La legión del espacio (22 page)

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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La legión del espacio
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De pronto, se escuchó un chasquido más fuerte. Volvió a suspirar y apretó la cara contra las rejas. Después sacudió la cabeza y susurró:

—Por amor a la vida…, ¡bájenme!

—¿No puedes abrirla? —preguntó John Star, con ansiedad.

—¡Ah, muchacho! ¿Aún tienes dudas? —dijo, tristemente—. ¡Qué precio hay que pagar por un extraordinario chispazo de genio! Todavía no se inventó una cerradura que Giles Habibula no pueda abrir. ¡Aunque muchos cerrajeros ambiciosos lo han intentado!

—¿Entonces está abierta?

—¡Ah, sí! Acaban de descorrerse los pestillos. La puerta ya no está cerrada con llave. Pero no la abrí.

—¿Por qué?

—Porque ese pavoroso monstruo está a la expectativa, allí, en el salón. Flota inmóvil sobre un dispositivo endemoniadamente raro, que descansa sobre un trípode de metal negro. Sus perversos ojos purpúreos observarían cualquiera de nuestros movimientos.

—¿Un trípode? —chilló Eric Ulnar, con la voz agitada por otro acceso de histeria—. ¿Un trípode? Ése es el aparato que utilizan para la comunicación. Lo han traído nuevamente, para obligarme a arrancar el secreto de Aladoree. ¡Nos matarán cuando ella lo revele!

Capítulo 21
El monstruo del salón

—Álzame —dijo John Star, y las manazas de Hal Samdu lo levantaron.

Entre los barrotes metálicos alcanzó a ver las paredes y el techo del vasto salón, demasiado ancho y demasiado alto para la escala de las necesidades humanas. Totalmente construido con la aleación mortalmente negra, estaba iluminado por pequeñas esferas verdes y brillantes alineadas a lo largo de la parte media del techo.

El medusa estaba a la vista, flotando sobre la celda y un poco hacia el costado. Los tentáculos colgaban de su cuerpo como las serpientes que formaban la cabellera de la Gorgona. Junto a él estaba el mecanismo montado sobre el trípode. Tres patas pesadas, puntiagudas, sostenían un recipiente del que salían cables rematados por pequeños objetos que debían de ser electrodos y micrófonos, destinados a captar la voz de Eric y las vibraciones telepáticas de los medusas. El gigante lo bajó, obedeciendo a una seña. —Tenemos una posibilidad —susurró—. Si no hay otros cerca y nos damos suficiente prisa.

Les relató lo que había visto y describió su plan. Jay Kalam asintió con la cabeza. Discutieron los detalles, hasta el último movimiento, con murmullos rápidos y apagados.

Entonces Jay Kalam dio la orden, y Hay Samdu alzó otra vez a John Star. Entonces el legionario deslizó veloz y silenciosamente la reja hacia atrás, y en seguida estuvo de pie en el salón superior. Sin perder un segundo saltó hacia el trípode.

Mientras tanto, Jay Kalam salía detrás de él impulsado por los brazos de Hal Samdu, y apenas estuvo fuera, ayudó a su vez a subir a éste.

Un instante después de haber abierto la reja, los tres legionarios estaban trabajando con prisa feroz para desmembrar el trípode. Aun así, el medusa vigilante ya se había movido. Su masa verde se desplazó con rapidez hacia ellos, mientras los finos apéndices negros restallaban como serpientes coléricas.

Hal Samdu desarticuló el intercomunicador. Luego le arrojó una de las pesadas patas puntiagudas a John Star, otra a Jay Kalam y él conservó la tercera, que todavía tenía adherida al recipiente negro, blandiéndola como si fuera una gran maza metálica.

Empuñando la pata puntiaguda a modo de pica, John Star arremetió contra el ojo purpúreo.

Lo fulminó un terror instintivo, el mismo pánico que ya había experimentado en dos oportunidades anteriores frente a aquellos ojos luminosos. Sintió escalofríos, y la fría impresión del sudor súbito. Algo le frenó el corazón y la respiración; algo le paralizó los músculos. Era la inmovilidad del terror instintivo, la vieja herencia de algún antepasado que había encontrado salvación en la inmovilidad. Útil, tal vez, en una criatura demasiado pequeña para entablar combate y demasiado lenta para huir. Pero, en aquella situación, significaba la muerte.

Había previsto tal reacción. Se había preparado para resistirla. Sólo se dejaría gobernar por el cerebro, y no por el instinto.

Permaneció paralizado durante apenas un instante. Después su cuerpo entumecido respondió a los nervios que le azuzaban desesperadamente. Siguió avanzando, con la punta metálica en alto.

El medusa había sacado todo el provecho posible de la demora. El látigo negro de un tentáculo, fino como un dedo, pero cruelmente duro, despiadadamente poderoso, se enroscó en torno de su cuello y lo estranguló con fuerza implacable.

A pesar de ello, John Star continuó la embestida. Mientras resistía el dolor feroz de su garganta, completó la acometida hacia delante y el giro hacia arriba, poniendo en ello hasta el último átomo de su peso y su fuerza.

La punta llegó al ojo, desgarró la membrana exterior y se hundió a fondo en el siniestro pozo purpúreo. Brotó una burbuja oscilante de gelatina clara, acompañada por un torrente de sangre negruzca, y la vasta cavidad quedó hundida, inutilizada, más sobrecogedora que nunca.

El tentáculo aumentó bruscamente la tremenda presión que ejercía sobre su laringe, y luego lo arrojó con una violencia que casi le fracturó las vértebras, dejándolo caer, aturdido y ciego, sobre el piso de metal.

Con obstinación, despreciando el peligro y el dolor, John Star trató de conservar el conocimiento y se aferró a su arma. Volvió a incorporarse aun antes de poder ver bien, con una vaga conciencia de los golpes que asestaba la maza cíe Hal Samdu: fuertes impactos sordos contra la carne invertebrada y palpitante.

Recuperó la vista. Vio al gigante, cuyos hombros y cabeza asomaban por encima de un auténtico ovillo de serpientes negras y furiosas. Su piel, cubierta por la transpiración del dolor y el esfuerzo, brillaba como el bronce; tenía los músculos crispados mientras blandía la maza de metal.

También vio a Jay Kalam avanzar, como lo había hecho él antes, para clavar la punta de su arma en un ojo purpúreo. Vio cómo le envolvían rápidamente, los feroces látigos negros, que estrujaban su cuerpo, lo retorcían y lo tiraban brutalmente contra el suelo.

Entonces volvió a avanzar, tambaleándose. Los tentáculos le rodearon las rodillas antes de que pudiera colocarse a una distancia propicia para el ataque, y lo hicieron caer. Luego lo alzaron con fuerza invencible y lo hicieron girar para volver a despedirlo.

Un ojo purpúreo —uno de los dos que le quedaban al monstruo— apareció frente a él mientras era volteado. Estaba demasiado lejos para clavarle su arma, pero la arrojó y vio cómo ésta penetraba profundamente en el blanco refulgente. Las serpientes lo soltaron para intentar arrancarse la lanza.

Cayó de bruces junto a Jay Kalam, que aún permanecía inmóvil, gimiendo con el arma junto a él. John Star la cogió mientras se ponía en pie debajo del monstruo y rodeado por sus apéndices agonizantes.

Sobre la superficie inferior de la semiesfera, que era un circulo de carne verde y trémula, vio un extraño órgano. Un área circular de un metro de ancho, algo turgente, que brillaba con una pálida iridiscencia dorada. La luz oscilaba, palpitaba rítmicamente al compás de las pulsaciones regulares de la carne viscosa.

Con la rápida intuición de que debía tratarse de un órgano vital, dirigió hacia él la punta de su arma.

El monstruo previo el ataque y trató de evitarlo. Las serpientes negras lo azotaron. Una de ellas se enroscó en su cintura y apretó con ferocidad. La misma arma que él había lanzado contra el ojo estaba ahora sostenida entre las finas serpientes; sintió un golpe en la cabeza que le cegó. Pero no se detuvo hasta que la punta de su arma perforó el círculo dorado y refulgente.

La luz amarilla se apagó en seguida. Y el medusa se desplomó como una montaña blanda de carne trémula. Sólo gracias a un salto lateral, desesperado, logró evitar que el monstruo le aplastara en su caída. Aun así, le atrapó las piernas.

Más tarde tuvo la seguridad de que el órgano iridiscente debía ser el responsable de la extraña locomoción de los medusas. Tal vez emitía una fuerza radiante que los levantaba e impulsaba, y tal vez les suministraba un control, todavía inexplicable, sobre la curvatura del mismo espacio.

Permaneció un rato con medio cuerpo debajo del monstruo, sin poder zafarse. El medusa aún no estaba totalmente rematado: las serpientes agonizantes se retorcían en torno de John Star.

Fue Hal Samdu quien se incorporó dificultosamente para poner fin a la batalla con algunos violentos golpes de su maza, y quien después sacó a John Star de debajo del monstruo.

Se quedaron un momento mirando la trémula montaña de protoplasma verde y viscoso, y los tentáculos que se extendían desde sus bordes, sacudiéndose todavía con convulsiones espasmódicas, mientras los tres ojos ciegos permanecían patéticamente dilatados.

A pesar de que el medusa era repugnante, ambos hombres se sintieron paradójicamente conmovidos por un sentimiento de compasión frente a su agonía. Su especie había sobrevivido a una batalla contra todas las adversidades, tal vez desde los tiempos en que habían nacido los planetas del Sol. Y su muerte era sobrecogedora.

—¡La torturó a ella! —exclamó Hal Samdu—. ¡Merecía morir!

Le volvieron la espalda para levantar a Jay Kalam, quien ya estaba recobrando el conocimiento y trataba de sentarse.

—¡Me aturdió! —murmuró—. ¿De modo que está muerto? Entonces debemos ocuparnos de Aladoree antes de que vengan otros. Si el medusa pidió ayuda… Hal, por favor, ayuda a Giles y a Ulnar para que salgan de la celda. Hay que trabajar rápido.

Volvió a caer. John Star vio que había quedado muy maltrecho cuando los tentáculos lo arrojaron al suelo. Jay Kalam permaneció un momento acostado, jadeando, y después susurró:

—¿John? Encuéntrala. Ya me repondré. ¡Tenemos que apresurarnos!

Entonces John Star se separó de él. Corrió alrededor de la montaña del cadáver verde y encontró otra reja empotrada en el suelo. Se dejó caer de rodillas, escudriñando la oscuridad, pero ayudado por los rayos verdes que se filtraban entre los barrotes, desde el salón. Por fin distinguió una figura frágil que yacía en el suelo desnudo, durmiendo.

—¡Aladoree! —llamó—. ¡Aladoree Anthar!

La menuda y borrosa silueta de la joven no se movió. Oyó su respiración serena. Le pareció extraño que durmiera tan apaciblemente, como una niña, cuando la suerte del Sistema dependía de lo que ella sabía.

—¡Aladoree! —repitió en voz más alta—. ¡Despierta!

En ese instante la joven se incorporó bruscamente. Su voz tranquila reveló que conservaba el dominio absoluto de sus facultades, aunque estaba embotada por el pesado lastre de la apatía.

—¿Quién eres?

—John Ulnar, y tú…

—¡John Ulnar! —su voz baja, exhausta, le interrumpió, cargada de frío rencor—. Supongo que has venido para ayudar a tu cobarde pariente en la tarea de hacerme revelar los planos del AKKA. Te advierto que tendrás un desengaño. No toda la raza humana pertenece a tu cobarde estirpe. Haz lo que quieras. Yo sabré guardar el secreto hasta la muerte… ¡y creo que ésta no tardará en producirse!

—No, Aladoree —protestó él, herido por el cruel desprecio de la joven—. No, Aladoree, no pienses eso. Hemos venido…

—John Ulnar… —volvió a interrumpirle aquella voz, endurecida por el desprecio.

En ese momento Giles Habibula y Hal Samdu se arrodillaron junto a la reja.

—¡Benditos sean mis ojos, niña! Ha transcurrido mucho tiempo desde que el viejo Giles oyó tu voz por última vez. ¡Muchísimo tiempo! ¿Cómo te encuentras, niña?

—¡Giles! ¿Giles Habibula?

En el grito apagado que partió de la oscuridad y atravesó la verja vibró un alivio incrédulo, un júbilo inefable que causó un dolor rápido y palpitante en el corazón de John Star. Todo el desdén había desaparecido para dejar paso a la alegría.

—¡Ah, sí, niña! Soy Giles, el viejo Giles Habibula que ha hecho un viaje atroz y peligroso para ponerte en libertad. Espera unos benditos minutos, mientras abro otra preciosa cerradura. —Aún no había terminado de hablar cuando ya estaba deslizando sus dedos sobre las pequeñas y enigmáticas palancas que asomaban de la caja del mecanismo.

—¡Aladoree! —exclamó Hal Samdu, con una extraña y anhelante avidez en su voz áspera—. Aladoree… ¿te han hecho daño?

—¡Hal! —Fue un grito alborozado, estremecido—. ¿Tú también?

—Por supuesto. ¿Acaso creíste que no vendría?

—¡Hal! —volvió a sollozar la joven, llena de gozo—. ¿Y dónde está Jay?

—Está… —había empezado a decir John Star, cuando junto a él se oyó la voz grave, débil e insegura, de Jay Kalam.

—Estoy aquí, Aladoree…, a tus órdenes. Jay Kalatn se tambaleó hasta el borde de la reja y se dejó caer junto a ella, aún pálido por el dolor, pero sonriendo.

—¡Me siento tan… feliz! —La voz de Aladoree brotó de la oscuridad, quebrada por sollozos de alegría—. Sabía que lo intentarían. ¡Pero estaba tan lejos! Y la conspiración fue tan astuta, tan diabólica…

—¡Ah, niña, no llores así! —la exhortó Giles Habibula—. Ahora todo está arreglado. El viejo Giles abrirá esta puerta en seguida y tú volverás a encontrarte con la preciosa luz del día.

De pronto, John Star presintió que algo andaba mal. Miró con rapidez a uno y otro lado del salón negro, largo y alto. La vasta mole del medusa yacía inmóvil, con los tentáculos extendidos y quietos. La opaca luz verde no delataba movimiento ni la presencia de enemigos. Sin embargo, algo fallaba.

De súbito comprendió de qué se trataba.

—¡Eric Ulnar! —exclamó—. ¿Le ayudaron a salir de la celda?

—¡Ah, sí, muchacho! —respondió Giles Habibula—. No pudimos dejarlo ni siquiera a él, para que lo torturaran esos depravados seres.

—Por supuesto —rugió Hal Samdu—. ¿Dónde está…?

—¡Ha desaparecido! —susurró John Star—. ¡Ha huido! Sigue siendo un cobarde y un traidor. ¡Ha ido a dar la alarma!

Capítulo 22
Tormenta roja en el crepúsculo

—¡Ah, por fin! —farfulló Giles Habibula—. ¿Estás lista para salir, niña?

La cerradura había cedido. Hizo deslizar la reja.

—Por favor baja, John —dijo Jay Kalam—. Ayúdala.

John Star pasó por la abertura, se colgó por los brazos y se dejó caer ágilmente sobre el piso de la celda, junto a Aladoree. Los ojos grises de la joven lo miraron con recelo, reflejando los tonos verde de la penumbra.

—¿Tú viniste con ellos, John Ulnar? —preguntó Aladoree, tratando de disimular su aborrecimiento, pero hiriéndolo igualmente con su hostilidad.

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