—Me alegra que no hayas dado el golpe, John —dijo Adam Ulnar, sonriendo otra vez—. Porque creo que me necesitarás. Aunque el crucero ha sido reparado, aún nos aguardan obstáculos. La nave negra monta guardia. Si conseguimos eludirla, enviarán toda una escuadra tras nosotros. El Cinturón del Peligro sigue estando sobre nuestras cabezas. Me he enterado de que es más débil a la altura de los polos del planeta, pero aun allí es una barrera muy eficaz. Incluso si una serie de milagros nos permite llegar al Sistema, la humanidad ya habrá sido aniquilada, desorganizada. No recibiremos ayuda. Ni siquiera podemos descartar la posibilidad de que nos ataquen los infelices desechos humanos ya enloquecidos por el gas rojo. Tendríamos que enfrentarnos con la flota de los medusas y con el fuerte negro que han instalado en la Luna, desde el cual bombardean todo el Sistema con ese gas rojo. Eric dice que hace varios meses desmontaron todas las factorías de gas que tenían aquí, y las transportaron a la Luna. Ésa debe ser la razón por la cual la concentración de gas se está volviendo tan escasa en la atmósfera de este planeta. Es posible que ya sea demasiado tarde, John. Quizá somos los únicos sobrevivientes, sin probabilidades de seguir siéndolo por mucho tiempo. Si queremos intentar algo, tenemos que actuar con rapidez.
—Confiaré en usted, Adam —dijo John Star, tratando de sofocar un vestigio de duda. Y agregó en seguida—: Hemos de recoger a Aladoree y a los demás. Están a orillas del río, sin nada que los proteja del frío y sin armas dignas de ese nombre. ¡No tardarán en morir víctimas del frío nocturno!
—Sería suicida partir mientras nos está vigilando la nave negra —protestó Adam Ulnar—. Hay que esperar una oportunidad…
—¡No podemos esperar! —le interrumpió John Star, exasperado—. Tenemos el cañón de protones. Si los atacamos por sorpresa…
Adam Ulnar meneó la cabeza.
—Los medusas desmontaron la aguja del cañón. Se la llevaron. El crucero está desarmado. Incluso retiraron el arsenal de armas de mano. Tu espina es la única arma que nos queda… ¡contra los soles que ellos pueden arrojar!
John Star apretó las mandíbulas.
—¡Queda un recurso! —murmuró sombríamente—. Es un medio de partir a tanta velocidad que ellos dispondrán de muy poco tiempo para atacarnos.
—¿A qué te refieres?
—Podemos despegar utilizando los geodinos.
—¡Los geodinos! —exclamó Adam Ulnar, atónito—. No es posible emplearlos para un despegue, John. Tú lo sabes. Es peligroso utilizarlos en cualquier atmósfera. ¡El calor de la fricción fundirá el fuselaje! ¡O nos estrellaremos contra el suelo!
—¡Utilizaremos los geodinos! —insistió John Star, enérgicamente—. Yo seré el piloto. ¿Sabe usted manejar los generadores?
Adam Ulnar le miró un instante con expresión indescifrable. Después sonrió, cogió la mano de John Star y le aplicó una presión rápida y vigorosa.
—Muy bien, John. Yo puedo manejar los generadores. Despegaremos con los geodinos… Ojalá hubieras sido mi sobrino.
John Star se emocionó, aunque su reacción quedó ahogada por el rescoldo de duda que se negaba a expirar. ¡Tantos hombres habían confiado en el esbelto comandante… y su traición había sido tan sobrecogedora!
Se separaron. En el pequeño puente de mando, John Star inspeccionó la multitud de instrumentos familiares y los verificó rápidamente, uno por uno. Comprobó que todo el hierro había sido reemplazado por otros metales. Pero los aparatos parecían funcionar con normalidad. Miró por el teleperiscopio.
La nave guardiana de los medusas seguía junto a ellos, y un alerón inmenso y extraño se proyectaba sobre sus cabezas. Se recortaba, maligna y gigantesca, contra el tenue resplandor rojo que perduraba en el oeste tenebroso. Se parecía más que nunca a un monstruoso híbrido aracnoide, engrosado hasta alcanzar dimensiones ciclópeas.
La música baja, nítida, de los generadores de los geodinos, se hizo audible y creció hasta trasformarse en un chillido penetrante. La voz de Adam Ulnar brotó, crepitante, del altavoz adosado al tabique.
—Los generadores están listos, señor, a la potencia máxima.
La sonrisa fugaz que John Star esbozó al oír la palabra «señor» fue sofocada nuevamente por un fuerte sentimiento de desconfianza. Calculó rápidamente la posición del banco de arena, programando lo que se proponía hacer. Comprendió que el error más insignificante desembocaría en la aniquilación instantánea.
Con los dedos apoyados en los mandos, volvió a mirar por el teleperiscopio.
Entonces se acordó de la escotilla y apretó el botón que la cerraba. Sabía que ese acto podría delatarlos. Pero si la hubiera dejado abierta, la sola resistencia del aire la habría arrancado de cuajo.
Esperó con impaciencia, un segundo, dos, tres, a que los motores se pusieran en marcha. Un cono negro, largo y delgado, brotó súbitamente de la inmensa esfera negra que formaba el vientre de la nave. Giró hacia ellos. ¡Era un arma!
—¡Cuatro! ¡Cinco! Oyó el ruido metálico de la escotilla que se cerraba y accionó un pulsador.
La plataforma de la torre y la nave negra desaparecieron instantáneamente. Sin embargo, como la fuerza inimaginable había sido aplicada por igual a toda la nave no se produjo ninguna conmoción perceptible. Los geodinos los habían impulsado con una velocidad incalculable… ¡y peligrosa!
Una vaga penumbra escarlata giró en torno de ellos. Una sombra negra salió a recibirlos.
Los dedos de John Star, movilizados con la velocidad del rayo, corrieron sobre los mandos. En aquel momento puso a prueba muchos años de entrenamiento. Mientras estudiaba en la Academia había imaginado muchas veces que aquella maniobra era viable, casi anhelando una oportunidad para demostrarlo, y temiendo al mismo tiempo que la oportunidad se presentara.
Después de un brevísimo instante de aceleración invirtió los geodinos durante otra fracción de segundo, para reducir la velocidad inconcebible.
Y el «Ensueño Purpúreo», que un momento antes había estado posado sobre la muralla negra, se precipitó hacia el río ancho y amarillo, todavía a una velocidad pavorosa, con el fuselaje incandescente por la fricción contra el aire. John Star accionó, angustiado, las teclas que disparaban los cohetes, para frenar el impulso antes de que tocara tierra.
Jugar con la curvatura del espacio mismo dentro de la atmósfera de un planeta era muy arriesgado. La audacia y la pericia humanas en competencia con fuerzas titánicas. Una alegría salvaje se apoderó de él. Estaba ganando… ¡Con la única condición de que los cohetes los frenaran a tiempo!
La nave incandescente enfiló hacia un banco de arena negra. En dirección a la margen de un río helado. Embistió pesadamente la arena, con los cohetes rugiendo al máximo de potencia hasta el último momento. Abrió un surco en la arena y el vapor cubrió su fuselaje recalentado al rojo.
¡Salvados!
Salvados, por lo menos, hasta que los medusas tuvieran tiempo de atacar.
Una escotilla se abrió. Cuatro pasajeros subieron a bordo. Pasajeros semidesnudos, demacrados, mortalmente exhaustos, entumecidos de frío. La escotilla volvió a cerrarse con estrépito tras ellos. El «Ensueño Purpúreo» volvió a partir tronando, mientras las llamaradas azules lamían la arena negra.
Los geodinos se activaron en seguida, y la nave ascendió a una velocidad vertiginosa atravesando el débil resplandor rojo del anochecer. John Star experimentó una fugaz tranquilidad, antes de recordar el cinturón de satélites fortificados que los aguardaba; antes de recordar los seis años luz de espacio interestelar que se extendían ante ellos; antes de recordar las flotas de medusas que vigilaban el Sistema y la presencia de la fuerza de ocupación que los esperaba en la nueva ciudadela negra de la Luna.
A sus espaldas, vio las gigantescas máquinas que se movían a lo largo de las murallas y las torres de la metrópoli de pesadilla. Una veintena de naves aracnoides se elevaron sobre chorros de fuego verde, para perseguirlos. Su velocidad era muy superior a la del «Ensueño Purpúreo», ¡y estaban equipadas con armas que arrojaban soles de fuego atómico devorador!
Arriba, la bruma roja se diluyó. El «Ensueño Purpúreo» salió disparado hacia la libertad del espacio, donde su fuselaje incandescente podría enfriarse. El planeta quedaba atrás, convertido en una media luna inmensa y desdibujada, de color rojo anaranjado opaco y macabro.
De ella había partido, para perseguirlos, el enjambre de naves aracnoides. El despegue, temerariamente rápido, del crucero las había dejado tan atrás que aún no podían utilizar sus temibles armas. Pero estaban acortando con rapidez la distancia.
¡El Cinturón del Peligro!
Una red siniestra de rayos invisibles brotaba de las seis fortalezas errantes del espacio. El secreto portentoso de una ciencia muy antigua. Una zona sobrecogedora de radiaciones desconocidas que disolvían los lazos moleculares, para que el metal sólido y la carne humana atormentada se dispersaran en una nube de átomos libres.
John Star recordó la nueva información que le había dado Adam Ulnar: la radiación era más débil en los polos. Fijó el rumbo hacia el norte. Aceleró el crucero con la máxima potencia de los geodinos, ya trastornado por el terror que le inspiraba la barrera, perturbado por la idea de que Aladoree podría sufrir sus efectos. Pero no quedaba otra opción.
John Star estaba solo en el puente cuando el «Ensueño Purpúreo» se introdujo en la muralla de radiaciones invisibles.
Una bruma ígnea se desprendió súbitamente de su cuerpo, de los tabiques y de los instrumentos. Una bruma de átomos ionizados, puntos danzantes de luz irisada. Un dolor abrasador, atroz, le atenazó el cuerpo, aulló en sus oídos, llameó delante de sus ojos. La nave y su cuerpo se disolvían, átomo por átomo. Extenuado por el dolor, luchó por conservar el conocimiento, y mantener la nave dentro del estrecho pasaje de interferencia parcial de ondas que se cernía sobre el polo.
Su cuerpo, luminoso y semitrasparente, se sumergió en la agonía. Apenas podía mover los mandos. Una llama roja le quemaba el cerebro.
Una parte de su ser fue sorprendida por una risa súbita, extraña, áspera y delirante. Una risa demencial. Le sacudió el padecimiento de un nuevo horror, porque comprendió que quien se había reído era él mismo.
¡Acababa de ocurrírsele un formidable chiste!
Tal como les había sucedido a los supervivientes de la primera expedición, la parte sana de su cerebro comprendió que estaba enloqueciendo. El largo contacto con el gas rojo de control climático había terminado por vencerlo. ¡Loco! ¡Y condenado a morir víctima de una lenta podredumbre verde!
Se reía. Se reía de un chiste monstruoso. El chiste era la muerte del Sistema, por efecto de la locura y la lepra verde. Y la clave residía en la muerte de quienes habían tratado de salvar a la humanidad, atacados por la misma descomposición lenta. ¡Un chiste espantoso! ¡Tan abominablemente gracioso!
Millones, miles de millones de seres humanos, reirían tonta, absurdamente, mientras su carne se convertía en un fétida podredumbre verde y caía en pedazos. Y quienes habían pretendido salvarlos serían los primeros en morir. ¡Qué broma cósmica! Hombres que se reían frente al dolor torturante. ¡Hombres y mujeres que se reían mientras sus carnes se volvían verdes! Que se reían con sus cuerpos descomponiéndose. ¡Que se reían de la muerte!
Sus manos soltaron los mandos. Estaba doblado en dos por la risa.
¿Acaso los medusas entenderían el chiste, mientras vomitaban bombas de gas rojo sobre los planetas? ¿O su raza monstruosa era demasiado vieja para reír? ¿Habían olvidado cómo se reía, aun antes de que naciese la Tierra? ¿O acaso aquellos cuerpos verdes y palpitantes nunca habían tenido la facultad de reír?
Tendría que preguntárselo a Adam Ulnar. Él sabía comunicarse con los medusas. Podría averiguarlo. Podría contarles el chiste cósmico de toda una raza que reía mientras moría.
Trató de ponerse en pie, pero la risa no le permitió levantarse. Se frotó las manos. Las sintió secas. Parecían de papel. Ya se estaban formando escamas sobre su piel. Su carne se desprendería hasta que los huesos quedaran pelados. ¡Él era un chiste en persona! ¡Y qué chiste!
Se dejó caer sobre el piso y rió.
Entonces tomó conciencia, vagamente, de que tenía que hacer algo. Una llama roja le lamió el cerebro. El dolor le enfermaba. Y había otros. ¿Otros? Sí, Jay, Hal y Giles. ¡Y Aladoree! ¡No podía fallarles! ¿Pero qué era lo que debía hacer?
Recordó vagamente que debía guiar la nave a través del Cinturón del Peligro. Entonces cesaría ese dolor intolerable. También cesaría para los demás. ¡Aladoree! Tan bella, tan extenuada. ¡No debía permitir que sufriera eso!
Luchó con la risa. Trató de olvidar el chiste. Se batió con la tortura que le consumía los nervios. Arrastró obstinadamente su cuerpo fláccido hacia los controles.
Condujo al «Ensueño Purpúreo» a través de la barrera de radiaciones. Observaba los instrumentos semitrasparentes a través de una bruma de luz coloreada. Accionaba los mandos con manos refulgentes. La risa lo sacudió una y otra vez, implacablemente.
Finalmente comprendió que habían cruzado la barrera. El dolor abrasador cedió. Los instrumentos perdieron su luminiscencia irreal. El brillo irisado y danzante se disipó lentamente del aire. Pero la risa seguía haciéndolo sollozar.
Por fin Jay Kalam entró en el puente, macilento y demacrado por el dolor, pero tan impávido y eficiente como siempre. Desde que habían atravesado la barrera había encontrado tiempo para afeitarse y se había puesto un uniforme nuevo. Estaba otra vez pulcro, flaco y tostado, severamente bello.
—Bien hecho, John —dijo con serenidad—. Me quedaré un rato en el puente. Acabo de hablar con el comandante acerca de las posibilidades que tenemos de librarnos de la flota que nos sigue. Él opina…
John Star se había esforzado por escuchar, por mantenerse callado y comprender lo que le decía Jay Kalam. Pero el chiste era tan inmensamente gracioso… Volvió a estallar en carcajadas delirantes y cayó de nuevo al suelo.
Tenía que tratar de explicarle a Jay Kalam el sentido del chiste. Jay Kalam sabría entenderlo. Porque, muy pronto, él también se reiría a medida que su cuerpo se tornara en verde podredumbre. Pero la risa convulsiva no le permitía hablar.
—¡John! —oyó que gritaba Jay Kalam, pasmado—. ¿Qué te sucede? ¿Estás enfermo?