Evidentemente, eso era lo que temía el capitán Otan, comandante de la pequeña guarnición. Se trataba de un hombre flaco y maduro, muy nervioso, que convocó a todos los legionarios para apostarlos a lo largo de las viejas murallas y torres con pistolas de protones. John Star permaneció tres horas tendido boca abajo, vigilando un reducto en ruinas. Pero no sucedió nada, y a medianoche le mandaron volver a su cuarto.
Sin embargo, el viejo oficial aún debía estar inquieto por la llegada de la nave desconocida. Ordenó a los otros tres miembros de su grupo —Jay Kalam, Hal Samdu y Giles Habibula— que siguieran montando guardia. El capitán Otan le contagió a John Star una sensación de terror y tragedia inminente de la que no habría de librarse a lo largo de muchos días sombríos y sobrecogedores.
John Star se incorporó de súbito en su litera y miró fijamente la ventana abierta, al otro lado de la cual se extendía el enorme patio. Lo que lo había despertado no era una alarma identificable, sino más exactamente un súbito escalofrío de miedo instintivo, una intuición de terror.
¡Un ojo! No podía ser más que un ojo que le miraba fijamente. Pero tenía ni más ni menos que treinta centímetros.
—Debo decírtelo. Es importante. Como sabes, los emperadores ejercían un poder despótico. Eran inmensamente ricos, controlaban flotas espaciales privadas y eran los dueños de planetas enteros. Gobernaban con implacable crueldad. Cuando no mataban a sus enemigos, los deportaban a Plutón. Uno de mis antepasados, Charles Anthar, fue enviado allí… ¡porque hizo un comentario fortuito a favor de la libertad de palabra y de investigación, en presencia de un hombre a quien consideraba su amigo! Era el mejor físico del Sistema. Pasó catorce años en las frías mazmorras del Planeta Negro. Allí, en Plutón, hizo un descubrimiento científico. La teoría que desarrolló en su celda era de matemática pura, y ese trabajo duró nueve años. A continuación sus compañeros de prisión hicieron entrar clandestinamente los materiales' que necesitaba para el aparato que había planeado. Era muy sencillo, pero tardó cinco años en fabricar las piezas. Cuando lo terminó, destruyó la guardia de la prisión. Desde su celda obligó a Adam III a obedecer sus órdenes. Si el emperador se hubiera resistido, Charles Anthar habría destruido el sistema solar. Desde entonces, su descubrimiento ha salvaguardado la paz del Palacio Verde. Es tan peligroso que sólo una persona de cada generación puede conocerlo. Esto es lo único que se ha consignado por escrito: una sigla.
La joven le mostró las letras AKKA tatuadas sobre la palma de su mano.
—¿Y ahora corres peligro? —susurró John Star.
—Sí. Verás, los púrpuras no perdieron su riqueza e influencia, y han conspirado constantemente para restaurar su imperio. Lo único que obstaculiza sus planes es el tremendo poder del AKKA. Ellos quieren adueñarse del secreto, pero los descendientes de Charles Anthar siempre lo han custodiado eficazmente, en nombre del Palacio Verde. Yo me llamo Aladoree Anthar. Hace seis años, antes de morir, mi padre me transmitió el secreto. Tuve que renunciar a la vida que había soñado y formular una solemne promesa. Por supuesto, los púrpuras supieron, desde el principio, de la existencia del AKKA. Han conspirado, sobornado y asesinado sin pausa para conseguir el aparato. Con él, podrían reinar eternamente. Ahora creo que Eric Ulnar ha venido a robarlo.
—¡Debes confiar en Eric! —protestó John Star—. Pero si es un explorador famoso… ¡Y el sobrino del comandante de la Legión!
—Por eso sospecho que nos han traicionado.
—No entiendo…
—Ulnar —dijo ella— era el apellido de los emperadores. Creo que Eric Ulnar es el heredero directo, el pretendiente al trono. No confío en él, ni en su tío, un conspirador…
—¡Adam Ulnar conspirador! —exclamó John Star, indignado—. ¿Hablas así del comandante en jefe?
—¡Claro que sí! Sospecho que ha utilizado su fortuna e influencia para obtener su cargo, y de esta forma poder averiguar mi escondite. ¡Él envió a Eric aquí! Anoche, esa nave trajo refuerzos para los traidores, y también servirá para secuestrarme.
—¡Es imposible! —exclamó John Star—. Vors, tal vez, y Kimplen, ¡pero no Eric!
—Él es el jefe. —La voz de la joven estaba cargada de fría certidumbre—. Anoche se deslizó fuera de la fortaleza; regresó al cabo de dos horas. Estoy segura que fue a comunicarse con sus cómplices, los de la nave.
—Eric Ulnar es un héroe y un oficial de la Legión.
—Yo no confiaría en ningún hombre llamado Ulnar.
—Mi apellido es Ulnar.
—Tu apellido es Ulnar… —susurró ella, atónita—. ¿Eres pariente…?
—Lo soy. Debo mi puesto a la generosidad del comandante.
—Entonces, ¡ya entiendo por qué estás aquí! —dijo la muchacha con amargura.
—Estás equivocada con Eric —insistió él.
—¡Recuerda sólo que eres un traidor al Palacio Verde! —le espeto ella, con furia—. ¡Recuerda que estás destruyendo toda la libertad y la alegría!
Tras decir esto, dio media vuelta y bajó corriendo por la vieja escalera de piedra. Él la siguió con la mirada; estaba desconcertado. Aunque había defendido a Eric, no podía evitar la duda. Recelaba profundamente de Vors y de Kimplen. La proximidad de la extraña nave lo había alargado. Y en ese momento lamentaba mucho haber perdido la estima de Aladoree Anthar. Eso haría mucho más difícil la tarea de protegerla… Y, además, ¡ella le gustaba!
Eric Ulnar salió a su encuentro cuando volvió al patio, y le dijo con una sonrisa cínicamente cruel:
—Parece, John, que esta noche han asesinado al capitán Otan. Acabamos de encontrar el cadáver en su habitación.
—Estrangulado, aparentemente —comentó Eric Ulnar, señalando una marca hinchada de color púrpura. En medio de la sobriedad militar del cuarto, el capitán yacía boca arriba sobre su estrecha litera con el cuerpo rígido, el rostro crispado, los ojos desorbitados y la boca congelada en un espantoso rictus de pánico y dolor.
John Star se inclinó sobre el cadáver y descubrió otras marcas extrañas; en algunas zonas, la piel estaba seca formando pequeñas escamas verdes.
—Observe esto —dijo—. Parece la quemadura de una sustancia química. Y la marca no ha sido producida por una mano humana. Quizás una cuerda…
—¿De modo que te estás transformando en un detective? —le interrumpió Eric Ulnar, con su sonrisa arrogante—. Debo advertirte que la curiosidad es un defecto peligroso, John. Pero, ¿cuál es tu teoría?
—Anoche —empezó a explicar lentamente—, vi algo bastante… horrible. Después pensé que sólo había sido una pesadilla, pero ahora he cambiado de idea. Se trataba de un inmenso ojo purpúreo, que miraba por mi ventana desde el patio, ¡Debía medir treinta centímetros! Era perverso, absolutamente perverso. Algo tuvo que introducirse en el patio, señor. Espió por mi ventana, asesinó al capitán y dejó estas manchas. La huella que hay alrededor del cuello jamás podría ser hecha por la mano de un hombre.
—¿No te estarás dejando engañar por los delirios del espacio, verdad, John? —En el divertido desdén de la voz de Eric Ulnar había un ligero acento de cólera—. De todos modos, esto sucedió mientras la dotación anterior estaba de guardia. Detendré a esos hombres para interrogarlos. —Su rostro delgado se endureció—. John, tú arrestarás a Kalam, Samdu y Habibula, y los encerrarás en el antiguo pabellón de celdas que se encuentra bajo la torre septentrional.
—¿Arrestarlos? ¿No le parece que es una medida extrema, señor, antes de que tengan una oportunidad de explicar…?
—Estás abusando de nuestro parentesco, John. Por favor, no olvides que sigo siendo tu superior y que ahora soy la única autoridad que hay aquí, puesto que el capitán Otan ha muerto.
—Sí, señor. —John Star intentó ahuyentar su inquietud. Aladoree tenía que estar equivocada.
—Aquí tienes las llaves de la antigua prisión.
Cada uno de los hombres que debía arrestar ocupaba una habitación solitaria que comunicaba con el patio. John Star llamó a la primera puerta, y la abrió el legionario bastante atractivo, de pelo trigueño, que había visto en la pista de tenis junto a Aladoree Anthar.
Jay Kalam iba en bata y zapatillas. Su rostro grave reflejaba cansancio, a pesar de lo cual le sonrió y le invitó a entrar, cortés pero silenciosamente, mientras le señalaba una silla.
Era el cuarto de un hombre culto: discretamente lujoso, con personalidad. Libros antiguos, algunos cuadros selectos, un armario con relucientes objetos de laboratorio, un optífono, que en ese momento llenaba la habitación con una melodía suave, mientras el panel de visión estereoscópica brillaba con el color y el movimiento de una pieza teatral.
Jay Kalam volvió a su silla, y fijó nuevamente la atención en la obra. A John Star no le gustaba tener que arrestar por asesinato a semejante hombre, pero se tomaba su deber muy en serio. Debía obedecer a su oficial superior.
—Lamento… —empezó a decir.
Jay Kalam le interrumpió con un ademán.
—Espera, por favor. En seguida terminará.
Incapaz de desoír esta solicitud, John Star permaneció sentado en silencio hasta que concluyó el acto. Entonces Jay Kalam se volvió hacia él con una sonrisa taciturna y, sin embargo, atenta.
—Gracias por haber esperado. Se trata de una nueva grabación que llegó en el «Escorpión». No pude resistir la tentación de verla antes de irme a la cama. Pero ¿qué deseas?
—Lo lamento mucho… —empezó a decir John Star. Hizo una pausa, tartamudeó, y a continuación, convencido de que debía cumplir la misión que le habían encomendado, agregó con rapidez—: Lo lamento, pero el capitán Ulnar ordenó tu arresto.
Los ojos oscuros se encontraron con los de él. Tras una fugaz reacción de sorpresa, reflejaron pena, como si confirmaran algo muy temido.
—¿Puedo preguntar el motivo? —preguntó con voz baja, desprovista de asombro.
—Anoche asesinaron al capitán Otan.
Jay Kalam se incorporó bruscamente, pero no perdió la compostura.
—¿Lo asesinaron? —repitió después de una pausa—. Ya veo. ¿De modo que me conducirás a la presencia de Ulnar?
—Te llevaré a las celdas. Lo lamento.
John Star pensó por un momento que aquel hombre le iba a agredir, y retrocedió dirigiendo la mano derecha hacia su arma de protones. Pero Jay Kalam esbozó una sonrisa dura, triste, y le dijo apaciblemente:
—Te acompañaré. Espera un momento, voy a recoger algunas cosas. Las viejas mazmorras no tienen fama de ser muy confortables.
John Star asintió y conservó la mano cerca de la pistola de descargas protónicas.
Cruzaron el patio y bajaron por la escalera de caracol hasta un corredor excavado en la roca volcánica roja. Con su linterna de bolsillo, John Star iluminó la oxidada puerta de metal. Probó las llaves que le había dado Eric Ulnar y no consiguió abrirla.
—Yo puedo hacerla girar —dijo el prisionero. John Star le entregó la llave y Jay Kalam abrió la puerta con un pequeño esfuerzo, le devolvió la llave y se internó en la húmeda oscuridad.
—Lamento mucho todo lo que sucede —se disculpó una vez más John Star—. Veo que se trata de un lugar desagradable.
Pero mis órdenes…
—No te preocupes por eso —respondió Jay Kalam con prontitud—. ¡Pero recuerda algo, por favor! —Su tono era apremiante—. Eres soldado de la Legión.
John Star cerró la puerta y fue a buscar a Hal Samdu.
Con gran sorpresa, encontró a Samdu vestido con el uniforme de general de la Legión, y ostentando todas las condecoraciones conferidas por heroísmo o servicios distinguidos. Seda blanca, galones dorados, plumas escarlatas. Su aspecto era deslumbrante.
—Lo trajo el «Escorpión» —explicó Hal Samdu—. Es hermoso, ¿no te parece? Aunque las charreteras no están…
—Me sorprende verte vestido con un uniforme de general.
—Desde luego —asintió Hal Samdu con expresión muy seria—. No lo luzco en público… todavía no. Lo hice confeccionar porque deseaba estar preparado para cuando se produjera el ascenso.
—Lo lamento —dijo John Star—, pero me han ordenado que te arreste.
—¿Que me arrestes a mí? —En el ancho rostro apareció una expresión de ridícula hilaridad—. ¿Por qué?
—Han matado al capitán Otan.
—¿El capitán… muerto? —Lo miró con una incredulidad que se transformó en ira corrosiva—. ¿Piensas que yo…?
Sus grandes puños se crisparon. John Star dio un paso atrás y desenfundó el arma de protones.
—¡Quieto! No hago más que cumplir órdenes.
—Bien… —Las manazas se abrieron y cerraron convulsivamente. Hal Samdu miró la pistola amenazadora, pero John Star sólo vio en sus ojos mero desprecio ante el peligro—. Bien —repitió Hal—. Si es así, iré.
El tercer hombre, Giles Habibula, no abrió la puerta cuando John Star llamó, sencillamente le dijo que entrara. El corpulento centinela del día anterior, de nariz congestionada, estaba sentado en ese momento, con el uniforme desabrochado, frente a una mesa cargada de platos y botellas.
—¡Ah! Entra, muchacho, entra —volvió a resollar—. Estaba comiendo un poco antes de irme a acostar. Hemos tenido una noche desagradable, esperando líos en la oscuridad. Pero acércate, muchacho, y come algo conmigo. Recibimos nuevas provisiones en el «Escorpión». Es un cambio agradable, después de todas esas malditas raciones sintéticas. Jamón al horno, fruta en almíbar y un poco de queso de Holanda… Pero pruébalo tú mismo, muchacho.
Señaló la mesa sobre la cual, a juicio de John Star, había comida suficiente para seis hombres hambrientos.
—No, gracias. He venido…
—Si no comes, seguramente beberás. Somos endemoniadamente afortunados, muchacho, en cuanto a bebidas. Cuando en los viejos tiempos abandonaron el fuerte, dejaron una bodega repleta de vinos. Maravillosamente añejos. Me atrevería a decir que los mejores vinos del Sistema. Una bodega llena… cuando yo la encontré, claro…
—He recibido orden de arrestarte.
—¿Arrestarme? Vamos, muchacho, el viejo Giles Habibula no le ha hecho daño a nadie. Por lo menos aquí, en Marte.
—El capitán Otan ha sido asesinado. Tienen que interrogarte.
—¿Te estás burlando del pobre viejo Giles, muchacho?
—Claro que no.
—¡Asesinado! —murmuró, meneando la cabeza—. Le dije que debía beber conmigo. Llevaba una vida espartana, muchacho. ¡Ah! ¡Debía ser terrible estar tan aislado! Pero ¿no pensarás que yo lo hice, muchacho?