—No quedan muchos rastros de la invasión —comentó Jay Kalam.
—No, comandante —respondió John Star, esbozando una sonrisa—. Ya no queda en todo el Sistema un solo caso de locura sin curar. Y el gas rojo ha desaparecido de los cielos. Todo eso ya es historia.
—Tienes una hacienda maravillosa, John. —Jay Kalam paseó la vista, admirado, sobre el paisaje—. Creo que es la más hermosa del Sistema.
—Tuve que asumir esta responsabilidad —contestó John Star, en tono amargo—. Pero preferiría estar otra vez en la Legión, Jay. Con Hal y Giles. Ojalá pudiera volver a formar parte de la guardia de Aladoree.
Jay Kalam sonrió.
—¿La amas, John?
John Star asintió con sencillez, en un movimiento de cabeza.
—La amaba… la amo. Alimentaba una esperanza hasta esa noche, cuando utilizó el AKKA. Entonces comprendí que había sido un necio. Ella es una diosa, Jay. Ese secreto le confiere poder, responsabilidad. Esa noche descubrí que no dispone de tiempo para amar…
Jay Kalam continuaba sonriendo.
—¿Alguna vez se te ocurrió pensar, John, que es sólo una mujer? Aunque sea interesante destruir un planeta, no puede hacerlo siempre. Es posible que se sienta sola.
—Por supuesto —asintió John Star, melancólico—, debe tener otras ocupaciones. ¡Pero era como una diosa! No podía preguntárselo. De todos modos, yo nunca habría sido el elegido.
—¿Por qué piensas eso, John?
—Entre otras razones, por mi apellido: Ulnar. No podría pedirle que me lo perdone.
—No debes preocuparte de tu apellido, John. Para premiar tus servicios, el Palacio Verde te lo ha cambiado oficialmente. Ahora te llamas John Star. Ésa es una de las cosas que ella ha venido a comunicarte.
En ese momento Aladoree salió por la escotilla. Hal Samdu y Giles Habibula la seguían. Ella miró a John Star con una expresión sería e inquisitiva. Su rostro estaba sereno, y la clara luz del sol arrancaba milagrosos reflejos rojos, castaños y dorados de su pelo.
—Puesto que ahora el Palacio Purpúreo es la fortaleza más sólida del Sistema —explicó Jay Kalam con apresuramiento—, el Palacio Verde te solicita que asumas la responsabilidad de custodiar a Aladoree Anthar.
—Si lo deseas, John Ulnar —agregó la muchacha, con ojos centelleantes.
El tenía la garganta seca. Buscó una respuesta en medio de la niebla dorada que lo rodeaba, y finalmente articuló las palabras:
—Lo deseo. Pero mi nombre, al parecer, es John Star.
Excepto la mirada, todo en ella se mantuvo inalterable cuando dijo:
—Yo te llamaré John Ulnar.
—Pero dijiste…
—He cambiado de idea. Hay un Ulnar en quien confío. Más que eso, lo…
De improviso se encontró demasiado ocupada para poder concluir la frase.
—¡Ay de mí! —exclamó Giles Habibula, mientras los contemplaba satisfecho—. Es obvio que somos bienvenidos. Sobre todo la niña. ¡Endemoniadamente obvio! ¡Especialmente la niña! ¡Ah!, y éste parece ser un lugar ideal para que un pobre y viejo soldado de la Legión viva sus últimos años en paz. Si la cocina y la bodega guardan proporción con el resto del edificio. ¡Ah! Hal, si puedes olvidar tu precioso orgullo por todas esas medallas y condecoraciones con que Jay te abrumó desde que el Palacio Verde lo designó comandante de la Legión, acompáñame a buscar un endemoniado bocado para comer.