La legión del espacio (3 page)

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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La legión del espacio
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—¿El AKKA? Creo que no, señor.

—Se trata de un símbolo.

—¿Y qué significa, señor?

¿Estaba llegando por fin a la conclusión?

—Hubo hombres que dieron su vida por averiguarlo, John Ulnar. Y hubo hombres que murieron porque lo sabían. En el Sistema hay una sola persona que sabe con exactitud lo que representan esas cuatro letras. Esa persona es una joven, y el primer deber de la Legión consiste en protegerla.

—Sí, señor. —La respuesta apenas fue un susurro.

—Porque, John Ulnar, el AKKA es la cosa más preciosa que posee la humanidad. No es necesario que le diga en qué consiste. Pero su pérdida, sépalo bien, y la pérdida de la joven que lo conoce significarían un desastre sin precedentes para la humanidad.

—Sí, señor. —John escuchaba ansiosamente.— No podría encomendarle una misión más importante que la de sumarse a los pocos hombres de confianza que custodian a esa muchacha. ¡Ni una misión más peligrosa! Porque hay hombres desesperados que conocen la existencia del AKKA, que saben que si lo tuvieran en su poder podrían controlar el Palacio Verde… o destruirlo. Ningún riesgo, ninguna dificultad, los hará desistir en su deseo de apoderarse de la joven, de obligarla a revelar el secreto. Usted deberá estar constantemente alerta contra cualquier agresión. La muchacha y el AKKA deben ser protegidos a toda costa.

—Sí, señor. ¿Dónde está la joven?

—Nadie podrá suministrarle esa información, hasta que esté en el espacio. Es demasiado grande el peligro de que usted, involuntariamente o no, la transmita. La seguridad de la muchacha depende de que nadie conozca su paradero. Si éste se divulgara, toda la flota de la Legión quizá no bastase para defenderla. Usted ha sido asignado a la custodia del AKKA. Se presentará inmediatamente ante el capitán Eric Ulnar, en el Palacio Verde, y quedará bajo sus órdenes.

—¡A las órdenes de Eric Ulnar!

Le sorprendió y regocijó descubrir que iba a prestar servicios bajo el mando de su famoso pariente, el gran explorador del espacio, que acababa de regresar de una peligrosa expedición más allá de los límites del Sistema, en el lejano y extraño planeta de la Estrella Fugitiva de Barnard.

—Sí, John Ulnar, espero que nunca olvide la trascendencia de la misión que le aguarda… Eso es todo.

Cosa curiosa, a John Star le dolió abandonar la vieja residencia de la Academia y separarse de sus compañeros. Y era curioso porque la ansiedad le tenía sobre ascuas. Le esperaban el misterio y el peligro, la aventura de encontrarse con su célebre pariente. Optimista por naturaleza, ignoró las lúgubres insinuaciones del mayor Stell acerca de la posibilidad del fracaso.

Aquella tarde, desde las ventanillas de la estratonave, vio por primera vez el Palacio Verde, sede del Consejo Supremo de los Planetas Unidos.

Brillaba oscura y fríamente, como una esmeralda gigantesca, sobre la meseta de Nuevo México castigada por el sol. Era una maravilla colosal de vidrio verde y traslúcido. La torre cuadrangular del centro se elevaba hasta una altura de mil metros y estaba coronada por la pista de aterrizaje hacia la que descendía la estratonave. Las cuatro grandes alas del edificio, sostenidas por columnatas, se extendían sobre un kilómetro y medio de parques verdes y frondosos. Se trataba de una joya solitaria engarzada en el desierto, al pie de la muralla escabrosa, de mil quinientos metros de altura, que formaban los montes Gandías.

John Star ardía en deseos de ver a Eric Ulnar, que entonces estaba en el apogeo de su fama por haber dirigido la primera expedición triunfal fuera del Sistema. Si es que podía calificarse de triunfal una expedición de la que sólo había regresado la cuarta parte de sus miembros, la mayoría de los cuales murieron luego víctimas de una espantosa enfermedad en la que concurrían la locura y una horrible desfiguración del cuerpo.

La historia del viaje contenía tenebrosos capítulos. Pero el público, como John Star, los ignoraba. A Eric Ulnar le habían tributado grandes homenajes, mientras la mayoría de sus compañeros yacían olvidados en celdas de hospitales, desvariando sobre las abominaciones de aquel remoto planeta solitario y sus cuerpos se descomponían sin que la ciencia médica pudiera acudir en su ayuda o entender la naturaleza del mal.

John Star descubrió que Eric Ulnar le esperaba en un aposento privado del vasto Palacio Verde. La larga cabellera rubia y la esbeltez de su silueta le conferían al joven oficial una belleza casi femenina. Los ojos ardientes y el aire altivo daban testimonio de su pasión y de su orgullo insolente. El mentón retraído y la boca indecisa revelaban su fatal debilidad.

—John Ulnar, creo que eres pariente mío.

—Creo serlo, señor —asintió John Star, disimulando la punzada de desencanto que se filtró incluso a través de su admiración. Estaba en posición de firmes, mientras los ojos arrogantes de Eric Ulnar escrutaban sin discreción alguna su cuerpo endurecido y fortalecido por los cinco años trituradores de entrenamiento en la Academia.

—¿Tengo entendido que estás en deuda con Adam Ulnar?

—Lo estoy, señor. Soy huérfano. Fue el comandante de la Legión quien me consiguió una vacante en la Academia. Si no hubiera sido por eso, tal vez no habría podido ingresar en la Legión.

—Adam Ulnar es mi tío. Me pidió que te eligiera para esta misión. Espero que me sirvas con lealtad.

—Por supuesto, señor. Al margen de la deuda contraída, usted es mi superior en la Legión.

Eric Ulnar sonrió. Por un momento su rostro fue casi atractivo, a pesar de su debilidad y su soberbia.

—Estoy seguro de que nos entenderemos —dijo—. Pero quizá necesite que me prestes, como pariente, determinados servicios que no podría pedirte tomo tu superior.

John Star se preguntó cuáles serían esos servicios. No podía ocultar que Eric Ulnar no respondía del todo a su concepto de lo que debía ser un heroico explorador del espacio. Había en él algo que inspiraba un vago sentimiento de desconfianza, pese a que siempre había sido su ídolo.

—¿Estás listo para partir rumbo a tu destino?

—Sí, señor.

—Entonces embarcaremos en seguida.

—¿Dejamos la Tierra?

—Lo mejor que puedes hacer, en tu propio interés —dijo Eric Ulnar con tono de cortante superioridad—, es obedecer las órdenes y no formular preguntas.

Un ascensor los llevó hasta la luminosa confusión que imperaba en la pista de aterrizaje de la torre. El «Escorpión» los esperaba allí: era una nueva y veloz nave espacial de líneas cilíndricas ahusadas, de unos treinta metros de longitud, totalmente de color blanco plateado, excepto los cohetes de propulsión negros.

Dos legionarios los recibieron en la escotilla, y subieron a bordo con ellos. Vors, delgado, nervudo, con cara de rata; Kimplen, alto, ojeroso, con aspecto de lobo. Ambos, mucho mayores que John Star, eran, como pronto habría de saberlo éste, dos de los pocos veteranos de la expedición interestelar que no habían sucumbido a la misteriosa enfermedad. Le trataron con una indiferencia condescendiente que le irritó. Era extraño, pensó, que hubiesen elegido a hombres de tal catadura para custodiar el infinitamente precioso AKKA. Él no les habría confiado ni el precio de una comida.

El «Escorpión» fue cargado de víveres y de combustible, y los diez tripulantes ocuparon sus puestos. La escotilla se cerró herméticamente, los múltiples cohetes vomitaron llamas azules, y la nave atravesó raudamente la atmósfera rumbo a la libertad del vacío.

A mil quinientos kilómetros de altura, ya en el vacío del espacio, helado y tachonado de estrellas, el piloto apagó los cohetes; obedeciendo a una orden de Eric Ulnar, enfiló la proa del crucero hacia el lejano destello rojo de Marte y puso en marcha los generadores de los geodinos. Éstos, que en términos más técnicos se denominaban desviadores geodésicos electromagnéticos, zumbaron suavemente, y sus poderosos campos reaccionaron contra la curvatura del espacio mismo, alterándola, conduciendo al «Escorpión» a través de los ciento cincuenta millones de kilómetros que lo separaban de Marte, con una aceleración y una velocidad final que antaño la ciencia había juzgado imposibles.

Olvidando la desconfianza que le inspiraban Vors y Kimplen, John Star disfrutó del viaje. Los eternos milagros del espacio le fascinaron durante largas horas. El cielo de color ébano; los puntos congelados de las estrellas, multicolores, inmóviles; el esplendor plateado de las nebulosas; el Sol supremo, azul, con las alas rojas de la corona ígnea.

Sirvieron tres comidas en la pequeña cocina. Después de veinte horas detuvieron los geodinos, demasiado poderosos para maniobrar sin peligro en las proximidades de un planeta. El «Escorpión» cayó, frenado por las ráfagas de los cohetes, hacia el hemisferio nocturno de Marte.

En pie junto al piloto, Eric Ulnar daba instrucciones extraídas de un memorándum privado. Toda la operación estaba rodeada por un aire de misterio, de secreto, de desafío a peligros desconocidos, que intrigaba a John Star. Sin embargo, experimentaba la sensación de que ocurría algo irregular, y le preocupaba un vago temor de que las cosas no fueran como debían ser.

Se posaron sobre un rocoso desierto marciano, aparentemente lejos de toda ciudad o «canal» habitado y fértil. En las inmediaciones acechaban, a la luz de las estrellas, unas colinas bajas y oscuras. John Star desembarcó acompañando a Eric Ulnar, con la rata Vors y el lobo Kimplen. Junto a ellos depositaron su magro equipaje y una pequeña carga de mercancías.

Cuatro legionarios surgieron de las sombras. Aquélla era la fracción de la guardia, interpretó John Star, que ellos habían ido a relevar. Los cuatro hombres subieron a bordo, después de intercambiar su jefe algunos documentos con Eric Ulnar, y la escotilla se cerró detrás de ellos. De los cohetes brotaron llamas azuladas y el «Escorpión» se alejó rugiendo, como un cometa azul declinante, para perderse en seguida entre las resplandecientes estrellas marcianas.

John Star y sus acompañantes esperaron en el desierto a que amaneciera. El Sol asomó de pronto, encogido y azul, después de una brevísima aurora amarilla, e inundó bruscamente el paisaje rojo con un brillo intenso.

El antiguo planeta se extendía extraña y lúgubremente desolado debajo del cénit violeta y los horizontes de color verde limón. Los desiertos solitarios de arenas movedizas de color ocre estaban surcados por bajas dunas semicirculares. Las crueles y puntiagudas aristas de roca volcánica roja asomaban de la arena amarilla como colmillos rotos. Las rocas solitarias habían sido erosionadas por el viento cargado de arena hasta transformarse en monstruos grotescos de color escarlata.

Las colinas se agazapaban sobre la planicie. Bajas, desgastadas desde tiempos inmemoriales, como todas las montañas del moribundo Marte. Masas desmoronadas de piedra roja; empalizadas rotas de columbas de roca rojinegra; precipicios escarpados y tallados por el viento.

Sobre la cima de un cerro se destacaban las ruinas de un antiguo fuerte. Las macizas murallas serpenteaban a lo largo del borde de los precipicios, jalonadas aquí y allá por robustas torres cuadrangulares. Había sido totalmente construido con la piedra volcánica típica del desierto marciano, y se estaba derrumbando lentamente.

John Star sabía que la fortaleza debía remontarse a la época del triunfo sobre los extraños marcianos cubiertos por caparazones de sílice. Debía estar abandonada desde hacía tres siglos, aunque ahora no estaba desierta.

Un centinela les salió al paso cuando subieron hasta el portón. Se trataba de un hombre muy gordo, bajo, de nariz azulada, vestido con el uniforme de la Legión, que parecía haber estado dormitando perezosamente bajo la tibia luz del sol. Examinó los documentos de Eric Ulnar con expresión desconfiada. —¡Ah! ¿De modo que vosotros sois la guardia de relevo? —jadeó—. Endemoniadamente pocas veces vemos aquí a un ser viviente. Entrad. El capitán Otan está en sus habitaciones, al otro lado del patio.

Entre los semidesmoronados muros rojos encontraron un vasto patio abierto, rodeado por una galería sobre la cual se abrían muchas puertas y ventanas. Una pequeña fuente jugaba en un jardincillo poblado de llamativas flores. Más lejos había una pista de tenis, de la cual huyeron rápidamente un hombre y una joven cuando aparecieron los legionarios.

El corazón de John Star brincó excitado ante la presencia de la muchacha. Se sintió inmediatamente seguro de que debía ser la guardiana del misterioso AKKA. ¡Era la joven que le habían ordenado custodiar! Al recordar la advertencia del mayor Stell, en el sentido de que había enemigos desesperados y desconocidos que estaban ansiosos por apoderarse de ella, John Star tuvo un momento de aprensión. El viejo fuerte no brindaba verdadera protección: era poco más que una guarida. Además, no tardó en enterarse de que, en total, sólo había ocho hombres encargados de custodiarla. Estaban armados exclusivamente con pistolas manuales de descargas protónicas. Claro que el secreto era su única defensa; el secreto y el arma misteriosa de la joven. Si los enemigos descubrían que ella estaba en ese lugar, y enviaban una moderna nave de guerra…

Durante él día no averiguó nada más. Eric Ulnar, Vors y Kimplen siguieron demostrando una insolente falta de espíritu comunicativo. Los cuatro hombres que quedaban de la guardia anterior permanecían curiosamente alejados, hablaban con cautela y parecían estar a la defensiva. Se mantenían ocupados transportando las provisiones desde el lugar donde las había descargado el «Escorpión». Al parecer, allí había víveres para muchos meses.

Una hora después del crepúsculo, John Star estaba en la habitación individual que le habían designado, y que se abría hacia un patio antiguo, cuando oyó un grito de alarma:

—¡Cohetes! ¡Cohetes! ¡Está descendiendo una nave desconocida!

Al salir corriendo al patio, vio un resplandor verdoso que descendía desde las estrellas, y oyó un silbido agudo que aumentó de volumen hasta convertirse en un rugido estridente ensordecedor. La llama, expandida hasta una dimensión extrema, descendió detrás de la muralla oriental. El rugido cesó bruscamente. John Star sintió un fuerte temblor debajo de los pies.

—¡Es una nave descomunal! —gritó el centinela—. Se posó tan cerca de aquí que sacudió la colina. Sus cohetes despedían una llama verde. Es la primera vez que veo algo así.

¿Era posible, se preguntó John Star mientras los latidos de su corazón parecían interrumpirse por instantes, que los misteriosos enemigos de la joven hubiesen descubierto su paradero? ¿Que aquella nave hubiera venido a secuestrarla?

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