Después de encerrar al comandante Adam Ulnar en un calabozo seguro, habían liberado a los demás prisioneros sacándolos por la escotilla, y a continuación despegaron de la pista del Palacio Purpúreo impulsados por la potencia de los cohetes. John Star sintió que tenían la libertad al alcance de la mano. Pero un técnico moribundo, fiel a las tradiciones de la Legión, había accionado un conmutador y saboteó el geodino. Con los generadores inutilizados, los cohetes no bastaban para desplazar la nave a velocidad o a distancias suficientes por aquellas inmensidades hostiles. Los cuatro hombres se habían reunido para discutir su desesperada situación.
—¿Ella está en manos de esos monstruos? —volvió a preguntar el gigantesco Hal Samdu, apretando sus enormes puños—. ¿Está en manos de los monstruos de quienes hablan sin cesar los veteranos locos de Eric Ulnar?
—Sí. Aunque dudo que esos seres se parezcan lo suficiente a los hombres como para tener manos.
—Con prudencia y organización… —empezó a decir Jay Kalam.
—¡Ah! Ésa es la palabra —le interrumpió Giles Habibula—. Organización. Regularidad. Cuatro buenas comidas, guisadas en su punto. Doce horas de sueño profundo. Organización… Aunque tal vez un bendito hombre aún podría necesitar una siesta ocasional, o un bocado frío y un sorbo de vino entre comidas.
—Tenemos el problema de la navegación —continuó Jay Kalam—. Por supuesto, conozco los rudimentos, pero…
Miró con expresión dubitativa hacia las paredes de la cámara del puente. Allí se acumulaban indicadores luminosos, complicados, de los periscopios telescópicos, pantallas rastreadoras geodésicas, desviadores de aerolitos, palancas disparadoras de cohetes, mandos del geodino, brújulas espaciales giroscópicas, radares, pantallas detectoras térmicas y magnéticas, cartas estelares, mapas planetarios, calculadores de posición, de velocidad y de gravitación, medidores de atmósfera y temperatura… Todos los aparatos indispensables para la nada sencilla tarea de trasladar la nave de un planeta a otro sin peligro.
—Yo puedo tripularla —dijo John Star, tranquilamente.
—Muy bien. Pero nos falta un técnico capaz de reparar los geodinos. ¡Tenemos que repararlos de alguna manera! Y habrá que manejarlos.
Giles Habibula gruñó y escupió migas dando muestras evidentes de haberse atragantado.
—Tienes razón, Giles. Había olvidado que eres un técnico competente.
Giles tragó saliva, bebió del botellón y recuperó el uso de la voz.
—Por mi dulce vida, sí. Sé manejar los preciosos geodinos. Giles Habibula sabe pelear, cuando hay que hacerlo, aunque esté viejo, tullido y débil. ¡Ay de mí! No hay hombre más valiente que el viejo Giles… Todos vosotros lo sabéis. Cuando hace falta luchar. Pero, por mi parte, prefiero atender a los benditos generadores. Son más seguros, no hay nada más sabio que la prudencia.
—¿Podrías reparar la unidad quemada?
—¡Ah, sí! Puedo reactivarla —prometió el flamante técnico—. Pero será difícil sincronizarla con las demás. Esas unidades son sincronizadas en la fábrica. Cuando una se desequilibra, es endemoniadamente difícil volver a sincronizar todo el sistema. Pero haré cuanto esté a mi alcance.
—Hal, tú has sido artillero —continuó Jay Kalam—. Podrás manejar el cañón de protones, si la Legión nos encuentra… Aunque no podemos permitirnos el lujo de entablar combate, con sólo cuatro hombres, en una nave averiada.
—Sí, podré hacerlo —asintió el gigantesco Hal Samdu con una lenta inclinación de cabeza y con una expresión muy seria—. Es fácil.
—Quedas tú, Jay —intervino John Star—. Te necesitamos precisamente para lo que estás haciendo ahora. Para que planees, para que organices. Serás nuestro capitán.
—No…
Modestamente, trató de oponerse, pero Hal Samdu y Giles Habibula sumaron sus votos, y Jay Kalam se convirtió en el capitán del «Ensueño Purpúreo».
El nuevo oficial impartió en seguida las primeras órdenes, con los mismos modales serios y sencillos que siempre había utilizado.
—Entonces, Giles, por favor, pon en funcionamiento los geodinos lo más rápidamente posible. Nuestra única salvación consiste en alejarnos antes de que una de esas naves nos enfoque con un rayo rastreador y convoque al resto de la flota para borrarnos del mapa.
—Entendido, señor.
Giles Habibula echó la cabeza hacia atrás, empinó el codo hasta que no quedó una gota, saludó enfáticamente y salió bamboleándose del puente de mando.
—Empieza a programar nuestra ruta, John. Primero hay que despistar a las naves que nos rodean. Nos dirigiremos hacia el cinturón de asteroides, muy lejos de Júpiter, Saturno y Urano, donde están las bases de la Legión. No podemos correr el riesgo de tropezar con otra escuadra. Apenas nos hayamos librado del peligro de sus rayos rastreadores, enfilaremos hacia Plutón.
—Muy bien.
—Hal, por favor, revisa el cañón de protones. Aunque no podemos correr el riesgo de entablar un combate, debemos tenerlo listo.
—Sí, Jay.
—Y yo montaré guardia.
Horas más tarde, Jay Kalam preguntó:
—¿Ahora cuántas son?
Todavía marchaban a la deriva, por el vacío. John Star estudió los reveladores puntos rojos que aparecían sobre la pantalla rastreadora, y respondió despacio:
—Siete. Y creo… Jay, temo que nos han descubierto.
—¿De veras?
Estudió los instrumentos y por fin asintió con un gesto de inquietud.
—Sí. Nos han descubierto. Se han acercado las siete. Jay Kalam habló por su teléfono.
—Hal, prepárate para entrar en acción… Sí, siete naves de la Legión convergen hacia nosotros. —Dio las posiciones de las naves—. Giles, ¿y los geodinos…? ¿Todavía no funcionan…? ¿Y apurando al máximo la potencia disponible…? Nos han visto. Tenemos que huir pronto, o no lo haremos nunca.
Al cabo de algunos minutos, la nave más próxima se puso a tiro, o casi a tiro, del cañón de protones. Jay Kalam habló por teléfono y una deslumbrante ráfaga de color violeta se proyectó desde la inmensa aguja montada sobre la torrecilla superior de la nave.
—Retrocede —susurró John Star, con el ojo pegado al teleperiscopio—. Esperará a las demás. Pero pronto estarán todas a distancia suficiente para atacar.
—Ahora podemos probarlos, Jay —vibró la voz de Giles Habibula en el receptor—. ¡Aunque este generador sigue siendo un recurso inseguro!
Jay Kalam asintió y John Star accionó los mandos e interruptores. Se elevó el musical zumbido de los geodinos, poblando la nave con una potente canción. Rápidamente los puso al mayor nivel de emisión. El estrépito se hizo más agudo, más fino, hasta transformarse en un alarido vibrante que hizo estremecer todas las piezas de la nave.
—¡Funciona! —exclamo con alegría.
Con los ojos fijos en los instrumentos y en los puntos rojos que brillaban sobre las pantallas rastreadoras, vio que el «Ensueño Purpúreo» se alejaba con velocidad cada vez mayor del centro del hostil enjambre escarlata. Su propio corazón respondió al aullido penetrante de los generadores. Casi podía sentir el colosal empuje de los geodinos.
—¡Nos vamos! —volvió a gritar—. ¡Rumbo a la Estrella Fugitiva! Rumbo a…
Su voz se apagó. El agudo timbre musical de los generadores había sido quebrado por una nota discordante, por una vibración grosera, exasperante.
La voz de Giles Habibula brotó del receptor, aguda, metálica, asustada:
—¡Ah! ¡Esos perversos generadores! He reparado la avería, pero están desequilibrados. No conservan la sincronización. Esta oscilación abominable volverá a aparecer. Se pierde potencia… ¡Y es posible que sacuda la endemoniada nave hasta destrozarla!
—Hemos perdido velocidad —anunció John Star, alarmado, desde los instrumentos—. Las naves de la Legión nos alcanzan.
—Ajústalos, por favor, Giles —suplicó Jay Kalam por el teléfono—. Todo depende de ti.
Giles Habibula se esmeró. La melodía de la potencia volvió a elevarse. El «Ensueño Purpúreo» siguió su veloz trayectoria sacando ventaja a las siete naves perseguidoras mientras los geodinos emitían su sonido limpio y afinado, pero perdía terreno cuando reaparecía la vibración ronca e inquietante.
John Star estudiaba minuciosamente sus instrumentos, lleno de ansiedad.
—Nos mantenemos a una distancia más o menos constante —decidió al fin—. No perderemos la ventaja mientras no empeore el rendimiento de los generadores, pero no lograremos librarnos de ellos. De todos modos, podemos despedirnos del Sol y del Sistema. Aunque nos sigan más allá…
—No —objetó Jay Kalam—. Aún no estamos en condiciones de alejarnos.
—¿Por qué?
—Necesitamos más combustible para el viaje a la Estrella de Barnard. Son seis años luz, y el regreso. Tendremos que cargar hasta el último centímetro cúbico de la nave con planchas catódicas de repuesto para los generadores de los geodinos. Y, desde luego, tendremos que comprobar nuestras reservas de víveres y oxígeno. John Star asintió.
—Sabía que necesitábamos un buen capitán. ¿Dónde…?
—Tendremos que descender en alguna base de la Legión para abastecernos.
—¿En una base de la Legión? ¿Mientras todas sus escuadras nos persiguen como si fuéramos piratas? ¡La alarma se extenderá hasta los límites del Sistema!
—Aterrizaremos en la base del satélite de Plutón —explicó Jay Kalam, con su habitual tranquilidad—. Es la más aislada dentro del Sistema, y la que está en el punto más alejado de nuestro trayecto.
—Pero aun así, debe estar alertada.
—Claro que sí. Pero necesitamos provisiones y combustible. Ahora somos piratas. Robaremos lo que nos sea preciso.
El vuelo hasta Plutón, la avanzada más remota del Sistema, duraba cinco días. Estaba tan lejos que allí el Sol apenas parecía brillar, y su día un crepúsculo eterno.
Eran cinco días a la potencia máxima de los geodinos, cuyos campos de fuerza producían un efecto de reacción contra la curvatura del espacio mismo, distorsionándola, de modo que no impulsaban a la nave a través del espacio, por decirlo de un modo muy simplificado, sino alrededor de él. Esto permitía alcanzar tremendas aceleraciones y desarrollar velocidades incluso muy superiores a la de la luz, sin que los pasajeros sufrieran ninguna molestia. Velocidades aparentes, se apresuraría a agregar un matemático, según las nociones del espacio normal que la nave contorneaba mientras la aceleración y la velocidad eran muy modestas en el hiperespacio que atravesaba en realidad.
Giles Habibula vigilaba con asombroso esmero y energía los generadores. Sus manazas demostraron poseer una seguridad, una delicadeza y una pericia sorprendentes. Además él sentía un enorme respeto por el enjambre, cada vez más numeroso, de naves que les perseguían; naves que entrañaban, o la amenaza de un juicio por piratería, en el que serían declarados culpables, o la inmediata destrucción del «Ensueño Purpúreo» y de todos sus tripulantes entre las llamas devoradoras de las descargas de protones.
Había reparado la unidad averiada hasta dejarla casi en perfectas condiciones. A veces el cántico de los generadores se oía claro y afinado durante cerca de una hora… pero siempre volvía la ronca discordancia de la vibración destructiva.
Las naves de la Legión que patrullaban las regiones más remotas se habían sumado, una a una, a la escuadra perseguidora, hasta sumar dieciséis. Pero, poco a poco, fueron quedando rezagadas y, en las proximidades de Plutón, John Star calculó que estarían unas cinco horas a popa.
Eso significaba que disponían de cinco horas para aterrizar en la base hostil, dominar a su guarnición, obligarla a trasladar a bordo unas veinte toneladas de carga y lanzarse nuevamente al espacio, sin mayores problemas.
Durante aquellos días de vuelo, John Star pensó muchas veces en Aladoree Anthar, y sus pensamientos fueron, al mismo tiempo, una dulce melodía y un tormento desgarrador. Aunque sólo la había tratado durante un día, el recuerdo de la joven le provocaba un sentimiento de alegría, y también de tristeza cuando recordaba a los traidores humanos y a los seres monstruosos que la tenían cautiva.
El «Ensueño Purpúreo» descendió sobre el satélite de Plutón. Plutón, el Planeta Negro, era un mundo de roca desnuda y hielo antiguo, de frío mortal y desolación. Sus únicos habitantes eran algunos mineros descendientes, en su mayoría, de los, presos políticos allí exiliados en tiempos del Imperio, condenados a la noche eterna.
Cerbero, el satélite de Plutón, era una masa pequeña y escabrosa, aun más desolada y cruel para con el hombre que su oscuro planeta. Un satélite muerto, que jamás había vivido. No tenía habitantes, excepto la guarnición del solitario destacamento legionario.
John Star se sentía casi seguro de que la escuadrilla plutoniana estaría advertida y esperándolos, pero cuando aterrizaron la pista parecía desierta. Empezó a creer que la maligna red de Adam Ulnar no había llegado hasta aquel lugar.
El Destacamento Cerbero ocupaba un terreno cuadrangular, nivelado, entre escabrosos picos negros. Los reflectores de infrarrojos que jalonaban el perímetro de la base irradiaban suficiente calor para impedir que el aire se congelara en forma de nieve. Un edificio largo y bajo, de bloques aislantes acorazados con metal blanco, albergaba los cuarteles y depósitos. La central de electricidad, que suministraba energía para combatir el frío, debía de estar bajo tierra. La antena de la estación de ultraondas surgía de un pico negro situado detrás del edificio. Más lejos sólo había desolación: los mellados colmillos de las montañas, los cráteres descomunales, las rocas fragmentadas y hendidas y los estratos de hielo tan antiguo como la roca, todo eternamente muerto.
John Star se asomó al enrarecido y siniestro exterior por la pequeña plataforma que formaba la escotilla exterior al bajar. Lucía un uniforme que había pertenecido al capitán Madlok. Fingiendo una seguridad que estaba muy lejos de sentir, esperó a que se acercaran, desde el edificio bajo y blanco, dos hombres cuya actitud era de temerosa vacilación.
—¡Hola, los del Destacamento Cerbero! —saludó con el tono más autoritario que pudo adoptar.
—¡Hola, los del «Ensueño Purpúreo»! —respondió uno de los hombres, indeciso. Era un individuo muy bajo, muy calvo y muy gordo cuyo aspecto reflejaba el negligente abandono que a veces es producto del largo aislamiento. Sobre la pechera de su uniforme se acumulaba, pensó John Star, el precio en chatarra de una buena comida. Lucía unos deslustrados galones de teniente de la Legión.