—Claro que no. Pero tengo orden de encerrarte en el pabellón de las celdas.
—Esas viejas mazmorras son endemoniadamente frías y húmedas, muchacho.
—Mis órdenes…
—Te acompañaré, muchacho. Aparta la mano del lanzador de protones. El viejo Giles Habibula no le traerá problemas a nadie.
—Ven.
—¿Puedo comer antes un bocado, muchacho? ¿Y terminar mi vino?
A pesar de su tosquedad, el viejo Giles Habibula le caía, en cierto modo, simpático a John Star. De modo que se sentó y aguardó a que rebañara los platos y vaciara tres botellas. Después bajaron juntos a las mazmorras.
Aladoree Anthar salió a su encuentro cuando volvió al patio. El rostro de la muchacha estaba ensombrecido por la preocupación y el miedo.
—John Ulnar —le dijo, estremeciéndose al pronunciar su nombre—. ¿Dónde están mis tres legionarios leales?
—Encerré a Samdu, Kalam y Habibula en la vieja prisión. El rostro de la joven palideció de desprecio.
—¿Crees que son asesinos?
—No, realmente no creo en su culpabilidad.
—Entonces ¿por qué los encerraste?
—Tengo que obedecer órdenes.
—¿No te das cuenta de lo que has hecho? Todos mis guardianes leales han sido asesinados o están presos. Estoy a merced de Ulnar… ¡y él es el verdadero asesino! ¡El AKKA ha sido traicionado!
—¡Eric Ulnar un asesino! Lo juzgas mal…
—¡Vamos! Te demostraré que lo es. Un asesino y algo peor. Acaba de salir nuevamente. Se encamina hacia la nave que llegó anoche para encontrarse con sus camaradas de traición.
—Te equivocas. Seguramente…
—¡Vamos! —exclamó ella con ansiedad—. No seas ciego. La muchacha lo condujo velozmente a lo largo de rampas y parapetos hasta la parte oriental de la antigua fortaleza. Allí subieron a la plataforma de una torre.
—¡Mira! La nave… Ignoro de dónde vino. ¡Y Eric Ulnar, tu héroe de la Legión!
Los precipicios erosionados por el tiempo y los peñascos rojos desmoronados se extendían desde el pie de la muralla hasta la espectral llanura. Allí, a poco más de un kilómetro de ellos, permanecía la extraña nave.
John Star nunca había visto algo parecido. Era un aparato colosal, de aspecto extraño, totalmente construido en un metal negro y brillante.
Todas las naves conocidas del Sistema eran ahusadas, finas, plateadas y pulidas como espejos para reducir la radiación y la absorción de calor en el espacio. Todas eran relativamente pequeñas; las de mayores dimensiones no medían más de ciento sesenta metros.
Pero el fuselaje de aquella nave era un gigantesco globo negro cubierto por un laberinto de protuberancias —vigas, superficies ensambladas, enormes aspas semejantes a alas, gigantescos brazos articulados de metal— que le daban el aspecto de una araña increíblemente grande. Los patines de metal sobre los que descansaba se prolongaban setecientos cincuenta metros por el desierto rojo, y la esfera tenía más de trescientos metros de diámetro.
—¡La nave! —susurró la muchacha—. ¡Y Eric Ulnar, el traidor!
Apuntó con el dedo y John Star vio la minúscula figura de un hombre, que bajaba con dificultad por la pendiente, reducido al tamaño de un insecto insignificante por la descomunal sombra de la nave.
—¿Me crees ahora?
—Algo falla —confesó él, a regañadientes—. Algo… ¡Le seguiré! Aún puedo alcanzarlo y obligarle a decir qué sucede. Aunque sea mi superior.
Echó a correr impetuosamente por la escalera de la vieja torre.
La negra mole de aquella extraña nave llenaba el firmamento del este, y su globo central destacaba como una luna oscura caída sobre el desierto rojo. Los patines, que ocupaban setecientos cincuenta metros sobre los restos de las rocas que habían triturado, parecían altas murallas de metal. A la sombra del increíble aparato, el hombre que caminaba ante John Star parecía minúsculo. Cuando había recorrido la mitad del trayecto que lo separaba del fuselaje, y ya casi estaba debajo del alerón negro que ocultaba una octava parte del cielo, aún no había mirado atrás. John Star se hallaba a cuarenta metros de él, y respiraba con tanta fuerza que temió que el otro le oyera. Desenfundó el arma de protones y gritó:
—¡Alto! Quiero hablar contigo.
Sorprendido, Eric Ulnar se detuvo y giró la cabeza. Hizo un ligero ademán, como si se dispusiera a empuñar su arma, pero se inmovilizó al ver la figura de John Star.
—Acércate —ordenó éste. Esperó, tratando de recuperar el aliento y dominar el temblor nervioso de su mano, mientras su famoso pariente volvía poco a poco sobre sus pasos, con una afectada expresión de fastidio en su rostro delgado, débil y atractivo.
—Bien, John —dijo Eric Ulnar, con una sonrisa desdeñosa—. Te estás excediendo otra vez. Creo que eres demasiado impetuoso para ser un buen legionario. A mi tío le apenará enterarse de tu fracaso.
—Eric —dijo John Star, un poco sorprendido por su propio aplomo—. Voy a formularte algunas preguntas. Si no me gustan las respuestas, me temo que tendré que matarte.
En las facciones afeminadas de Eric Ulnar se reflejó una furia devastadora.
—¡Tendrás que comparecer ante un consejo de guerra por esto, John!
—Probablemente; pero ahora quiero saber de dónde vino esta nave, y por qué te estás acercando hacia ella.
—¿Cómo puedo saber de dónde vino? Nunca se vio algo parecido en el Sistema. La simple curiosidad bastó para atraerme aquí.
Eric Ulnar meneó su rubia cabeza, y esbozó una sonrisa burlona.
—Sospecho, Eric, que planeas traicionar al Palacio Verde —dijo John Star con serenidad—. Creo que sabes de dónde proviene esta nave, y por qué fue asesinado el capitán Otan. Y a menos que puedas convencerme de que me equivoco, te mataré, pondré en libertad a los tres hombres que me mandaste encerrar y defenderé a la muchacha. ¿Qué puedes alegar?
Eric Ulnar levantó la vista hacia el inmenso alerón negro que se extendía sobre ellos y volvió a sonreír con insolencia.
—Bien, John —anunció, subrayando las palabras—, soy un traidor.
—¡Eric! —John estaba aturdido por la sorpresa y la ira—. ¡Lo confiesas!
—Por supuesto, John. Nunca planeé ser otra cosa… si llamas traición al hecho de tomar lo que me corresponde por derecho. Al parecer ignoras que por tus venas corre sangre imperial, aunque por lo visto han descuidado tu educación. Pero lo que te digo es cierto: tienes sangre imperial. Yo soy el legítimo emperador del Sol, John, y dentro de muy poco tiempo tomaré posesión de mi trono. Había pensado que como príncipe de la dinastía, podrías ocupar un cargo importante en mi régimen. Pero dudo que vivas para disfrutar de las recompensas de la revolución. Eres demasiado independiente.
—Exactamente, ¿qué es lo que has hecho? —preguntó John Star—. ¿Y de dónde ha venido esta nave?
Mantuvo fijos los ojos, y el arma amenazante, sobre la figura de su interlocutor.
—Esta nave proviene del planeta de la Estrella de Barnard, John. Supongo que habrás oído hablar de los moribundos que trajimos con nosotros de esa expedición. ¿Sabes qué es lo que balbucean? No están tan locos como creen todos, John. La mayoría de los seres que describen son reales, y esos seres me ayudarán a aplastar el Palacio Verde.
—¿Te has traído… aliados?
Eric Ulnar sonrió, burlándose del horror que expresaba la voz de John Star.
—Eso hice, John. Verás, los amos del planeta que descubrimos son tan inteligentes como los hombres, aunque no son humanos. Necesitan hierro. Éste no existe en su mundo y es valiosísimo para ellos: para obtener instrumentos magnéticos, máquinas eléctricas, aleaciones… millares de cosas. De modo que concerté una alianza con ellos. Me enviaron esta nave con algunas de sus armas. Poseen aparatos bélicos que te dejarían asombrado. Sus conquistas científicas son realmente notables. Enviaron esta nave para ayudarme a aplastar el Palacio Verde y restaurar el imperio. A cambio, hemos aceptado cargar su nave con hierro. El hierro es barato y podemos venderlo. Pero lo cierto es que, cuando nos hayamos adueñado del AKKA y el Palacio Púrpura esté nuevamente consolidado en el poder, pienso aniquilarlos. No es muy agradable tenerlos cerca. Es peor de lo que te imaginas. Esos hombres enloquecidos… Sí, John, estoy seguro de que será preciso destruirlos después de apropiarnos del arma secreta. La muchacha ya debe de haberte hablado del AKKA, ¿verdad, John?
—Sí, lo hizo. Y pensé… ¡Yo confiaba en ti, Eric!
—¡De modo que ella ya sospechaba! Entonces habrá que encadenarla antes de que tenga la oportunidad de utilizar el AKKA. Pero Vors y Kimplen ya deben haberla puesto a buen recaudo, supongo.
—¡Traidor! —gritó John Star.
—Claro que sí, John. Nos la llevaremos. Tendremos que matarla después de que nos haya explicado el sistema que le fue confiado. Es una lástima que sea tan hermosa.
John estaba paralizado por la incredulidad, y Eric Ulnar volvió a sonreír.
—Soy un traidor, John… Según tu definición, claro. Pero tú eres algo peor: eres un tonto, John. Te llamé porque necesitaba un cuarto hombre para completar la guardia. Y porque mi tío insistió en que convenía darte una oportunidad en la vida. Al parecer, tenía un concepto exagerado de tus aptitudes.
Eric Ulnar dejó escapar súbitamente una risita aguda.
—Has sido un tonto, John —continuó—. Si quieres saber hasta qué punto has sido tonto, mira hacia arriba. —Y la bella cabeza rubia hizo una breve y burlona reverencia.
John Star había mantenido la vista fija en su interlocutor, esperando que éste se valiera de alguna treta para distraerlo. Pero, en ese momento, al mirar cautelosamente hacia arriba, tomó conciencia del peligro. Más o menos quince metros por encima de su cabeza se balanceaba una especie de barquilla, una cabina de metal negro y brillante, suspendida mediante cables de un enorme aguilón articulado que surgía del laberinto de titánicos mecanismos de color ébano.
En el interior de la cabina entrevió… ¡algo!
Las sombras de la barquilla le impedían verlo con claridad, pero lo poco que vio hizo que se le erizara el cabello. Por su columna vertebral corrió un cosquilleo frío y eléctrico de pánico incontrolable. Se le cortó la respiración, su corazón latió violentamente y sintió temblar todo su cuerpo. La mera intuición de la presencia de aquel ser activaba todos sus instintos de conservación y le producía un pavor primitivo.
Sin embargo, era muy poco lo que alcanzaba a distinguir entre las sombras de la misteriosa cabina negra. Una superficie protuberante, reluciente, traslúcidamente verdosa, húmeda, viscosa, palpitante de vida perezosa… Era el cuerpo de algo grotesco, enorme y totalmente desconocido.
Al abrigo de las planchas blindadas miraba perversamente… ¡un ojo! Largo, ovoide, brillante. Un abismo de incandescencia purpúrea, de antigua ciencia, que parecía encarnar el mal.
Y aquello fue todo. La superficie protuberante, que ondulaba lentamente. Y aquel ojo monstruoso. No pudo ver nada más, pero fue suficiente para desencadenar en él todas las reacciones de un pánico cerval.
El miedo lo dejó paralizado. Le cortó el aliento y le oprimió el corazón. Hizo bajar por su garganta el polvo asfixiante del terror. Bañó sus miembros con un sudor helado. Por fin se zafó del hechizo y levantó el arma.
Pero el monstruo que vislumbraba en la cabina atacó primero. Un vapor rojizo brotó del flanco de la barquilla oscilante. Algo le rozó el hombro, apenas un hálito frío. Una avalancha roja de dolor insoportable lo arrojó sobre la arena y el negro velo del desvanecimiento le devolvió la paz.
Cuando volvió en sí consiguió sentarse. Sentía una terrible sensación de náuseas, su cuerpo temblaba y se hallaba empapado en sudor; el brazo y el hombro continuaban paralizados por un ardiente dolor. Aturdido, con la visión borrosa aún, miró ansiosamente a su alrededor.
Eric Ulnar había desaparecido, y al principio no pudo encontrar la barquilla negra. Pero la nave ciclópea seguía recortando su silueta monstruosa contra el cielo verdoso de Marte. Escudriñó el laberinto de alerones, puntales y palancas, hasta que al fin descubrió la cabina oscilante.
El gigantesco aguilón se había extendido hasta el fuerte. La barquilla estaba subiendo justamente sobre las murallas rojas cuando la vio. Bruscamente, los componentes del brazo, de un kilómetro y medio de longitud, se retrajeron rápidamente sobre sí mismos y la barquilla fue devorada por una inmensa escotilla, desapareciendo en las entrañas del casco negro y esférico.
Pensó que sin duda habría recogido a Eric Ulnar, y que luego se había proyectado sobre la fortaleza para alzar a bordo a Vors y Kimplen, junto con Aladoree. Comprendió, con el corazón destrozado, que la muchacha ya se hallaba en el interior de la máquina enemiga.
No tardó en despegar. De los cavernosos tubos brotaron atronadores cataratas de fuego verde. Las interminables alas negras se inclinaron y desplegaron para tomar apoyo en el enrarecido aire de Marte. El suelo tembló bajo sus pies cuando los gigantescos patines negros levantaron su carga del desierto amarillo. Como un monstruoso pájaro maléfico, la máquina se elevó oblicuamente a través del cielo verdoso hacia el cénit violeta.
El ruido retumbaba alrededor, azotándolo con furiosas avalanchas de sonido. El viento, que parecía brotar de un horno, levantó cortinas de arena amarilla, secó su sudor, le hizo arder los ojos y le quemó la piel.
La nave disminuyó de tamaño como un grotesco insecto negro. La llamarada verde se disipó, el trueno enmudeció. Mermó, se diluyó en la distancia y por fin desapareció.
John Star yacía sobre la arena, dolorido, amargado por el remordimiento. Cayó la tarde antes de que pudiera levantarse, aún débil y tambaleante. Comprobó que su hombro y su brazo tenían extrañas quemaduras, como si los hubieran rociado con un líquido cáustico. La piel estaba rígida, muerta, cubierta de escamas duras y verdosas.
El cadáver del capitán Otan tenía unas marcas parecidas a ésas. Y el ojo del monstruo verdoso, palpitante, agazapado en la barquilla negra… ¡era idéntico al que en su pesadilla le había espiado por la ventana! Sí, algo procedente de la nave había matado a Otan.
Impulsado por un resto de esperanza irracional, volvió a escalar, trastabillando, la pendiente que conducía al antiguo fuerte para explorar la zona habitada. Pero al llegar pudo comprobar que estaba sumida en el silencio, desierta. Aladoree había desaparecido y el AKKA se había perdido. Aladoree, tan juvenil y encantadora, estaba en manos de Eric Ulnar y de los seres monstruosos que procedían del planeta oscuro de la Estrella de Barnard.