La espada de Rhiannon (20 page)

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Authors: Leigh Brackett

BOOK: La espada de Rhiannon
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Garach hizo un tembloroso ademán hacia Hishah.

—Entonces —balbució—, ¿él no es Rhiannon?

—Incluso para la mente humana, eso debería quedar ya perfectamente claro —replicó Hishah con desprecio. Había echado hacia atrás su capucha y ahora se acercaba a Carse con sus ojos de ofidio llenos de sarcasmo.

—Con el contacto de las mentes me habría bastado para saber que eras un impostor, pero ni siquiera eso fue necesario. ¡Tú, Rhiannon! ¡Rhiannon de los Quiru, venido en son de paz y fraternidad para saludar a sus criaturas en Caer Dhu!

La risa perversa y sibilante volvió a salir de las gargantas de todos los dhuvianos, y Hishah incluso se permitió echar la cabeza atrás, mostrando el pellejo de su cuello que vibraba sacudido por las carcajadas.

—¡Miradle bien, hermanos míos! ¡Saludad a Rhiannon, que no sabe para qué sirve el Velo ni por qué permanece extendido sobre Caer Dhu!

Y todos le aclamaron haciendo profundas reverencias.

Carse guardó silencio. En aquel momento se había olvidado incluso de su miedo.

—¡Qué estúpido! —dijo Hishah—. Rhiannon llegó a ser nuestro enemigo, al fin. Porque finalmente se dio cuenta de su locura; comprendió que los alumnos a quienes arrojaba algunas migajas de ciencia habían llegado a ser demasiado listos. Con el Velo, cuyo secreto nos enseñó él mismo, hicimos inexpugnable nuestra ciudad incluso para sus potentes armas. Por eso, cuando finalmente se volvió contra nosotros, era demasiado tarde.

Carse dijo lentamente:

—¿Por qué se volvió contra vosotros? —Hishah lanzó una carcajada.

—Porque se enteró del empleo que pensábamos dar a la ciencia que él nos había enseñado.

Ywain avanzó un paso y preguntó:

—Y, ¿qué empleo era ése?

—Creo que ya lo sabes —replicó Hishah—. Por eso habéis sido conducidos aquí tú y Garach… no sólo para asistir al desenmascaramiento de este impostor, sino para que sepáis de una vez por todas cuál es el lugar que se os asigna en este mundo. —Su voz suave tenía ahora el mordiente del vencedor.

—Desde que Rhiannon fue confinado en su tumba, hemos extendido nuestro sutil dominio sobre todas las costas del Mar Blanco. Somos pocos en número, y contrarios a la guerra declarada. Por eso nos hemos servido de los reinos humanos, utilizando como palanca vuestra codicia.

»Ahora poseemos las armas de Rhiannon. Pronto dominaremos su uso, y cuando esto ocurra ya no precisaremos de instrumentos humanos. Los Hijos de la Serpiente serán los dueños de todos los palacios…, y no exigiremos de nuestros súbditos otra cosa sino respeto y obediencia.

»¿Qué dices tú a esto, Ywain la orgullosa, que siempre nos aborreciste y desdeñaste?

—Digo que antes de que eso ocurra me arrojaré sobre la punta de mi espada —respondió Ywain.

Hishah se encogió de hombros.

—Arrójate, pues. —Y luego, volviéndose hacia Garach—: ¿Y tú?

Pero Garach ya se había derrumbado en el suelo, privado de sus sentidos. Hishah se volvió de nuevo hacia Carse, diciendo:

—Y ahora verás cómo damos la bienvenida a nuestro Señor. —Boghaz exhaló un lamento y se cubrió el rostro con las manos.

Carse sujetó con fuerza la ya inútil espada, y preguntó con voz apagada, que no parecía suya:

—¿Cómo no supo nadie que Rhiannon se había vuelto a última hora contra vosotros, los dhuvianos?

Hishah respondió con indulgencia:

—Los Quiru lo supieron, pero condenaron a Rhiannon de todos modos, por estimar que su arrepentimiento fue tardío. Después de ellos, sólo nosotros lo sabíamos. ¿Por qué íbamos a contárselo al mundo, cuando nos agradaba más ver cómo todos maldecían a nuestro enemigo Rhiannon?

Carse cerró los ojos. Creyó que el suelo temblaba bajo sus pies, y había una tempestad en sus oídos cuando se abrió paso en su mente la evidencia de la verdad.

¡Rhiannon había dicho la verdad en la gruta de los Sabios! ¡Dijo la verdad cuando proclamó su odio hacia los dhuvianos! La sala se llenó de un rumor como de hojas secas mientras las filas de los dhuvianos se cerraban poco a poco sobre Carse. Con un esfuerzo de voluntad casi superior a las fuerzas humanas, Carse abrió de par en par todos los canales de su mente. En aquel último momento intentaba con desesperación bucear hacia las profundidades de aquel rincón oculto y extrañamente silencioso.

Gritó en voz alta:

—¡Rhiannon!

Aquel grito ronco detuvo a los dhuvianos. No por temor, sino paralizándolos de hilaridad. ¡En verdad, aquello era el colmo de la broma!

—¡Sí, llama a Rhiannon! —gritó Hishah—. ¡Puede que salga de su Tumba para ayudarte!

Y contemplaron a Carse con sus ojos burlones e impasibles, mientras él se retorcía presa de mil tormentos.

Pero Ywain supo lo que estaba ocurriendo. Rápidamente se puso al lado de Carse y sacó la espada con áspero ruido, decidida a protegerle mientras pudiera.

Hishah rió:

—¡Bonita pareja…, la princesa sin imperio y el hombre que quiso ser un dios! —Carse repitió de nuevo, en un susurro entrecortado:

—¡Rhiannon!

Y Rhiannon respondió.

De las profundidades del cerebro de Carse, donde había permanecido oculto, el Maldito emergió con fuerza terrible a través de cada átomo y cada célula, habitando por completo el cuerpo del terrícola una vez éste le hubo allanado el camino.

Lo mismo que aquella vez en la gruta de los Sabios, la conciencia de Matthew Carse cedió lugar en su propio cuerpo, asistiendo a todo como mera espectadora.

Oyó la voz de Rhiannon —la verdadera voz del dios, que él se limitaba a remedar—, brotando de sus propios labios con un furor sin limites, superior a toda energía humana.

—¡Contemplad a vuestro Señor, oh rastreros hijos de la Serpiente! ¡Contempladle… y pereced!

La risa burlona se extinguió y reinó el silencio. Hishah retrocedió, y el terror se asomó por primera vez a sus ojos.

La voz de Rhiannon rodó como el trueno a lo largo de los muros. La fuerza y la ira de Rhiannon desfiguraban el rostro del terrícola. Su cuerpo parecía dominar a todos los dhuvianos con su estatura, y la espada era como la chispa del rayo en sus manos.

—¿Quieres ensayar el contacto mental ahora, Hishah? ¡Sondea a fondo…, más a fondo que cuando tus débiles poderes no consiguieron penetrar la barrera mental levantada por mí contra ellos!

Hishah lanzó un grito agudo y silbante. Cayó hacia atrás, horrorizado, y el círculo de los dhuvianos se rompió según se volvían para requerir sus armas, con las bocas sin labios dilatadas por el espanto.

Rhiannon rió con la risa terrible de quien ha meditado durante milenios su venganza, y ve llegada la hora por fin.

—¡Corred! ¡Corred y afanaos, pues con vuestra gran sabiduría habéis dejado pasar a Rhiannon a través del Velo protector, y ha entrado la muerte en Caer Dhu!

Y los dhuvianos corrieron, ocultándose en las sombras, a recoger las armas que no creían necesitar. La luz verde arrancó destellos a los tubos y prismas relucientes.

Pero la mano de Carse, conducida ahora por la infalible ciencia de Rhiannon, se dirigía hacia la más destacada de las antiguas armas: hacia la gran rueda plana de cristal, que puso a girar con rápido gesto.

En el globo metálico debía ocultarse algún complicado acumulador de energía, accionado por un mando que sus dedos debieron rozar. Carse nunca llegó a saberlo. Lo que sí vio fue un extraño halo negro que apareció en el aire y que terminó por rodear a todos los de su grupo: Ywain, que estaba a su lado lo mismo que el tembloroso Boghaz, y Garach, arrastrándose de pies y manos como un perro, que alzaba hacia él unos ojos en los que no quedaba ni una brizna de razón. Las armas antiguas quedaron también cubiertas por el círculo de energía opaca, y un leve canto se alzó de entre las varillas de cristal.

El círculo negro empezó a dilatarse como una onda en el seno de un líquido.

Las armas de los dhuvianos intentaron contrarrestarlo. Rayos de luz, llamaradas frías de brillo deslumbrador, saltaban contra el círculo, daban en él… y se extinguían sin causar daño. Las poderosas descargas eléctricas se rompían contra el invisible dieléctrico que protegía el entorno de Rhiannon.

El anillo de fuerza opaca se dilató inexorablemente, cada vez mas ancho. Cuando alcanzó a los dhuvianos, sus fríos cuerpos de ofidios se encogieron y retorcieron hasta caer al suelo, vaciados como pieles de serpiente sobre una piedra.

Rhiannon no volvió a hablar. Carse notó en su mano el pulso mortal de la energía, mientras la rueda brillante giraba cada vez más rápida sobre su soporte y su mente retrocedía espantada ante lo que le revelaba la mente de Rhiannon.

Pues ahora intuía vagamente la naturaleza de la terrible arma del Maldito. Era semejante a esas mortales radiaciones ultravioleta del Sol, que destruirían la vida si no lo impidiese el ozono que forma un escudo protector en la atmósfera.

Pero, mientras las radiaciones ultravioleta conocidas según la ciencia terrenal de Carse eran absorbidas con facilidad, las de la antigua ciencia extraterrestre de Rhiannon correspondían a octavas desconocidas, más allá del límite de los cuatrocientos angstrom. Y podían emitirse en forma de halo creciente, que ninguna materia era capaz de absorber, y que mataba cualquier tejido viviente por simple contacto.

Carse odiaba a los dhuvianos, pero supo que nunca había existido en un corazón humano un odio tan potente como el que vibraba en Rhiannon.

Garach empezó a sollozar. Lloriqueando, huyó de los ardientes ojos del hombre que se erguía ante él. Medio arrastrándose, medio corriendo, huyó con una especie de carcajada histérica en la garganta.

Corrió derecho hacia el anillo negro, y la muerte le recibió en su seno reduciéndole silenciosamente a cenizas.

La fuerza silenciosa se dilataba cada vez más, incontenible. Atravesó metales y carnes y rocas, consumiéndolo todo, acosando, carbonizando a los últimos hijos de la Serpiente que trataban de refugiarse en los lóbregos corredores de Caer Dhu. Nadie intentó asestar contra ella sus armas. Ningún brazo serpentino volvió a alzarse en vano gesto de protección.

Por último, el círculo golpeó el cerco del Velo. Carse pudo sentir el sutil choque de fuerzas, y luego Rhiannon frenó la rueda. Hubo unos instantes de absoluto silencio mientras los tres únicos seres que quedaban vivos en la ciudad permanecían inmóviles, tan trastornados que apenas se atrevían a respirar.

La voz de Rhiannon habló al fin:

—La Serpiente ha muerto. Dejad que esta ciudad y estas armas mías que tanto daño hicieron en este mundo desaparezcan al igual que los dhuvianos.

Se apartó de la rueda de cristal y buscó otro aparato, uno de los tubos metálicos en forma de serpentín.

Tomó el pequeño objeto negro y accionó un resorte oculto. Del tubo de plomo que parecía servir de boquilla surgió una chispa diminuta, demasiado brillante para que pudiera contemplarla el ojo humano.

Era sólo una mancha de luz, que apuntó hacia las rocas. Éstas empezaron a ponerse incandescentes. Parecía devorar los átomos de la piedra como el fuego devora los árboles de un bosque. Era como un incendio lo que corría sobre las losas. Alcanzó la rueda de cristal, y el arma que había acabado con la Serpiente quedó destruida a su vez.

Una reacción en cadena que ningún sabio de la Tierra habría sido capaz de concebir, que convertía los átomos del metal y de los cristales y de las piedras en una materia tan inestable como los elementos radiactivos de alto peso molecular.

Rhiannon dijo:

—Ven.

Recorrieron en silencio los corredores vacíos. Tras ellos, el extraño fuego mágico se extendió alimentándose de los mismos materiales que devoraba, hasta que la vasta sala central fue presa de una rápida destrucción.

La mente de Rhiannon guió a Carse hasta el centro nervioso del Velo, una cámara cerca de la gran puerta de entrada, desde donde manipuló los mandos hasta que se extinguió para siempre el cendal de luz.

Luego salieron de la ciudadela y recorrieron la ruinosa calzada hasta el muelle donde estaba amarrada la negra lancha.

Volvieron la vista atrás y fueron testigos del arrasamiento de una ciudad.

Tuvieron que cubrirse los ojos, pues el extraño y espantoso resplandor era como el fuego del Sol. Después de propagarse ávidamente por el recinto en ruinas y converger la torre principal en una antorcha que encendía todo el cielo haciendo palidecer las estrellas, empezó a arder la calzada por la que habían salido, en lengua de fuego cada vez más larga que eclipsó a las dos lunas.

Rhiannon levantó de nuevo el tubo espiral. Pero esta vez fue un diminuto globo de luz, no una chispa, lo que salió disparado hacia el resplandor cada vez mas cercano.

Y el resplandor osciló, flaqueó, y poco a poco fue perdiendo intensidad hasta extinguirse.

El fuego mágico de la desconocida reacción atómica desencadenada por Rhiannon había sido contrarrestado y anulado por algún factor limitativo de signo contrario, cuya naturaleza Carse no se atrevía ni a conjeturar siquiera.

Empujaron la barcaza con los palos, mientras la claridad vacilante que dejaban a sus espaldas se apagaba y enfriaba por completo. Y luego volvió a reinar la oscuridad de la noche, y Caer Dhu ya no fue nada más que una columna de humo.

La voz de Rhiannon habló una vez mas:

—Todo se ha consumado —dijo—. He redimido mi crimen.

El terrícola pudo sentir el terrible cansancio del ser que le habitaba, mientras éste se retiraba del cuerpo y el cerebro que había poseído.

Entonces, una vez mas, volvió a ser sólo Matthew Carse.

19 - El juicio de los Quiru

El mundo entero parecía dormir en silencio cuando, al amanecer, la lancha llegó a Sark. Nadie habló, ni se volvió para contemplar la inmensa nube de humo blanco que aún se elevaba a gran altura en el cielo.

Carse estaba embotado, agotada su capacidad de reacción. Después de haberse dejado avasallar por la ira de Rhiannon, era casi imposible volver a sentir lo mismo. Sabía que algo de ella se reflejaba todavía en su rostro, pues sus dos compañeros no se atrevían a mirarle de frente ni a ser los primeros en romper el silencio.

La ingente multitud que se apiñaba en los muelles de Sark también guardaba silencio. Al parecer, habían permanecido mucho rato con los rostros vueltos hacia Caer Dhu, e incluso ahora, cuando el resplandor de la destrucción ya no incendiaba el cielo, continuaban con las expresiones de espanto en sus rostros lívidos.

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