero, mientras existiese Marte, sería recordado siempre como el Maldito.
Entonces, por primera vez desde lo de Caer Dhu, le llegó en pensamiento la respuesta. El tenebroso invasor se movió y su voz habló en la mente de Carse:
—Regresa a la Tumba, pues quiero dejarte para seguir a mis hermanos. Cuando esto se cumpla, quedaras en libertad. Puedo guiarte por el camino de regreso hasta devolverte a tu propia época, si así lo deseas, o puedes quedarte aquí.
Y lo mismo que antes, Carse no supo qué decidir.
Le gustaba aquel Marte floreciente y lleno de vida. Pero mientras contemplaba a los Reyes-Almirantes, que aguardaban su respuesta, y al mirar mas allá de las ventanas, hacia el Mar Blanco y los pantanos de tierra adentro, comprendió que aquel no era su mundo, que jamás pertenecería a él en realidad. Por último habló, y al hacerlo notó que el rostro de Ywain se volvía hacia él desde las sombras:
—Emer sabe, y los Híbridos también, que yo no pertenezco a vuestro mundo. Soy de otro lugar en el espacio y en el tiempo, de donde vine a través de la senda que se oculta en la Tumba de Rhiannon.
Hizo una pausa para facilitarles la comprensión de sus palabras, y pudo comprobar que no estaban demasiado extrañados. Después de cuanto había ocurrido, estaban dispuestos a creer cualquier cosa que se refiriese a él, aunque estuviese fuera de su capacidad de comprensión.
Carse continuó, como oprimido por un peso tremendo:
—El hombre pertenece al mundo en que ha nacido. Debo regresar al lugar que me corresponde.
Observó que, a pesar de sus corteses protestas, los Reyes-Almirantes se quedaban muy aliviados.
—Que los dioses te bendigan, extranjero —susurró Emer, y le besó cariñosamente en los labios.
Dicho esto, ella y los Reyes-Almirantes se dispusieron a abandonar el salón. Boghaz había salido discretamente, por lo que Ywain y Carse se hallaron a solas en la gran estancia desierta.
Se acercó a ella, contemplando aquellos ojos que ni siquiera ahora habían perdido su orgulloso fuego.
—¿Adónde irás ahora? —le preguntó. Ella respondió en voz baja:
—Si me dejas, iré contigo. —Él meneo la cabeza.
—No. Tú no podrías vivir en mi mundo, Ywain. Es un lugar amargo y cruel, muy antiguo y muy próximo a morir.
—No importa. El mundo en que nací también ha muerto para mí.
Carse le puso ambas manos sobre los hombros, vigorosos debajo de la cota de malla.
—No me entiendes. He recorrido un largo camino a lo largo del tiempo…, un camino de un millón de años. —Se interrumpió sin saber cómo podría explicárselo—. Escucha. Llegará un tiempo en que no quedará del Mar Blanco sino un desierto de polvo barrido por los vientos, en que la hierba habrá desaparecido de las colinas y las blancas ciudades no serán sino montones de piedra, y los lechos de los ríos se habrán secado.
Ywain le entendió, y lanzó un suspiro.
—Tarde o temprano, todas las cosas llegan a la vejez y a la muerte. Para mí, la muerte llegará muy pronto si me quedo aquí. Soy una proscrita, y mi nombre es tan odiado como el de Rhiannon.
El hombre comprendió que no hablaba por temor a la muerte, sino que lo decía únicamente para convencerle.
Y sin embargo, lo que decía era verdad.
—¿Podrías ser feliz cuando te asaltaran a cada paso los recuerdos de tu mundo natal? —le preguntó.
—Nunca he sido feliz —replicó ella—, y por tanto, no voy a echarlo en falta. —Le miró a la cara con expresión sincera.
—Quiero correr el riesgo. ¿Lo quieres tú?
—Sí —dijo el en voz baja, apretando los puños—. Sí lo quiero. —La tomó en sus brazos y la besó, y cuando se separaron ella susurró con una timidez desconocida:
—«Mi señor Rhiannon» dijo la verdad cuando me desafió en lo concerniente al bárbaro. —Hizo una pausa, y luego agregó—: Creo que no me importará ningún mundo adonde vayamos a parar, siempre que estemos juntos en él.
Días mas tarde, la galera negra entraba en el puerto de Jekkara, dando fin a su último viaje bajo el pabellón de Ywain de Sark. Fue una extraña bienvenida la que ella y Carse recibieron allí. Toda la ciudad se había reunido para ver al extranjero, que era al mismo tiempo el Maldito, y a la Soberana Señora de Sark, que había dejado de ser una soberana. La multitud se mantuvo alejada a respetuosa distancia, y aclamó la destrucción de Caer Dhu y la muerte de la Serpiente. Pero no tuvieron ovaciones para Ywain. Sólo un hombre se dirigió a los muelles para recibirles. Era Boghaz, un Boghaz espléndido, vestido de terciopelo y cargado de joyas, que llevaba una diadema de oro en la cabeza.
Después de desaparecer de Sark el día del tratado para perseguir algún plan de los suyos, parecía haber triunfado en su empresa.
Hizo una reverencia ante Carse e Ywain, con hiperbólica cortesía.
—He estado en Valkis —dijo—. Vuelve a ser una ciudad libre…, y en recompensa a mi inigualado heroísmo y mi contribución a la ruina de Caer Dhu, he sido elegido rey.
Sonrió, radiante, y agregó con un guiño confidencial:
—¡Siempre he soñado con poder robar el tesoro de un rey!
—Pero en este caso se trata de tu propio tesoro —le recordó Carse. Boghaz se dio una palmada en la frente.
—¡Es verdad, por todos los dioses! —se irguió, súbitamente serio—. Veo que hace falta mucha severidad con los ladrones de Valkis. Voy a promulgar leyes tajantes contra los delitos que atenten a la propiedad…, ¡especialmente a la propiedad real!
—Afortunadamente —dijo Carse en tono grave—, eres un buen conocedor de todas las bribonerías y tretas de los ladrones.
—Así es —contestó Boghaz, sentencioso—. Siempre he dicho que el saber es cosa utilísima. ¡Fíjate si mi conocimiento puramente científico de los sin ley va a servirme para asegurar la tranquilidad de mi pueblo!
Les acompañó a través de toda Jekkara hasta que llegaron a las colinas de las afueras. Entonces se despidió de ellos, sacándose un anillo que metió en la mano de Carse. Le corrían lágrimas por sus gruesas mejillas.
—Lleva esto, viejo amigo mío, para que recuerdes a Boghaz, quien guió sabiamente tus pasos a través de un mundo desconocido para ti.
Luego se volvió con precipitación, y Carse siguió con la mirada la obesa figura hasta que se perdió por entre las calles de la ciudad donde se conocieran.
Ywain y Carse continuaron solos su camino por las colinas de Jekkara, hasta que estuvieron ante la Tumba. Juntos se detuvieron sobre el saliente de la roca, contemplando las montañas boscosas y el luminoso mar, así como las lejanas torres de la ciudad, cuya blancura brillaba bajo la luz del sol.
—¿Aún estas convencida de que deseas abandonar todo esto? —le preguntó Carse.
—Aquí ya no hay lugar para mí —dijo ella con tristeza—. Deseo apartarme de este mundo, como él desea apartarse de mí.
Volviéndose, entró sin vacilar en el oscuro túnel. Ywain la Orgullosa no inclinaba su voluntad ni ante los mismos dioses. Carse la siguió portando una antorcha encendida.
Pasaron por la resonante bóveda y por la puerta marcada con la maldición de Rhiannon a la cámara interior, donde la luz de la antorcha fue rechazada por la oscuridad absoluta…, la oscuridad de aquel misterioso pozo abierto en el continuum espacio-temporal del universo.
En este instante decisivo, el rostro de Ywain expresó miedo, y buscó la mano del terrícola. Las minúsculas motas revoloteaban ante ellos, presas en el torbellino del tiempo. La voz de Rhiannon llamó a Carse, y éste se adelantó hacia la oscuridad, sujetando con fuerza la mano de Ywain.
Esta vez, al principio, no hubo caída por el precipicio sin fondo de la nada. La sabiduría de Rhiannon les guiaba y ayudaba. La antorcha se apagó, y Carse la dejó caer. El corazón le latía con fuerza, y estaba ciego y sordo en el vórtice insondable de energía. Entonces Rhiannon habló de nuevo:
—¡Contempla ahora a través de mi mente lo que antes no pudieron ver tus ojos humanos!
La densa oscuridad se disipó de algún modo desconocido, que no guardaba ninguna relación con la luz o la visión normales. Y Carse pudo ver a Rhiannon.
Su cuerpo yacía en un ataúd de cristal oscuro, en cuyas facetas interiores ardía la fuerza sutil que le tenía eternamente prisionero, como si estuviera congelado en el seno de un diamante.