Jay Kalam lo ayudó a incorporarse y lo sostuvo hasta que consiguió contener la risa y enjugarse las lágrimas de los ojos.
—¡Un chiste! —murmuró—. ¡Un chiste colosal! ¡Hombres que ríen mientras mueren!
—¡John! ¡John! —la voz grave estaba ahogada por un horror indescriptible—. ¿John, qué te sucede?
Se esforzó por olvidar la risa. Había otra cosa que debía decirle a Jay, otra cosa que no era tan graciosa. Contuvo un nuevo acceso de risa entrecortada.
—Jay —susurró—. Me estoy volviendo loco. Es el gas rojo. Lo siento sobre mi piel y no puedo dejar de reír… Aunque creo que no es realmente gracioso. Debes hacerte cargo de los controles. Y dile a Hal que me encierre en el calabozo.
—¡Vamos, John!
—Por favor, enciérrame. Incluso podría… podría hacerle daño a Aladoree… Enciérrame y ve a salvar el Sistema, Jay. Por favor…
El acceso de risa volvió. John Star se aferró a Jay Kalam, diciendo con sollozos convulsivos:
—Espera un momento, Jay. Deja que te cuente el chiste. Es tan, tan gracioso. Millones de personas riendo… mientras mueren. También los chiquillos se reirán, mientras su carne se pudre. Es el chiste más colosal de todos, Jay. Una broma cósmica a toda la raza humana.
La risa lo ahogó. Cayó al piso, temblando.
Cuando recuperó la conciencia de sus actos, más allá de la risa y el delirio, estaba amarrado a la litera de una cabina, y Giles Habibula le frotaba el cuerpo con una solución clara, de color azul luminoso, obviamente la misma que el melancólico médico de Adam Ulnar había utilizado hacía mucho tiempo, en el Palacio Purpúreo, para curarle la herida producida por el gas rojo.
—Giles —susurró, y su voz brotó ronca y débil.
—¡Ah, muchacho! —dijo Giles Habibula, sonriendo—. ¡Por fin me reconoces, muchacho! Ya ha pasado mucho tiempo. ¿Le prometes al viejo Giles que no volverás a reír?
—¿Reír? ¿De qué me tengo que reír?
John Star recordaba vagamente un chiste extraordinario, pero no sabía cuál había sido.
—De nada, muchacho —exclamó Giles, aliviado—. Absolutamente de nada. Y cuando lleguemos al Sistema volverás a marchar sobre tus propios pies, muchacho.
—¿El Sistema? Oh, ya recuerdo. ¿Jay cree que podremos burlar a la flota negra?
—¡Ah, muchacho! Hace mucho que la dejamos atrás. Pasamos cerca de la estrella enana roja. Ellos no pudieron seguirnos, porque el campo gravitacional paralizó sus mecanismos de propulsión. Algunas de las naves negras cayeron sobre la estrella. ¡Y faltó poco para que a nosotros nos ocurriera lo mismo!
¡Ah! Tuvimos que hacer un esfuerzo endemoniado para alejarnos de ella, muchacho.
—¿De modo que yo reía?… Creo recordar algo. Pensé que el gas rojo me había hecho efecto. Pero eso no me parece tan gracioso. ¿He recuperado la cordura, Giles?
—¡Ah, sí! Creo que sí, muchacho. Desde hace un rato. Adam Ulnar tenía este remedio en su poder. Los monstruos lo prepararon con una fórmula que él les dio, mientras reparaban la nave. Neutraliza el gas… si uno no ha estado en contacto con él durante demasiado tiempo. Las horribles escamas verdes desaparecieron de tu piel hace varios días. Pero temíamos…
—¿Alguno de los demás…? La voz jadeante se apagó.
—Sí, muchacho. La encantadora niña…
—¿Aladoree?
El grito ronco de John Star se cargó de dolor.
—¡Ay!, sí. Todos los demás nos salvamos. Utilizamos este producto. Pero la pobre muchacha enfermó al mismo tiempo que tú, en ese siniestro Cinturón del Peligro… Al parecer, el choque de la radiación tiene la culpa.
—¿Cómo se encuentra, Giles?
—Lo ignoro, muchacho. —Giles meneó la cabeza—. Todas las malignas escamas verdes han desaparecido de su piel maravillosa. Pero aún no ha recobrado el conocimiento. Está sumida, como estuviste sumido tú, en un letargo total del que no podemos despertarla. Cuando fue atacada por la enfermedad estaba endemoniadamente débil y exhausta, ¿sabes, muchacho? Ay, muchacho, eso es malo. Muy malo. Si no despierta no podrá preparar la bendita arma. Y todos nuestros esfuerzos habrán sido en vano. ¡Ah, qué momento desgraciado! ¡Me gusta la joven, muchacho! ¡La querida vida sabe que aborrecería verla morir!
—Yo… yo… —gimió John Star, agobiado por el tormento del miedo y la consternación—. Yo… también la estimo, Giles.
Y sollozó.
Cuando entraron en la zona periférica del Sistema, pasando por Plutón y Neptuno, John Star estuvo en condiciones de volver al puente. Todos los planetas conocidos que vieron en el teleperiscopio habían tomado una pavorosa coloración roja. Incluso la Tierra era una chispa opaca de siniestro color escarlata.
—¡Rojos! —murmuró Jay Kalam, con un acento de espanto en su voz apagada—. El aire de todos los planetas está saturado de gas rojo. Temo que hayamos llegado demasiado tarde, John.
—Aunque no sea así —respondió John Star con amargura—, Aladoree no está mejor.
—De todos modos aterrizaremos. Buscaremos un trozo de hierro. Y esperaremos. Quizá despierte antes de que muera el último hombre…
—Quizá. Aunque Giles dice que su pulso… —se le quebró la voz, y exclamó con vehemencia—: ¡Pero no es posible que muera, Jay! ¡No es posible!
Cinco días más tarde pasaban frente a la Luna, en dirección a la Tierra. Aladoree seguía desvanecida, y tanto los latidos de su vigoroso corazón como su respiración eran angustiosamente lentos. Su cuerpo frágil, debilitado por la fatiga, el cautiverio, la tortura y los meses de contacto con el gas rojo, luchaba con desesperación por aferrarse a la vida. Sus compañeros la vigilaban, le daban calor. Bañaban su cuerpo en la solución neutralizadora, la ayudaban a ingerir un poco de caldo o agua cuando estaba en condiciones de tragar. No podían hacer más.
La Luna era un mundo rojo plagado de amenazas. John Star la escudriñó con el teleperiscopio. Desnuda desde antes de la aparición del hombre, sus montañas escarpadas estaban amortajadas ahora por el letal gas escarlata. Las nuevas ciudades humanas eran montones de ruinas desprovistas de vida. ¡Sobre una meseta lisa vio la fortaleza de los medusas!
¡Una ciudad espectral! Una réplica de la metrópoli negra del planeta condenado de los medusas. Murallas y torres monumentales de la aleación negra, indestructible, y erizadas de fantásticas máquinas negras, los instrumentos de una ciencia infinitamente antigua que había conquistado mundos.
—Las hordas de los medusas acechan allí —dijo Jay Kalam con tono lúgubre—. Están fabricando el gas rojo. Bombardean los planetas con granadas llenas de ese producto. Y su nota invasora también permanece allí. Si nos descubren…
Su voz se apagó. Vio lo mismo que había sobresaltado a John Star. El violento estallido de una fría llama verde sobre una plataforma negra de despegue. Una nave negra despegaba, para seguirlos hacia la Tierra.
—Quizá nos han visto. Pero es posible que tengamos tiempo para aterrizar antes que ellos y buscar un pedazo de hierro…
Siguieron adelante, en dirección a la Tierra roja y tenebrosa, mientras observaban horrorizados a la nave aracnoide negra que los perseguía desde la Luna enrojecida.
El «Ensueño Purpúreo» penetró en la atmósfera de la Tierra, ahora saturada por una ponzoñosa bruma roja, y descendió en el oeste de Norteamérica para aterrizar finalmente junto al Palacio Verde, sobre la meseta parda que se extendía al pie de los montes Sandias, de mil quinientos metros de altura.
John Star se ofreció como voluntario para salir del crucero y buscar el hierro. No habían hallado ni un trozo a bordo cuando recuperaron la posesión de la nave. Los cruceros espaciales nunca contenían minerales magnéticos porque sus campos resultaban una interferencia para el funcionamiento de los geodinos. Además, al reparar la nave, los medusas habían extraído de los instrumentos los pocos vestigios preciosos que pudieran haber de hierro y acero.
—Lleva esto contigo —le dijo Jay Kalam, mientras le entregaba su antigua daga tallada sobre una espina—. Y ten cuidado cuando te encuentres con hombres. Es posible que estén locos, que sean peligrosos… Y date prisa. Tenemos que recoger el hierro y trasladarnos a otra parte antes de que llegue la nave negra. Será preciso que nos escondamos hasta que despierte Aladoree.
John Star se dejó caer fuera de la escotilla y se detuvo para mirar, horrorizado, lo que quedaba del altivo y suntuoso capitolio del Sistema.
El cielo estaba cubierto por una lóbrega nube escarlata, a través de la cual el sol de la media tarde brillaba con un resplandor rojo y maligno. Esa tétrica iluminación confería un aspecto extraño, hostil e increíblemente desolado a las mesetas lisas y las montañas escabrosas.
El Palacio Verde había sido destruido por un enorme proyectil disparado desde la Luna.
Todo el lugar, allí donde se extendían hermosas praderas era ahora un cráter de bordes dentados, circundado por rocas trituradas y desnudas. Más allá del foso, el edificio estaba reducido a ruinas colosales, convertido en una montaña de restos vitrificados de color esmeralda, entre los cuales asomaban los brazos esqueléticos del acero retorcido oxidado.
Aguardó un momento, paralizado por el pavor. Luego recordó que debía darse prisa y avanzó entre una exuberante profusión de malezas, esqueletos pelados de árboles que habían muerto víctimas del gas líquido y montículos formados por las rocas despedidas del cráter y fragmentos de vidrio verde.
Pronto tuvo motivos para reflexionar sobre lo difícil que era, paradójicamente, encontrar aunque sólo fuese un clavo cuando uno lo necesitaba. Halló diversos objetos de metal: un portalámparas de bronce; una pequeña estatuilla de plomo fundido; el marco de aluminio, chamuscado y retorcido, de un deslizador aéreo destrozado. Incluso una enorme viga de acero desprendida del edifico, muy pesada e imposible de transportar.
Siguió explorando ansiosamente los terrenos devastados, en busca de cualquier fragmento de hierro que, por su pequeña dimensión, fuera posible llevar de un lugar a otro. A ratos miraba, inquieto, el cielo amenazante. Si los medusas los habían visto, si la nave negra se acercaba para atacarlos…
Eludió una montaña de vidrio roto, y se encontró cara a cara con un monstruo verde.
Había sido un hombre. Un hombre gigantesco. Probablemente había sobrevivido a los días de horror gracias a su fuerza bruta. Medía más de dos metros, y estaba parcialmente vestido con los andrajos mugrientos de un uniforme de la Legión… El uniforme de los guardias del Palacio Verde. Su piel era una masa de Hagas sangrantes patéticamente recubiertas de duras costras verdes. Sus ojos circundados por orlas rojas y nublados por un velo verde le miraban, repulsivos, casi ciegos, desde una cara espeluznante. No tenía labios. Con los colmillos desnudos roía ávidamente un hueso rojo y fresco que John Star horrorizado y asqueado identificó por su forma como un húmero humano.
La imagen de aquel hombre-bestia, agazapado, royendo, gruñendo, lo enfermó con una sensación de espanto y de piedad. Porque representaba mucho más que el destino de un hombre. Simbolizaba la tragedia final de toda la humanidad, invadida por una raza más antigua y más apta… Una raza sabia, eficiente, que en medio de la prueba crucial demostraba estar mejor dotada para la supervivencia.
Había gritado involuntariamente al encontrarse ante aquella bestia verde desahuciada. Después, al tomar conciencia del peligro, intentó alejarse en silencio. Pero el monstruo ya le había visto. Emitió un curioso sonido de interrogación, semiarticulado, ronco, desafinado, extraño, porque sus cuerdas vocales estaban demasiado corroídas para pronunciar palabras. Los ojos orlados de rojo, nublados, se fijaron en él, y avanzó oscilando torpemente sobre sus piernas.
—¡No te acerques! —gritó John Star con la tensión del pánico reflejada en la voz.
La orden surtió efecto. El ser tambaleante se irguió súbitamente en posición militar. Se puso firme. Levantó rígidamente una zarpa indescriptible, cubierta de coágulos verdes, e hizo un saludo marcial. Pero aquello no fue más que una reacción mecánica, un residuo de su olvidada naturaleza humana. Después volvió a encorvarse y siguió avanzando hacia John Star con el mismo paso torpe.
—¡Atención! —rugió éste de nuevo—. ¡Alto!
Se detuvo un instante y luego continuó con más rapidez. De su boca desprovista de labios brotaban sonidos informes. John Star no se movió, paralizado por el espanto, mientras trataba de descifrar los gruñidos. Hasta que la fiera humana lanzó un brusco y ansioso rugido y empezó a correr. Entonces comprendió que pretendía cazarlo para devorarlo.
Miró a su espalda, buscando una escapatoria. Y descubrió, con una oleada de aprensión, que la bestia astutamente, lo había acorralado. Las montañas de vidrio verde le cortaban la retirada. Tendría que enfrentarse a su atacante.
Aún conservaba la daga negra, pero sabía que su fuerza no era la que había tenido antes de su larga enfermedad. Y aquel animal hambriento pesaba dos veces más que él; además, la podredumbre verde no había consumido sus energías, por lo visto.
Cuando entablaron el combate cuerpo a cuerpo, John Star pensó que las tretas que había aprendido en la Academia de la Legión compensarían sus desventajas. Pero apenas una zarpa callosa, cubierta de costras verdes, se cerró sobre su muñeca derecha, la de la mano en que empuñaba la daga, en una presa astuta y cruel, comprendió que su adversario también había pertenecido en otros tiempos a la Legión. Su cerebro enloquecido no había olvidado las técnicas de lucha.
La daga cayó de su mano paralizada. Unos fétidos brazos verdes lo encerraron en un demoledor abrazo. Luego el monstruo puso en práctica una vieja artimaña de combate sin armas. Apoyó una rodilla contra la espalda de John Star, mientras con la otra le rodeaba los muslos. Sus hombros se arquearon tratando de romperle la espalda.
Luchó en vano contra el despiadado abrazo, ciego de dolor y pánico. Las duras escamas verdes le raspaban el cuerpo. El hedor de la podredumbre le asqueaba. Sus esfuerzos fracasaron y sintió náuseas.
Fue la desesperación pura y simple la que le ayudó a recuperar su fría compostura de antaño. En medio de las tinieblas del dolor se imaginó de regreso en la Academia. Aspiró el olor del cuero, del alcohol para fricciones y del sudor. Oyó la voz monótona y nasal del instructor: «Hagan girar el cuerpo, así; claven el codo en el plexo, así; deslicen el brazo por este lado, así; después pongan la pierna rígida y giren».