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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

La legión del espacio (2 page)

BOOK: La legión del espacio
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»La conmoción de ese descubrimiento no hizo más que intensificar mi desconcierto. Necesité casi un año para darme cuenta de que estaba desarrollando la facultad de recordar el futuro. Sin embargo, ese primer incidente se había registrado en el siglo XXX, durante la conquista de la Luna por los medusas; el hombre cuyos últimos momentos había compartido era uno de los colonizadores humanos que ellos asesinaron.

»Mi facultad, como cualquier otra, se perfeccionó con la práctica. Estoy convencido de que se trata sencillamente de telepatía, de transportar el pensamiento a través del tiempo y no sólo del espacio. Limítate a recordar que ni el espacio ni el tiempo son reales: ambos son apenas aspectos de una misma realidad.

»Al principio sólo entré en contacto con mentes sometidas a una gran tensión, como la del colonizador moribundo. Aun así hay dificultades, de lo contrario no te habría pedido que me examinaras esta mañana. He logrado seguir el desarrollo de la historia humana, con bastante precisión, a lo largo de los próximos mil años. Eso es lo que estoy escribiendo: ¡La historia del futuro!

»La conquista del espacio es lo que más me apasiona. En parte porque es el logro más difícil de la ingeniería humana, el más audaz, el más peligroso; y en parte, supongo, porque mis propios descendientes desempeñaron un papel muy importante en ella.»

Apareció un acento de entusiasmo en su voz, y súbitamente se interrumpió, incómodo, como si su actitud le hubiera avergonzado. Sus penetrantes ojos azules escudriñaron mi rostro. Convencido de que la menor demostración de duda por mi parte le haría callar, guardé silencio. El continuó:

—Sí, tengo un hijo. —Sus curtidas facciones reflejaron una viva expresión de orgullo—. No lo veo a menudo porque es un joven muy ocupado. No conseguí convertirlo en soldado y yo pensaba que nunca destacaría. Traté de hacerle ingresar en el ejército, mucho antes de lo de Pearl Harbor, pero ni siquiera quiso oír hablar de ello. Don nunca tuvo vocación para la lucha. Es físico nuclear, aunque no sé muy bien qué significa eso, y consiguió el aplazamiento de su incorporación al Servicio. Ahora trabaja en algo relacionado con la guerra, en algún lugar de Nuevo México. Se supone que ni siquiera debo saber dónde se encuentra, ni puedo decirte qué es lo que hace… Pero la tesis que escribió en el instituto técnico trataba acerca de un metal llamado uranio.

El viejo John Delmar me dirigió una sonrisa llena de orgullo.

—Yo solía pensar que Don nunca progresaría mucho, pero ahora sé que diseñó el primer motor de reacción atómica; solía pensar que no tenía agallas y le sobró coraje para pilotar el primer cohete atómico tripulado que se lanzó al espacio.

Debí mirarlo con ojos de asombro, porque explicó:

—Eso sucedió en mil novecientos cincuenta y seis… Y empleo el tiempo pretérito sólo porque me resulta más cómodo. Con esta… esta capacidad que poseo… Verás; compartí el vuelo con Don, hasta que el cohete estalló fuera de la estratosfera. Murió, por supuesto, pero dejó un hijo para perpetuar el apellido Delmar. Y ese nieto mío llegó a la Luna en un cohete militar. Más tarde, cuando descubrieron uranio allí, volvió para asumir el mando de la expedición norteamericana: un pequeño campamento de cúpulas herméticas, sobre las minas. Pero las espantosas guerras atómicas de los años noventa aislaron la Luna. Mi nieto murió allí, con el resto de la pequeña guarnición, y fue necesario que transcurrieran casi doscientos años para que la civilización se recuperase de aquellas guerras y pudiese construir otro cohete espacial.

Fue un tal Miles Delmar quien, en las postrimerías del siglo veintidós, volvió a los campamentos de la Luna; después partió rumbo a Marte. Pero, en vísperas de ese viaje, suprimió demasiados blindajes de su motor de reacción atómica, quería aligerar el peso de la nave, y la filtración de radiaciones los mató, a él y a toda la tripulación. La nave siguió transportando los cadáveres hasta que se estrelló en el Syrtis Mayor.

»El hijo de Miles, Zane Delmar, patentó el geodino, que representó un gran adelanto en comparación con los pesados y peligrosos reactores atómicos. Encontró los restos de la nave de su padre en Marte, sobrevivió a un ataque de los marcianos, y acabó muriendo víctima de una fiebre en las selvas de Venus. La victoria del hombre sobre el espacio no fue fácil, ¡claro que no! Pero los tres hijos de Zane continuaron la guerra. Y también ganaron una fortuna fabulosa con el geodino.

»En el siglo siguiente todo el sistema solar fue explorado a fondo, hasta el satélite de Neptuno. Pasaron otros cincuenta años antes de que John Ulnar llegara a Plutón. Más o menos por esa época el apellido de nuestra familia dejó de ser Delmar, y se convirtió en Ulnar para acomodarse a un nuevo sistema de identificación universal.

»A John se le agotó el combustible y no pudo regresar, pero consiguió sobrevivir cuatro años, solo, en el Planeta Negro. Dejó un diario que un sobrino suyo encontró veinte años más tarde. ¡Ese diario sí que era un documento extraño!

»Mary Ulnar, que debió de ser una amazona muy peculiar, fue quien inició la conquista de los pueblos del desierto de Marte; sus habitantes poseían un caparazón de sílice. Arthur Ulnar, su hermano, encabezó la primera flota que atacó a los seres fríos, semimetálicos, que habían extendido su dominio sobre los cuatro grandes satélites de Júpiter. Arthur murió en Io. Sin embargo, se libraron más batallas en el laboratorio que en el espacio. Los exploradores y los colonizadores tenían graves e interminables dificultades con las bacterias, las atmósferas, las gravitaciones y los peligros químicos. Como ingenieros planetarios, los Ulnar hicieron una valiosa aportación a esa nueva ciencia. Con generadores de gravedad, atmósferas sintéticas y controles climáticos se pudo acabar por transformar un gélido y rocoso asteroide en un pequeño paraíso.

»Y los Ulnar tuvieron una generosa recompensa.

»En el siglo veintiséis empieza un capítulo oscuro de la historia familiar. Para entonces había concluido la conquista del sistema solar, y la familia Ulnar, que había ejercido el liderazgo, supo aprovechar sus rentas. Empezó controlando el comercio interplanetario en los tiempos de Zane y el geodino, y terminó dominando la totalidad del Sistema.

»Un magnate audaz se hizo coronar Eric I, Emperador del Sol. Sus descendientes gobernaron los planetas durante doscientos años en un régimen de despotismo absoluto. Su reinado, lamento decirlo, fue brutalmente opresivo. Hubo rebeliones incesantes, cruelmente reprimidas, en pos de la libertad.

«Por fin, Adam III fue obligado a abdicar. Cometió el gran error de pretender suprimir la libre investigación científica. Los científicos lo derrocaron, y el Consejo del Palacio Verde fundó la primera democracia auténtica del mundo. Durante los dos siglos siguientes existió en el Sistema una civilización auténtica, defendida por un pequeño grupo de combatientes escogidos y bien entrenados: la Legión del Espacio.»

El viejo John Delmar volvió a menear, nerviosamente, su huesuda cabeza coronada de pelo gris.

—¡Si hubiera podido vivir mil años más tarde! —susurró—. Tal vez habría luchado en las filas de esa Legión. Porque esa maravillosa era de paz fue interrumpida. Un nuevo Eric Ulnar se internó en el espacio y fue el primer hombre que circunnavegó otra estrella. Llegó a ese extraño sol enano que los astrónomos llaman la Estrella Fugitiva de Barnard, cuando ya se había probado que las estrellas más próximas carecían de planetas. Y al regresar trajo consigo, a los planetas humanos, una avalancha de terror, de padecimiento, y la sombra del desastre final.

»La ambición demencial de mi remoto descendiente desencadenó la guerra entre nuestro Sistema y otro —dijo tristemente con su pausada y vieja voz—. Aquello fue la guerra, la invasión, la traición y el terror. Incluso la Legión fue traicionada.

»Después hubo una proeza épica de la que fueron protagonistas algunos miembros leales de la Legión del Espacio. Ése fue tal vez el acto más heroico que jamás realizó el hombre. Entre esos pocos estuvo otro Ulnar: John Ulnar. Me complace pensar que heredó su nombre de mí.»

Mi enfermera eligió ese inoportuno momento para anunciar la llegada de otro paciente. El menudo John Delmar vació apresuradamente su pipa, disculpándose por haberme quitado tanto tiempo. Se puso en pie, vacilando sobre su rodilla enferma, y una visión pareció borrarse de sus ojos azules, inusitadamente brillantes, vivos.

—Debo irme —dijo, y agregó en voz baja—: Ahora supongo que entiendes cómo sé que voy a morir el veintitrés de marzo por la mañana.

—Estás fuerte como un roble —insistí—. Y demasiado cuerdo para permitir que estas ideas… Pero lo que me has dicho es muy interesante, John. Lamento que no lo hayas mencionado antes, y ahora que lo sé me gustaría mucho leer esos manuscritos. ¿Por qué no los publicas?

—Tal vez —prometió, sin demasiada convicción—. Pero muy pocas personas les darían crédito, y no quiero que me acusen de ser un farsante.

De mala gana, lo dejé ir. Tenía el propósito de visitarle para escuchar el resto de la historia y leer los manuscritos, pero los apremios de la consulta médica en tiempos de guerra me mantuvieron ocupado durante toda la semana… hasta que su casera me telefoneó para decirme que el pobre viejo señor Delmar estaba en cama con un resfriado desde hacía dos días.

Antes de que pasaran dos horas, y a pesar de sus protestas, lo interné en el hospital. Si por lo menos me hubiera llamado unos días antes… Aunque, como él mismo pensaba, es posible que el futuro ya esté trazado y sea tan inalterable como el pasado.

Influenza, con complicaciones pulmonares. Durante los primeros días el pronóstico pareció bastante alentador. Yo sabía que el tenaz corazón del viejo John Delmar lo había sacado de cien situaciones más desesperadas que aquélla. Pero la sulfa y la penicilina fracasaron. Su anciano corazón capituló. Él sabía que iba a morir, y murió apaciblemente, bajo una carpa de oxígeno, en la mañana del 23 de marzo. Yo estaba en pie junto al lecho y consulté mi reloj: eran las once y siete minutos.

Al margen de lo que otros puedan decidir, yo ya estaba suficientemente convencido, aun antes de firmar el certificado de defunción. Al principio, John Delmar quiso que sus manuscritos fueran destruidos porque su esquema de la historia de los próximos mil años distaba mucho de estar completo. Pero yo le persuadí de que dejara en mis manos las partes terminadas. Como simple ficción serían inmensamente entretenidas; como auténtica historia del futuro son más que fascinantes.

La selección que sigue abarca las aventuras de John Star, quien al nacer recibió el nombre de John Ulnar. Fue un joven soldado de la Legión del Espacio, en el siglo XXX, cuando la traición humana intentó aliarse con unos seres monstruosos llamados medusas, y trajo sobre los desprevenidos mundos de los hombres un aluvión de horrores foráneos y desastres sobrecogedores.

Capítulo 1
Un fuerte en Marte

—Vengo a solicitar sus órdenes, comandante Stell.

John Star, esbelto e impecable con su nuevo uniforme de la Legión, permanecía en posición de firmes frente al escritorio ocupado por un viejo oficial, de gesto adusto, que jugueteaba con el modelo de plata de una nave espacial. Sintió que la dura mirada del comandante se apartaba de la diminuta nave para escrutar todos los detalles de su cuerpo vigoroso, aunque menudo. Tenso, soportó la inquisidora mirada mientras se sentía devorado por el ansia de saber cuál sería su primera misión.

—¿Está listo, John Ulnar, para aceptar la primera orden de la Legión tal como debe ser aceptada, poniendo el deber por encima de todo?

—Así lo espero, señor. ¿De qué se trataría?

—Yo también lo espero, John Ulnar.

En esa época John Star se llamaba John Ulnar. «Star» era un título honorífico que más tarde le otorgó el Palacio Verde. Nosotros lo llamaremos John Star, según el edicto del Palacio Verde.

Aquel día, uno de los primeros del siglo XXX, era el más maravilloso y el más emocionante de sus veintiún años. Señalaba el fin de los cinco arduos cursos en la Academia de la Legión, en la Isla Catalina. Ahora las ceremonias habían terminado y su vida en la Legión iba a empezar.

¿Cuál sería su primer destino?, se preguntaba con ansiedad. ¿Lo embarcarían en un crucero de la Patrulla de la Legión por las inmensidades del espacio? ¿Lo enviarían a alguna avanzada solitaria en las selvas exóticas y terribles de Venus? ¿O tal vez lo incorporarían a la guardia del Palacio Verde? Se esforzó por disimular la impaciencia que lo consumía.

—John Ulnar —dijo por fin el anciano comandante Stell, con enloquecedora parsimonia—. Espero que comprenda la trascendencia de la misión.

—Creo que la comprenderé, señor.

—Porque —continuó el oficial, con la misma lentitud— le han asignado una misión especialmente importante.

—¿De qué se trata, señor?

No podía resistir el deseo de acelerar la satisfacción de su voraz curiosidad, pero el comandante Stell parecía no querer apresurarse. Sus ojos penetrantes seguían escrutando sin compasión a John Star, en tanto que sus dedos continuaban haciendo girar la pequeña nave de plata sobre el escritorio.

—John Ulnar, le han asignado una misión que anteriormente sólo fue confiada a escogidos veteranos de la Legión. Debo confesar que me sorprendió que lo eligieran a usted. Su falta de experiencia lo colocará en inferioridad de condiciones.

—Espero que la inferioridad no sea demasiado grande, señor. ¿Por qué no iba al grano?

—Las órdenes para su misión llegaron directamente del comandante en jefe Ulnar. ¿Por casualidad usted es pariente del comandante de la Legión y de su sobrino, Eric Ulnar, el explorador?

—Sí, señor. Soy pariente lejano.

—Seguramente esto explica las órdenes. Pero si fracasa en su misión, John Ulnar, no espere que un favor del comandante lo salve de las consecuencias.

—¡Por supuesto que no, señor!

¿Hasta cuándo podría soportar esa ansiedad?

—El servicio al que se le destina, John Ulnar, no es muy conocido. En verdad, es secreto. Pero es el más importante que se le puede confiar a un soldado de la Legión. Usted será responsable ante el mismísimo Palacio Verde. Le advierto que cualquier fracaso, aunque sólo sea debido a una negligencia, implicará la deshonra y un castigo muy severo.

—Sí, señor.

¿De qué podía tratarse?

—John Ulnar, ¿oyó hablar alguna vez del AKKA?

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