Sólo le quedaba, para atormentarlo, un lúgubre remordimiento. La admiración por su famoso pariente le había cegado durante demasiado tiempo. Un concepto mal entendido del deber que le correspondía como legionario le había empujado a cometer una verdadera felonía. Aunque involuntariamente, había ayudado a traicionar al Palacio Verde y a la Legión.
—¡Ah, muchacho, ya era hora de que te acordases de nosotros! —gimió Giles Habibula desde las tinieblas que imperaban detrás de las rejas de la antigua prisión—. ¡Aquí estamos desde hace no sé cuánto tiempo, encerrados en el frío y la oscuridad de una tumba mortal! Esta maldita humedad me destrozará los viejos huesos! ¡Ah!, pero el hambre me está matando, muchacho. Desfallezco de hambre. ¿Cómo has podido dejarnos tanto tiempo sin un bendito bocado? Muchacho, ¿has conocido alguna vez lo que representa el devorador tormento del ayuno?
John Star estaba abriendo la oxidada puerta. Era lo mínimo que podía hacer para reparar la traición de su pariente… aunque la empresa de mayor envergadura, el rescate de Aladoree y su secreto, fuese prácticamente irrealizable.
—¿Puedes traernos un poco de caldo, muchacho? —gimió el viejo legionario—. ¿Y una botella de vino añejo de la bodega? ¿Algo que nos resucite y nos dé fuerzas para consumir sustancias más apetitosas?
—Voy a dejaros en libertad —dijo John Star, y agregó amargamente—: Es lo menos que puedo hacer para compensar la estupidez que he cometido.
—Debes ayudarnos a arrastrar fuera de aquí, muchacho, y subir a la luz del bendito sol. No olvides que estamos demasiado débiles. ¡Ay! Estamos muriéndonos de hambre, muchacho. Ni un bocado desde el día en que nos encerraste. Ni una migaja, muchacho, durante todo ese endemoniado tiempo.
Aunque mastiqué la caña de mis botas para sacar esa pizca de precioso alimento que hay en el cuero.
—¿Te has comido tus botas? ¡Pero si te traje aquí apenas esta misma mañana!
—No te burles del viejo Giles Habibula, muchacho. No seas tan cruel, cuando no ha tenido nada para comer, excepto sus benditas botas, y ha estado pudriéndose en una mazmorra durante semanas. ¡Ah, y derrochando su preciosa destreza tratando de forzar una cerradura estropeada por un infame orín!
—¿Semanas? ¡Aún no han transcurrido diez horas! Y te permití devorar aquel suculento desayuno en tu habitación antes de traerte… Aquella comida habría bastado para alimentar a una flota.
—No me tortures con tus burlas, muchacho. Estoy muerto de hambre y convertido en un saco de huesos. Por favor, muchacho, ayuda al viejo Giles Habibula a salir a la luz del sol, y búscale una gota de vino para que vuelva a calentar su pobre sangre.
Por fin cedió el pestillo y la puerta se abrió chirriando. Giles Habibula salió con paso vacilante, Hal Samdu lo siguió majestuosamente y Jay Kalam se asomó con decisión.
—¿Estamos en libertad? —preguntó Jay Kalam.
—Sí. Es lo menos que puedo hacer. ¡He sido un perfecto imbécil! Nunca conseguiré reparar el crimen que Eric Ulnar planeó con mi ayuda. Pero consagraré el resto de mi vida a esa empresa.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Jay Kalam, con la voz cargada de inquietud.
—Tal como sospechaba Aladoree, Eric Ulnar era un traidor. Después de que os encerré a los tres, le quedó el camino despejado. La nave, la misma que descendió anoche, provenía del planeta de la Estrella de Barnard. A bordo viajaban los aliados de Eric, unos seres monstruosos. Fue uno de ellos quien asesinó al capitán Otan. Eric Ulnar les prometió un cargamento de hierro a cambio de su ayuda. Al parecer, el hierro es indispensable para ellos. La nave se llevó a Eric y a Aladoree. A mí me hirieron… Hasta ahora no podía ni caminar.
—¿Se trata de los púrpuras?
—Sí. Como pensaba Aladoree. Se han aliado para restaurar el imperio, con Eric en el trono.
Entraron en el patio, iluminado por el sol de la tarde. Giles Habibula extendió sus manazas y miró con asombro a su alrededor. Se acarició la cara de voluminosos carrillos y palmeó su dilatada barriga.
—¡Caramba, muchacho! —exclamó—. Dime, ¿no bromeabas? ¿Éste es el mismo endemoniado día? ¡Y todos esos sufrimientos! ¡Mis benditas botas!
—¡Olvídate de tu panza, Giles! —gritó Hal Samdu, el rústico gigante. A continuación se volvió hacia John Star con una expresión de cólera impotente en su carota rubicunda—. Ese Eric Ulnar… —jadeó, dominado por la rabia—. Aladoree… ¿se la llevó consigo, dices?
—Sí. Ignoro adonde.
—¡Nosotros descubriremos el lugar! —prometió con vehemencia— ¡y la rescataremos! En cuanto a Eric Ulnar…
—Desde luego —sonó la grave y serena voz de Jay Kalam—. Por supuesto que trataremos de rescatarla, cualesquiera que sean los riesgos. La seguridad del Sistema lo exige, aun sin contar nuestro elemental deber para con Aladoree. Supongo que el primer problema consistirá en averiguar dónde está, y eso no será fácil.
—Debemos irnos de aquí —agregó John Star—. ¿Tenéis una radio?
—Un pequeño transmisor de ultraondas. Debemos comunicar inmediatamente la noticia al cuartel central de la Legión. John Star murmuró con amargura:
—Sí, desde luego. ¡Comunicad que Eric Ulnar se aprovechó de mi estupidez!
—No te atribuyas toda la culpa —le aconsejó Jay Kalam—. Otros, ocupando puestos de mayor responsabilidad, también se dejaron engañar, porque de lo contrario no lo habrían enviado aquí. Es poco lo que tú podrías haber hecho estando solo. Tu único error fue obedecer a tu jefe. Olvida los remordimientos, y tratemos de reparar el daño ya hecho.
—Pero no puedo dejar de sentir…
—Vamos. Enviaremos un mensaje a la base, ¡si no destruyeron el transmisor antes de partir!
Pero el pequeño transmisor, instalado en un cuartito de la torre, había sido sistemática y totalmente destrozado. Las lámparas estaban deshechas, los condensadores habían sido golpeados hasta reducirlos a una masa metálica informe, los cables habían sido cortados y los recipientes de las baterías estaban vacíos y rotos.
—¡Arruinado! —exclamó Jay Kalam.
—¡Debemos repararlo! —bramó John Star. Pero, no obstante todo su empeño optimista, pronto debió admitir que la empresa era impracticable.
—Es imposible. Aunque debe haber alguna solución. ¿Y la nave de aprovisionamiento?
—Regresará dentro de un año —respondió Jay Kalam—. Los viajes se reducen al mínimo, para no llamar la atención.
—¿No se darán cuenta de que algo anda mal, si la radio permanece muda?
—Estaba reservada para casos de emergencia. Nunca la utilizábamos. Alguien podría haber captado las señales y localizarnos. Dependíamos del secreto absoluto… y del poder del mismo AKKA. Claro está que Aladoree no tenía su arma montada; temía que se la robaran. Eso fue lo que les dio tiempo a esos traidores para secuestrarla. No estábamos preparados para semejante perfidia.
—¿Es posible salir de aquí a pie?
—No. En el desierto no hay agua. Éste es el lugar más aislado de Marte. No queríamos tener visitantes casuales.
—Pero hemos de hacer algo…
—Hemos de comer, muchacho —insistió Giles Habibula—. Aunque sea el mismo endemoniado día. Nada como una buena comida para agilizar el pensamiento. Una cena suculenta, muchacho, con una botella de vino añejo para regarla, ¡y conseguirás que salgamos de aquí esta misma bendita noche!
Y fue, en verdad, mientras sorbía un vaso de vino extraído de la vieja bodega, cuando se le ocurrió la idea.
—¡Tenemos tubos de luz! —exclamó—. Podemos intensificar la emisión. Poco importa que se quemen en seguida. Proyectaremos una señal de auxilio. Alguien la verá desde el espacio, recortada contra el telón de fondo negro del desierto.
—Lo intentaremos —asintió Jay Kalam—. Tal vez no sea un crucero de la Legión, pero tendrá un transmisor para llamar a uno de ellos.
—¡Ah muchacho! ¿Qué te dije? ¿Qué te dijo el pobre viejo Giles Habibula? ¿No es cierto que una gota de vino te aguzó el cerebro?
Cuando se extinguió el último resplandor crepuscular verdoso, y la fría oscuridad de la noche marciana cayó sobre el paisaje rojo, John Star estaba listo sobre la plataforma de la torre septentrional con el tubo luminoso en la mano. Los hilos estaban rebobinados para intensificar mil veces la luz.
Lo encendió en medio de la noche purpúrea, tachonada de estrellas, para formar una y otra vez el código de la llamada de auxilio de la Legión. El tubo le quemó la mano cuando se fundieron los electrodos y los carretes sobrecargados se inutilizaron. Pero Jay Kalam estaba junto a él con otro tubo, cuya potencia también había sido intensificada, y siguió emitiendo el silencioso mensaje.
Mientras se encontraba allí le pareció increíble que Aladoree hubiera estado con él esa mañana, sobre la misma plataforma. Increíble, ahora que estaba perdida en algún punto del negro abismo espacial, quizás a quince millones de kilómetros de distancia. Con el corazón dolorido, la imaginó tal como la había visto: esbelta, bien formada; con sus ojos candidos, jóvenes y grises; con la cabellera iluminada por el sol en una profusión de tonos castaños, rojos y dorados. Y comprendió que no habría estado menos resuelto a rescatarla si ella hubiera sido un ser humano común, en lugar de la guardiana del tesoro más valioso del Sistema.
Ya hacía mucho que había quedado atrás la medianoche cuando se apagó el último tubo de luz.
Permanecieron sobre la plataforma escudriñando el cielo purpúreo salpicado de estrellas, hasta que despuntó la aurora verde limón. Estaban ansiosos por ver los escapes azules que frenarían a la nave en descenso. Pero no observaron ningún movimiento, excepto el débil resplandor del satélite de Marte, Pobos, que se elevaba por el oeste y se deslizaba rápido hacia el este.
Giles Habibula, acostado boca arriba, roncaba apaciblemene. Se despertó al amanecer y bajó a la cocina. Finalmente les anunció que el desayuno estaba listo. Los legionarios se disponían a abandonar la torre, desanimados, cuando oyeron el rugido de los cohetes.
Una larga nave plateada, semejante a una flecha de fuego blanco bajo el sol matinal, pasó sobre el fuerte proyectando hacia delante el resplandor azul de sus cohetes.
—¡Una nave de la Legión! —gritó John Star—. El modelo más reciente y veloz.
Con sus ojos azules, que eran más agudos de lo que se hubiera podido imaginar, Hal Samdu leyó el nombre estampado sobre el fuselaje.
—Algo… purpúreo… ¡Es el «Ensueño Purpúreo»!
—¿El «Ensueño Purpúreo»? —repitió Jay Kalam—. Ésa es la nave capitana de la flota legionaria. ¡La nave del comandante en jefe!
—Si es la nave del comandante —dijo John Star parsimoniosamente, perdiendo el entusiasmo—, me temo que no nos prestará mucha ayuda. El comandante Adam Ulnar es tío de Eric Ulnar y el verdadero líder de los púrpuras. Fue Adam Ulnar quien le confió a Eric esa expedición interestelar, quien descubrió que Aladoree estaba oculta aquí y quien designó a Eric jefe de la guardia. Sospecho que sólo podemos esperar disgustos del comandante de la Legión.
Los cuatro legionarios salieron por el viejo portón y bajaron por la pendiente de piedra roja hasta el «Ensueño Purpúreo», que permanecía sobre las dunas amarillas del desierto. Giles Habibula seguía masticando los restos de comida que había guardado en el bolsillo.
El oficial de la nave, un hombre demasiado viejo para su rango, delgado y de aspecto severo, con una quijada que parecía una trampa apareció en la escotilla.
—¿Vosotros proyectasteis una llamada de auxilio?
—Sí, señor —respondió John Star.
—¿Qué problemas tenéis?
—Es preciso que salgamos de aquí. Hemos de llevar un mensaje urgente al Palacio Verde.
—¿De qué se trata?
—Es confidencial.
—¿Confidencial? —repitió el oficial, mirándolos fríamente.
—Muy confidencial.
—Entonces, subid a bordo, y pasad a mi cabina.
Treparon por la escalerilla y le siguieron por el angosto puente hasta su cabina. Después de cerrar la puerta se volvió hacia ellos, con marcada impaciencia.
—No tenéis por qué ocultarme nada. Soy el capitán Madlok, del «Ensueño Purpúreo», y disfruto de la plena confianza del comandante Ulnar. Sé que fuisteis destinados aquí para custodiar un tesoro valiosísimo. ¿Qué ha ocurrido?
Los compañeros de John Star titubearon. Jay Kalam era habitualmente taciturno, Hal Samdu demasiado torpe con las palabras y Giles Habibula exageradamente prudente. Fue John Star quien habló:
—Ese tesoro ha desaparecido.
—¡Desaparecido! —gritó Madlok—. ¿Habéis perdido el AKKA?
John Star, descorazonado, asintió con un movimiento de cabeza.
—Enviaron aquí a un traidor…
—¡No me interesan las excusas! —rugió Madlok—. Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros.
—Aladoree Anthar ha sido secuestrada —dijo secamente John Star. El semblante severo de Madlok le recordaba las clases sobre reglamento militar—. Sugiero, señor, que urge rescatarla, y pienso que debemos comunicar la noticia al Palacio Verde.
La voz de Madlok crepitó como si fuera de un metal quebradizo.
—Las medidas que haya que tomar las decidiré yo.
—Señor, la búsqueda debe empezar en seguida —dijo John Star, con ansiedad.
—No acepto que me dé órdenes. Ahora mismo os llevaré a los cuatro a la residencia del comandante Ulnar, en Pobos. Allí podréis explicarle vuestro fracaso.
—Señor, ¿puedo volver al fuerte unos minutos? —preguntó Giles Habibula—. Debo recoger algunas cosas…
—¿Qué cosas?
—Sólo unos cajones de vino añejo, señor.
—¡Cómo! ¿Vino? Nos vamos ahora mismo.
—Disculpe, señor —exclamó con gravedad Jay Kalam—. Nuestra misión nos coloca en una situación peculiar dentro de la Legión, al margen de la jerarquía militar. No estamos bajo sus órdenes.
—Las señales fueron vistas desde el observatorio privado del comandante Ulnar, en Pobos —replicó Madlok—. Dedujo, con razón, que habíais traicionado la confianza depositada en vosotros, que habíais perdido el AKKA, y me envió aquí con orden de transportaros al Palacio Purpúreo. Espero que tengáis la gentileza de obedecer al comandante de la Legión. ¡Despegaremos dentro de veinte segundos!
John Star había oído hablar de la residencia de Ulnar en Pobos; el esplendor del Palacio Purpúreo era famoso en todo el Sistema.
Los Ulnar siempre habían sido dueños, por derecho de desembarco, del pequeño satélite interior de Marte, una masa rocosa que apenas tenía treinta kilómetros de diámetro. Los ingenieros planetarios equiparon aquella masa estéril y pétrea con un sistema de gravitación, una atmósfera sintética, «mares» de agua de fabricación humana; plantaron bosques y jardines en un suelo recubierto con productos químicos y peñascos desintegrados, y acabaron por transformarla en una maravillosa finca.