Para construir su residencia, Adam Ulnar consiguió los planos del Palacio Verde, el colosal capitolio del Sistema, y reprodujo el edificio habitación por habitación. Pero lo construyó a una escala que añadía ocho centímetros por metro, utilizando, en lugar de vidrio verde, vidrio purpúreo, el color del imperio.
El «Ensueño Purpúreo» se posó sobre la pista de aterrizaje situada en la cúspide de la titánica torre cuadrangular. Cuando desembarcaron, John Star divisó, más allá del borde de la plataforma, los techos de las grandes alas del edificio, inmensas extensiones fulgurantes de color púrpura que avanzaban en medio del intenso verde del prado del jardín. Después, los bosques y colinas del pequeño mundo parecían zambullirse con una brusquedad creciente y vertiginosa, de modo que sintió como si estuviera cabalgando peligrosamente sobre la cima de una gran bola verde, navegando por un abismo estrellado de color púrpura azulado.
Bajaron mil metros en un ascensor, escoltados por Madlok y media docena de hombres armados, tripulantes del crucero. Luego, entraron en un asombroso salón.
Análogo a la Cámara del Consejo del Palacio Verde, tenía cuatro lados de quinientos metros cada uno, y lo remataba una cúpula descomunal. La elevada bóveda y las columnatas estaban iluminadas con lámparas de colores para lograr un efecto sobrecogedor de vastedad y esplendor.
En el centro del recinto había un millar de asientos, agrupados en un espacio comparativamente reducido, que correspondía a los del Consejo del Palacio Verde. Estaban vacíos. Por encima de ellos, sobre un alto estrado, se levantaba un magnífico trono de cristal púrpura, vacío, cuajado de piedras preciosas. Sobre el asiento descansaban la antigua corona y el cetro de los emperadores… esperando.
Atónitos e intimidados, los hombres caminaron a través de la inmensa sala, bajo la silenciosa bóveda, y rodearon el estrado. Detrás del trono encontraron una puerta custodiada por la que penetraron en una habitación pequeña. Adam Ulnar, comandante de la Legión del Espacio, dueño de tanta pompa y de la colosal riqueza y poder que ella representaba, estaba sentado allí tras una sencilla mesa.
Aunque era dos veces mayor que Eric Ulnar y casi dos veces más grueso que él, Adam Ulnar parecía tan bello como su sobrino. Cuadrado de hombros, erguido, lucía un sencillo uniforme de la Legión, sin insignias que denotaran su rango. El sereno vigor de su rostro, la nariz prominente, la boca enérgica, los ojos azules profundamente firmes, todo contrastaba con la atolondrada debilidad infantil de Eric. Su larga melena, casi blanca, le confería tanta distinción como la que le daban a Eric sus rubios y lacios cabellos.
Con gran sorpresa por su parte, John Star experimentó una inmediata admiración instintiva por aquel hombre de su misma sangre, tan generoso con un pariente desconocido… pero ahora, aparentemente, transformado en traidor a la Legión que comandaba.
—Los hombres que perdieron el AKKA, comandante —informó Madlok lacónicamente.
Adam Ulnar los miró, sin asombro, con una vaga sonrisa en sus aristocráticas facciones.
—¿De modo que vosotros formabais la guardia de Aladoree Anthar? —dijo con voz agradable, bien modulada—. ¿Cómo os llamáis?
John Star dio los nombres de sus compañeros.
—… y yo soy John Ulnar.
Sonriendo nuevamente, el comandante se puso en pie.
—¿John Ulnar? ¿Pariente mío, supongo?
—Tengo entendido que sí, señor.
Permaneció inmóvil, fríamente rígido. Adam Ulnar rodeó la mesa para acercarse a saludarlo, con cálida cortesía.
—Quiero hablar a solas contigo, John —dijo, y le hizo una seña a Madlok, quien se retiró con los demás.
A continuación se volvió hacia John Star y le hizo una amable indicación:
—Siéntate, John. Lamento no haberte conocido antes, y en circunstancias menos incómodas. Acumulaste calificaciones brillantes en la Academia, John. Yo he previsto para ti una carrera igualmente brillante.
John Star permaneció en pie, con el semblante tenso, y dijo secamente:
—Supongo que debería darle las gracias, comandante Ulnar, por mi educación y mi incorporación a la Legión. Pocos días atrás lo habría hecho de muy buen grado. ¡Ahora, sencillamente, parece que se habían propuesto jugar conmigo!
—Yo no diría eso, John —protestó apaciblemente Adam Ulnar—. Es cierto que los hechos no ocurrieron tal como yo los había planeado. Eric ha tomado demasiadas iniciativas por su propia cuenta. Pero cuando te puse a sus órdenes directas me proponía…
—¡A las órdenes de Eric! —exclamó John Star con vehemencia—. ¡De un traidor! Eso es él, a pesar de lo mucho que lo admiré en otra época. Al obedecer sus órdenes, ayudé a traicionar a la Legión y al Palacio Verde.
—La palabra «traidor» es muy dura cuando sólo se trata de una diferencia política.
—¡Una diferencia política! —La voz de John Star vibraba de indignación—. ¿Confiesa sin tapujos que usted es infiel al deber que le corresponde como oficial de la Legión? ¡Usted, el comandante en jefe!
Adam Ulnar sonrió. Parecía lleno de simpatía, amabilidad y algo divertido ante aquella situación.
—¿Comprendes que soy con creces el hombre más rico del Sistema? ¿Que soy, indudablemente, el más poderoso e influyente? ¿No se te ocurre pensar que la lealtad al Palacio Purpúreo podría reportarte más ventajas que la lealtad a la democracia?
—¿Pretende convertirme a mí en un traidor, señor?
—Por favor, John, no emplees esa palabra. La forma de gobierno que represento tiene una tradición histórica mucho más antigua que tus absurdas ideas de igualdad y democracia. Y, al fin y al cabo, tú eres un Ulnar. Si accedes a pensar en tu provecho personal, podré darte riqueza, rango y autoridad, lo que jamás conseguirás con tu actual actitud democrática, tan poco práctica.
—No estoy de acuerdo.
John Star continuaba rígidamente firme frente a la mesa.
Adam Ulnar se acercó y le tomó del brazo, con ademán persuasivo.
—John —dijo—, me caes simpático. De niño ya demostrabas poseer cualidades que yo apruebo, aunque supongo que no te acordarás de mí. Tu coraje, y esa tenaz obstinación que casi nos convierte en enemigos ahora se contaban entre ellas. Son cualidades de que carece mi sobrino. Me he interesado por tu carrera. John. La he seguido con más atención de la que puedes suponer. Recibía informes detallados sobre tus progresos en la Academia, sobre todo lo que hacías. Yo no tengo hijos propios, y la familia de los Ulnar no es muy numerosa. Sólo quedamos Eric, hijo de mi infortunado hermano mayor, tú y yo. Eric es doce años mayor que tú. En su juventud lo mimaron demasiado. Siempre le decían que un día sería emperador del Sol. Lo malcriaron. Y no me gusta en absoluto el resultado, John. Eric es débil y terco, y al mismo tiempo es cobarde. La alianza con las criaturas del planeta de la Estrella Fugitiva ha sido un acto de cobardía: la concertó sin consultarme porque temía que fracasaran los planes que yo había trazado para la revolución. De todos modos, contigo adopté una táctica distinta. Te inscribí en la Academia y te oculté tu encumbrado destino. Quería que aprendieras a confiar en tus propias fuerzas, a desarrollar tu carácter, tus recursos, tu personalidad. Esta última experiencia ha sido una especie de prueba, John. Y ha demostrado, según creo, que posees todas las condiciones que yo esperaba. Además, me caes simpático, John.
—¿Sí? —dijo John Star fríamente, sin abandonar su reserva.
—Vamos a restaurar el imperio. Ahora nada podrá oponerse a nuestros planes. El Palacio Verde está condenado. Pero no quiero instalar a un alfeñique en el trono. Ulnar es un apellido antiguo, un apellido glorioso. Nuestros antepasados pagaron por el imperio sangre, sudor e inteligencia. No quiero que nuestro apellido se envilezca, como podría envilecerlo un hombre del carácter de Eric.
—Eso significa… —exclamó John Star, atónito—. Con todo esto, quiere decir que yo…
—Eso es, hijo mío. —Adam Ulnar le sonreía con la satisfacción y una tierna esperanza reflejadas en su aristocrático rostro—. Eso es. No quiero que Eric sea emperador del Sol cuando capitule el Palacio Verde. ¡El nuevo emperador serás tú!
John Star permaneció inmóvil, y miró aturdido la enérgica figura, coronada por la blanca melena, de Adam Ulnar.
—Sí, tú serás el emperador, John —repitió éste suavemente, con una sonrisa cálida—. En realidad tus derechos son más legítimos que los de Eric. Eres el heredero directo. Tengo pruebas de ello.
John Star se libró de la mano de Adam Ulnar y retrocedió un paso riendo irónicamente.
—¿Qué sucede, John? —El comandante parecía extrañado—. Tú no…
—¡No! —John Star contuvo el aliento y luego habló en tono categórico—. No quiero ser emperador. Si alguna vez lo fuera, abdicaría y restauraría el Palacio Verde.
Adam Ulnar regresó despacio a su mesa, y se sentó con expresión de cansancio. Permaneció un largo rato en silencio, estudiando la figura tensa, resuelta, de John Star.
—Ya veo —dijo al fin—. Entiendo que hablas en serio. Es una infortunada consecuencia de tu educación, algo que yo no había previsto. Supongo que ya es demasiado tarde para cambiarte.
—Puede estar seguro de que así es.
Adam Ulnar volvió a reflexionar y después se levantó súbitamente, con una decisión imperiosa reflejada en el rostro.
—Espero que entiendas la situación, John. Nuestros planes están en marcha. Si tú no quieres ser emperador, lo será Eric. Quizá, con mi asesoramiento, no lo hará tan mal. De todos modos, el Palacio Verde está condenado. ¿Supongo que con tu absurda actitud te enfrentarás a nosotros?
—Eso haré —prometió John Star con vehemencia—. Lo único que deseo es tener una oportunidad para frustrar vuestros malditos planes.
Adam Ulnar asintió con la cabeza y por un instante casi sonrió.
—Sabía que lo harías. —El orgullo familiar vibró por un instante en su voz—. Seré tan franco contigo como tú lo has sido conmigo. Esto significa que habrás de pasar el resto de tu vida en prisión. De lo contrario, sería preciso matarte. Confío demasiado en tu pericia y tu decisión para dejarte en libertad.
—Gracias —respondió John Star, con tono más cordial del que se había propuesto emplear.
Algo intervino para suavizar la expresión de arrogante autoridad que había aparecido en las facciones del viejo comandante.
—Adiós, John. Lamento que debamos separarnos así. Apoyó la mano fugazmente sobre el hombro de John Star y éste, involuntariamente, hizo un gesto de dolor.
—¿Estás herido, John?
—Fue un arma de la nave negra. Me produjo una quemadura verdosa.
—¡Ah, el gas rojo! —De pronto el comandante mostró inquietud—. Abre la túnica y déjame ver. Sospechamos que la sustancia es en realidad un virus transportado por el aire, aunque los informes bioquímicos que trajo consigo la expedición son incompletos y poco concluyentes. Los efectos son bastante desagradables, pero mis expertos en medicina planetaria han descubierto un tratamiento. Date vuelta y déjame ver… Debes ir ahora mismo al hospital, John. Creo que estamos a tiempo para detenerlo.
—Gracias —respondió John Star con menos adustez, porque recordaba los rumores terroríficos acerca de hombres que habían enloquecido y se habían podrido en vida por la acción de aquel gas.
—Hijo, sé que nunca más podré volver a hacer algo por ti, y lo lamento. Me duele que prefieras pasar del hospital a la cárcel, y no al trono vacante del Palacio Purpúreo.
En un cuarto del hospital situado en el ala meridional del gigantesco Palacio Purpúreo, un médico ceñudo y poco locuaz, pero competente, lavó la herida de John Star con una solución azul, débilmente luminiscente. Luego la cubrió con un ungüento espeso, la vendó y le hizo meterse en la cama. Dos días más tarde la piel atacada empezó a desprenderse en escamas duras, verdosas, apareciendo tejido nuevo y sano.
—Bien —dijo el lacónico profesional, inclinándose para examinarlo—. Ni siquiera ha quedado una cicatriz. Tiene suerte.
John Star empleó una de las técnicas de lucha que le habían enseñado en la Academia. Redujo al médico y salió de la habitación vestido con su indumentaria, dejándole allí amordazado, maniatado y furioso, aunque ileso.
Cuatro hombres vestidos con el uniforme de la Legión le esperaban en la puerta. Iban armados y, sin dar muestras de sorpresa, se mostraron cautelosamente corteses.
—Por aquí, por favor, John Ulnar, si está preparado para ir a la prisión.
Con una pequeña sonrisa, John Star asintió.
La prisión era un recinto inmenso, cuadrangular, con el techo muy alto. Estaba situada debajo del ala norte del Palacio Purpúreo. Sus muros eran de metal blanco, brillantes e impenetrables. Había tres puertas —separadas por pequeñas cámaras ocupadas por guardianes— macizas y blindadas. Un mecanismo las hacía deslizar de tal forma que impedía que pudiese abrirse más de una simultáneamente. De esta forma, abierta una, las dos restantes siempre bloqueaban el camino hacia la libertad.
El pabellón de las celdas se encontraba en el centro de la vasta sala, y consistía en una hilera doble de grandes jaulas enrejadas, separadas por tabiques de chapa metálica. Cada celda contaba con una litera dura y estrecha, y con las instalaciones más elementales para un ocupante solitario. Siempre había un guardia de turno, que marchaba sin cesar alrededor del pabellón.
John Star se dejó caer con desánimo sobre la litera. Sólo pensaba en huir. Porque la Legión, controlada por Adam Ulnar, no recibiría la orden de intentar el rescate de Aladoree. Comprendió amargamente que ni siquiera comunicarían al Palacio Verde que se había perdido el AKKA.
Pero, ¿cómo huir? ¿Cómo salir de la celda cerrada? ¿Cómo eludir al centinela de fuera, que sólo llevaba una porra por temor a que algún prisionero le arrebatara el arma? ¿Cómo pasar por las tres puertas, con los guardias apostados en los compartimientos intermedios? ¿Cómo transitar por los corredores interminables y laberínticos del Palacio Purpúreo, que era una auténtica fortaleza? Y finalmente: ¿cómo escapar del planeta que era, en realidad, un dominio privado de vigilado por sus leales secuaces? ¿Cómo lograr lo jadeante que llegaba desde la celda vecina, que no tienes corazón, hombre? Estamos encerrados en este infame lugar desde hace un endemoniado lapso, a pan y agua, o con muy poco más. ¿Tienes el corazón de piedra, hombre? Seguramente puedes traernos algo más para la cena. Sólo un bocado adicional, que nos avivará el apetito para la ración normal de la cárcel. Un suculento bistec con salsa de setas, por ejemplo, y un pastel de carne caliente para cada uno de nosotros. Sólo para despertar el apetito.