—¡Endemoniado sea mi ojo! —exclamó Giles Habibula—. Faltó poco para que…
Se interrumpió, exhalando una bocanada de aire, con los ojos desencajados. Jay Kalam anunció en tono irónico:
—Tenemos un compañero a bordo.
John volvió a mirar la excrecencia verdosa que ya había observado sobre el otro extremo del tronco. Se trataba de una masa enorme de materia turbiamente translúcida, gelatinosa, que debía pesar varias toneladas, y se aferraba a la corteza negra con una veintena de seudópodos informes.
Poco a poco, merced a sentidos malignos, ignotos, se enteró de la presencia de los legionarios. Dentro de su masa amorfa empezaron a fluir corrientes ambarinas, mientras ellos la observaban con atónito espanto. Proyectó extensiones, cambió de forma, y así inició un desplazamiento aterrador por el tronco para acercarse a los náufragos.
—¿Qué es ese monstruo?
—A lo que parece se trata de una ameba gigantesca —dijo Jay Kalam—. En busca de su almuerzo.
—Y con este promedio de marcha —comentó John Star—, lo encontrará dentro de media hora más o menos.
Los cuatro hombres, desnudos, exhaustos e indefensos, estaban sentados mirando cómo se adelantaban los delgados brazos verdes, y cómo las corrientes de gelatina semilíquida se deslizaban lentamente por su interior para engrosarlos. La repulsiva mole no parecía moverse, y, sin embargo, se hallaba cada vez más cerca.
¿Qué sentirían al ser fagocitados por ella, atrapados por los brazos amorfos y reptantes, absorbidos centímetro a centímetro en el interior de la masa ávida e invertebrada, sofocados y consumidos? John Star contuvo el aliento y trató de zafarse de aquella horrible pesadilla que adelantaba poco a poco. Miró a su alrededor, desesperado.
Arriba el cielo tenía un color rojo, hostil. El disco descomunal y siniestro del sol ardía a baja altura, hacia el este, en un tono furibundo y más intenso. Un viento refrescante encrespaba la superficie del mar amarillo. Los horizontes, también amarillos, se fundían en una neblina anaranjada. Una aleta curva, dentada, describía círculos incesantes alrededor del tronco. La ameba descomunal llegó a la mitad del tronco.
—Cuando llegue aquí —sugirió John Star, dubitativo—, nos zambulliremos y trataremos de encaramarnos en el otro extremo.
—¿Para que los endemoniados monstruos de estas aguas nos devoren vivos? —replicó melancólico Giles Habibula—. El viejo Giles se quedará donde pueda ver quién es el que se lo come.
—El viento —dijo Jay Kalam en tono optimista— nos empuja hacia la costa, o por lo menos eso espero. Además, debemos estar cerca, de lo contrario no habría resaca.
El monstruo reptante había recorrido las tres cuartas partes del tronco cuando Hal Samdu, con su prodigiosa vista, gritó:
—¡La costa! ¡Veo tierra!
A lo lejos, bajo el horizonte que recorría el borde del mar amarillo, apareció una línea oscura, baja.
—Pero aún está a muchos kilómetros de distancia —replicó John Star—. Hemos de encontrar la forma de eludir a este monstruo…
—Podemos zarandear el tronco —sugirió Jay Kalam—. Hacerlo girar. Y pasar al otro lado mientras nuestro compañero de viaje se queda abajo.
—Y cuando gire, sin duda caeremos directamente en las fauces de esos seres abyectos que nos esperan en el agua.
Se pusieron en pie sobre la corteza áspera, jugándose el todo por el todo, y se balancearon alternativamente de lado a lado, obedeciendo las órdenes de Jay Kalam. Al principio, el gigantesco tronco no pareció moverse y la descomunal ameba siguió su inexorable avance.
Sin embargo, gradualmente, bajo el peso combinado de los cuatro hombres, el tronco empezó a bascular poco a poco a un lado y a otro, con un vaivén que se acentuaba cada vez más. La corteza, húmeda, era resbaladiza. Giles Habibula cayó, en una ocasión, gritó aterrorizado mientras John Star volvía a izarlo.
—¡Benditos sean mis huesos! El pobre viejo Giles no quiere servir de carnada, muchacho…
La aleta negra cortó el agua cerca de ellos. Los ojos saltones de Giles siguieron su trayectoria.
El seudópodo más próximo de la gelatina informe, que fluía con avidez, estaba a menos de un metro y medio de distancia, cuando el tronco sobrepasó el punto de equilibrio, giró sobre su eje, y les obligó a gatear a toda prisa para no caer al agua.
—¡Ahora! —exclamó Jay Kalam.
Aferrados unos a otros se deslizaron torpemente, a cuatro patas, sobre la superficie húmeda, para ganar el otro extremo, donde estarían a salvo durante un rato. Al poco tiempo, la colosal masa de protoplasma apareció, verde y chorreando agua, escalando la parte superior del tronco. Sus sentidos presintieron de nuevo la presencia de los cuatro hombres y volvió a fluir una vez más.
Repitieron dos veces la incómoda maniobra antes de que el tronco tocara fondo.
Un mundo negro, ominoso y terrorífico se extendía ante ellos.
Las aguas amarillas, poco profundas, lamían una solitaria playa de arena negra. Más allá de la playa se levantaba una selva portentosa, una muralla oscura de espinas. Espinas rígidas, mortalmente negras, entre las cuales asomaban incontables flores violáceas de magnitud descomunal, erizadas de miles de puntas afiladas y feroces. Una barrera impenetrable de espadas entretejidas con una altura de treinta metros.
Sobre la selva sombría aparecían las montañas: picos inmensos, una cordillera escabrosa, abismal, inconmensurablemente alta, de peñascos desnudos, desprovistos de vida, negros. El último muro tenebroso proyectaba su filo mellado a través del cielo escarlata cubriendo un cuarto del mismo.
Arena negra, una jungla negra de espinas, una barrera negra de cordilleras de pesadilla, bajo un cielo escarlata. El mundo que tenían delante estaba ensombrecido por un espíritu de malevolencia agresiva y paralizaba el corazón con un pavor sin nombre.
—¡A tierra! —gritó John Star, mientras chapoteaban por las aguas poco profundas y se despedían con un ademán burlón de la ameba, montada sobre el tronco.
—Sí, estamos en tierra —asintió Jay Kalam—; pero en la costa oriental. La ciudad de los medusas está en algún punto de la costa occidental, según dijo el comandante. Lo cual significa que habremos de atravesar esta selva, aquellas montañas y todo el continente que se extiende más allá.
—¡Ah, sí! ¡Un continente oscuro y sombrío poblado de horrores mortales! —lloriqueó Giles Habibula—. ¡Ay de mí! Y no tenemos armas, y estamos desnudos como benditos bebés. Ni siquiera un bocado para comer. Pobre viejo Giles, condenado a morir de hambre en estas costas crueles…
—Armas —empezó a decir Jay Kalam—. Eso es lo que hemos de…
John Star lanzó una exclamación de dolor cuando algo se hincó en un pie descalzo, y le interrumpió con una sonrisa:
—Aquí tenemos una, para empezar. Afilada como una navaja, ¡te lo garantizo!
Recogió lo que había pisado: una ancha valva negra con el borde curvo. Jay Kalam la examinó.
—Sirve —comentó—. Es un buen cuchillo.
Buscó otras mientras caminaban por la playa, y encontró una para cada uno de sus compañeros. Giles Habibula aceptó la suya con desdén.
—¡Ah, por amor a la vida, Jay! ¿Pretendes que yo, con este objeto endeble, me abra paso entre los tremebundos puñales y bayonetas que nos esperan allí… para cortarnos en jirones sangrientos?
Señaló la negra jungla de espinas.
—Así estaremos armados —le contestó Jay Kalam—. Apenas podamos cortar unas ramas, tendremos una lanza para cada uno.
Se aproximaron a la barrera negra. Algunas hojas medían tres metros de largo, y la madera parecía dura y afilada, como de acero. Como los cuatro tenían los cuerpos desnudos y doloridos, no les resultó fácil acercarse a las ramas que habían elegido, y les resultó aún más difícil cortar la madera acerada y darle forma con las valvas.
Necesitaron varias horas de trabajo agotador para poder equiparse con sendas lanzas de tres metros y con una daga más corta, triangular y dentada. Hal Samdu también fabricó una gran maza para su uso personal.
—¡Ah! De modo que ahora estamos listos para atravesar todo un continente aterrador sobre nuestros benditos pies descalzos… —había empezado a decir Giles Habibula, mientras echaba una última mirada compungida hacia el mar, cuando sus ojos descubrieron algo. Corrió torpemente hacia la playa.
Lo que acababa de encontrar era el paquete, que había sido arrastrado hasta la playa mientras ellos trabajaban.
—¡Tenemos otra vez nuestras ropas! —exclamó John Star—. ¡Y armas de verdad!
—¡Y mi bendita botella de vino! —resopló Giles Habibula mientras se afanaba por abrir el bulto.
La esperanza de recuperar las armas se disipó. En el bulto había entrado agua. Sus ropas se hallaban empapadas, la mayor parte de los víveres estaban estropeados y el delicado mecanismo de las pistolas de protones se había averiado al contacto con el agua amarilla y corrosiva.
Sólo la botella de vino estaba indemne. Giles Habibula la alzó en dirección al sol rojo, mirándola con ojos tiernos.
—Ábrela —sugirió Hal Samdu—. Necesitamos algo… Giles Habibula tragó saliva, con pesar, y meneó despacio la cabeza.
—¡Ah, no, Hal! —dijo muy serio—. Cuando lo hayamos consumido no quedará más. Ni una preciosa gota de vino en todo este pérfido continente. ¡Ah, no! Hemos de reservarlo para una hora de mayor necesidad.
Depositó firme pero cuidadosamente la botella sobre la arena negra.
Después de desechar las pistolas inutilizadas, consumieron todos los víveres que se habían salvado y se pusieron, complacidos, las ropas, ya medio secas. Aun bajo la radiación continua del sol próximo, y bajo el manto de gas rojo que absorbía el calor, la atmósfera distaba de ser tropical. John Star vendó de un modo sumario las heridas que había recibido en el muslo y el tobillo durante el viaje hasta la costa. Giles Habibula introdujo en uno de sus amplios bolsillos la botella de vino, bien envuelta para preservarla de los golpes. Y se internaron en la selva.
En torno a ellos se levantaban tallos negros, gruesos y carnosos, entrelazados sobre sus cabe/as en un caos ininterrumpido, erizados de espinas afiladas como cuchillos y con bordes dentados. El espeso techo ocultaba por completo el cielo escarlata. Apenas una lúgubre penumbra ensangrentada se filtraba hasta el suelo de la selva.
Eligieron su camino con infinita cautela bajo aquella punzante maraña, pero todas sus precauciones fueron insuficientes. La ropa sufrió los efectos, y pronto todos ellos empezaron a sangrar por una docena de pequeños tajos que con el veneno de las espinas escocían dolorosamente. No tardaron en encontrarse con un peligro más sobrecogedor.
—Hay una ventaja —estaba comentando Jay Kalam—. Si las espinas nos fastidian a nosotros, también ahuyentan a cualesquiera enemigos que… ¡agh!
Un grito estrangulado cortó su explicación. John Star se volvió a tiempo para ver cómo una larga cuerda purpúrea lo levantaba del suelo. Colgando de las sombras escarlatas del techo vegetal, se había enroscado dos veces alrededor del cuerpo de Jay Kalam y había aplicado una ventosa terminal contra su garganta. Jay Kalam se debatía con vigor, pero estaba indefenso, a merced del tentáculo de tres centímetros de grueso, que se contraía implacablemente. Lo izó con presteza hacia la maraña de espinas negras.
Con la daga en alto, John Star saltó detrás de él, pero ya se hallaba fuera de su alcance.
—¡Lánzame, Hal! —gritó.
El gigante le tomó por la rodilla y el muslo y lo despidió con fuerza hacia arriba, en dirección al techo de espinas iluminado de rojo. Con la mano extendida atrapó una espiral del resistente cable purpúreo. Éste se encogió al instante, formando otro anillo para rodear su cuerpo.
Aferrado al cable con una mano, lo aserró, por encima del hombro de Jay Kalam, con la daga que empuñaba en la otra. Se rasgó la dura piel purpúrea. Por su brazo chorreó un hilillo de color violeta, que podía ser savia o sangre. Él lo ignoraba. En el interior, unas fibras duras formaban el núcleo, que no era tan fácil de cortar.
Una espira se deslizó sobre sus hombros y apretó con fuerza brutal.
—Gracias, John —susurró Jay Kalam débilmente, con voz ahogada, pero sin dejarse vencer por el pánico—. Escápate tú mientras puedas.
Él siguió aserrando y cortando en silencio.
De pronto el líquido chorreante se enrojeció. Comprendió que era la sangre de Jay Kalam.
El cable purpúreo se contrajo espasmódicamente, con fuerza agónica.
—Demasiado… tarde… Lo lamento… John.
El pálido rostro de Jay Kalam se relajó.
Hizo un último y desesperado esfuerzo mientras una presión insoportable le vaciaba los pulmones con un largo estertor. El cable viviente quedó cortado. Ambos cayeron.
Cuando John Star volvió en sí, habían salido de la jungla.
Yacía boca arriba, en un pequeño claro cubierto por una hierba suave, de hojas delicadas, de un color azul brillante y metálico. Abajo alcanzó a ver, por encima de la selva de espinas negras, el océano aceitoso, amarillo, como un desierto de oro refulgente iluminado por el sol.
Sobre sus cabezas se levantaban las cordilleras de montañas negras. Vastos terrenos en declive sembrados de peñascos titánicos. Precipicios desnudos, escabrosos. Barreras de picos detrás de barreras de sombras, picos ciclópeos cuyas cumbres melladas aserraban con sus bordes oscuros, el cielo rojo y lúgubre.
Jay Kalam yacía junto a él sobre la hierba azul, todavía sin conocimiento. Hal Samdu y Giles Habibula estaban atareados junto a una pequeña fogata, a orillas de un pequeño torrente que atravesaba el prado. Incrédulo, captó el olor de carne asada.
—¿Qué sucedió? —preguntó, y se incorporó con dificultad, sintiendo los miembros doloridos. Las heridas de las espinas se habían inflamado.
—¡Ah! ¿Has despertado al fin, muchacho? —exclamó con alegría Giles Habibula—. Bien, muchacho, Hal y el pobre viejo Giles os sacaron a los dos de la endemoniada selva, después de que cayeron envueltos en el extremo de ese vil tentáculo. El trayecto no fue muy largo. Aquí, en el valle, Hal le arrojó la lanza a un animalito que pastaba en el prado azul, y yo saqué chispas de las piedras para encender fuego. Ésa es la historia, muchacho. Pero tenemos que escalar estas endemoniadas montañas, cuando tú y Jay estéis repuestos, y sólo la vida sabe qué terrores espantosos nos aguardan allí. Si esa pérfida cuerda purpúrea es un ejemplo… ¡Ay de mí, muchacho! Esta vida es demasiado dura para un pobre viejo débil como Giles Habibula, que merece estar sentado en alguna parte, en una bendita mecedora, con un sorbo de vino para hacerle olvidar a su tierno corazón la pena que le agobia.