—Pero ¿qué han hecho?
Sus ojos vidriosos se clavaron en el rostro de John Star, pidiéndole silencio.
—Por favor, no pienses que yo lo planeé. Pero los medusas han engañado a Eric y a todos, según parece. Acordaron ayudarnos a restaurar el imperio a cambio de un cargamento de hierro. Ahora se proponen exigir mucho más.
Su cuerpo delgado se estremeció.
—Acaban de contarme algunos aspectos de su historia, de los que Eric jamás tuvo noticia. ¡Y vaya historia! Son antiguos, John. Su sol es antiguo. Su raza era antigua en este macabro planeta, aun antes de que la Tierra hubiera nacido. Son demasiado viejos, John, pero no se resignan a morir. Me acaban de decir que fueron ellos quienes le comunicaron a la Estrella de Barnard su traslación anormal. Como los recursos minerales de su planeta se agotaron hace mucho tiempo, organizaron su futuro a través de la Galaxia, viviendo del saqueo de los mundos por los que pasan, y fundando en ocasiones una colonia. Me han dicho que tal será el destino de la Tierra.
Meneó la cabeza con un movimiento lento, anonadado.
—Por favor, John —susurró—, ¡no pienses que fue ésa mi intención!
John Star y Jay Kalam quedaron mudos por efecto de la sorpresa. Aquel plan parecía descabellado, pero John Star sabía que debía ser verdad. La razón decía que difícilmente los medusas se habrían complicado en una guerra interestelar por un mero cargamento de hierro. Y el horrorizado remordimiento de Adam Ulnar parecía sincero.
Aturdido, John Star imaginó el fin de la humanidad. El Sistema no podría combatir contra una ciencia capaz de construir aquellas naves espaciales aracnoides, negras, y cuyas armas eran soles atómicos; una ciencia que había fortificado un planeta con un cinturón de satélites artificiales y que hacía navegar un astro a través de la Galaxia como si se tratara de un corsario rojo.
No, el Sistema no tenía ninguna probabilidad de supervivencia, sobre todo teniendo en cuenta que la Legión del Espacio había sido traicionada por su propio comandante y el AKKA estaba en manos del monstruoso enemigo.
—¡Por favor, John! —la voz ronca de Adam Ulnar sonó dulcificada por el tono de súplica—. Por favor, no pienses que éste era mi propósito. Y ahora, te pido de nuevo el frasquito que guardo en mi escritorio.
—¡No merece morir! —replicó John Star.
—No, comandante —intervino Jay Kalam, con voz grave—, usted debe vivir… Por lo menos un poco más. Si sobrevivimos al aterrizaje, tal vez tendrá oportunidad, todavía, de ayudarnos a enmendar su traición.
Kalam condujo de nuevo al prisionero a su celda.
El «Ensueño Purpúreo» caía entre el rugido incesante de sus cohetes. Los motores, previstos sólo para las difíciles maniobras de despegue y aterrizaje, no habían sido calculados para una función como la que desempeñaban en aquel momento. Frenar la velocidad colosal que los había ayudado a atravesar sanos y salvos la barrera de radiación era misión de los geodinos… Pero éstos se hallaban fuera de servicio.
John Star permaneció rígido junto a los mandos, tratando de arrancar el último resto de potencia a la última gota de combustible, esforzándose por frenar a tiempo el crucero.
La nave negra caía detrás de ellos. Los competentes medusas vigilaban, seguramente interesados en conocer el efecto de la barrera de rayos sobre la destrucción de la nave. Y con una nueva arma preparada, sin duda, para el caso de que aquellos temerarios invasores sobrevivieran al aterrizaje.
En torno del «Ensueño Purpúreo» se formó una espesa niebla roja.
La nave negra que lo seguía se redujo a una sombra vaga y descomunal en medio de la penumbra. Todo lo demás desapareció. Y la nave siguió cayendo hacia el mundo oculto bajo el rojo resplandor de las nubes. Hubo una causa en el monótono tronar de los cohetes, y luego volvieron a funcionar. Emitieron un alarido potente y se detuvieron.
—¡Se ha agotado el combustible! —murmuró John Star—. Seguimos cayendo, y ya no podemos hacer nada.
Con las manos crispadas por un tormento de inercia impotente, escudriñó la espesa neblina que tenía delante. Sus ojo: divisaron una superficie lisa y luminosa, que parecía subir velozmente a su encuentro.
—¡Un mar! —exclamó—. Vamos…
El pánico lo ahogó, pero oyó la voz de Jay Kalam, suave y serena en el último momento de la pavorosa caída:
—De todos modos, John, hemos llegado al planeta donde se encuentra Aladoree.
—¿De modo que estamos atascados en el fondo de un endemoniado mar? —comentó Giles Habibula.
Su estado de ánimo no era alegre. Hablaba con el tono propio de un viejo gato que protesta porque alguien le pisa el rabo. John Star asintió, y Giles Habibula prosiguió:
—He servido fielmente a la Legión durante veinte largos y leales años, desde aquel maldito día en Venus, cuando…
Se contuvo, moviendo sus ojos de batracio, y John Star le azuzó.
—¿Cómo fue lo de tu enganche?
—He prestado servicios en la Legión durante veinte años, muchacho. Siempre tan robusto, leal y, ¡por dulce nombre de la vida!, tan valiente como el que más.
—Sí, lo sé. Pero…
—El viejo Giles ha dejado atrás el pasado, muchacho —engalló la voz, aunque siempre plañidero—. El viejo Giles se ha redimido, si es que algún héroe intrépido lo hizo alguna vez. Y míralo ahora, ¡benditos sean sus preciosos huesos! Acusado de ser un pirata infame, cuando durante veinte largos años no ha hecho nada más que… Cuando durante veinte interminables años ha sido un noble guerrero de la Legión. ¡Ah, sí! Muchacho, mira al viejo Giles Habibula. Mira lo que tienes ahora frente a ti.
Su voz se quebró. Un lagrimón bailó en el rabillo de su ojo, como intimidado por la inmensidad purpúrea de la nariz que había abajo, vacilando, para luego tomar coraje y caer.
—¡Mira al pobre viejo Giles! Expulsado como un perro de su propio Sistema natal. Arrojado como un conejo al espacio-interestelar. Lanzado de cabeza a este planeta de peligros espantosos y horrores reptantes. Condenado a pasar el resto de sus amargos días de sufrimiento en los restos de una nave hundida en un mar siniestro. ¡Infeliz viejo Giles Habibula! Durante años ha sido un hombre débil, tambaleante, con su endemoniada cabeza coronada de cabellos grises. Enfermo y cojo. Olvidado, desterrado en una avanzada solitaria y desolada de Marte. Y ahora está atrapado y sentenciado a pasar hambre y morir en un naufragio, en el fondo de un atroz mar amarillo. ¿Dónde está la condenada justicia de ese final, muchacho?
Ocultó la cara redonda entre las manos y se estremeció con sollozos que tenían alguna semejanza con los espasmos agónicos de una ballena arponeada. Pero no tardó en reponerse, y se secó los ojos saltones con el dorso de su gigantesca mano izquierda.
—De todos modos, muchacho —jadeó—, bebamos un poco de vino para que nos ayude a olvidar las aterradoras desgracias acumuladas sobre nuestras cabezas. Y mastiquemos un bocado de jamón frío y de bizcocho. Además, el otro día encontré en las bodegas un cajón de queso enlatado. Te hablaré de aquellos tiempos de Venus, muchacho. Habría sido una aventura sensacional si no hubiera tropezado con una perversa lámpara de lectura en la oscuridad. Porque en aquella época el pobre viejo Giles Habibula era inteligente… ¡Y tan esbelto como tú, muchacho!
—No, no tenemos medios para mover la nave —repitió John Star un poco más tarde a Jay Kalam en el puente—. Además, descansa en aguas poco profundas. Según los medidores de presión, estamos a menos de treinta metros de la superficie.
—Pero ¿no podemos sacarla a flote?
—No. Los geodinos están paralizados y el combustible para los cohetes se ha agotado. ¡Si tuviéramos aquí los bidones que dejamos en el satélite de Plutón! Y el fuselaje es demasiado pesado para flotar. No fue proyectado para navegar por el agua.
—Bien —dijo Jay Kalam con una fría determinación que valía más que la exaltada vehemencia de otros—. Pero no podemos capitular. No mientras estemos vivos y en el mismo planeta donde se encuentra Aladoree.
—Es cierto —asintió John Star, categórico—. Si pudiéramos sacarla a flote el tiempo suficiente para encontrar materiales y armar el AKKA, tendríamos a los medusas a nuestra merced.
—Eso es lo que debemos hacer, y lo que haremos. Ahora —agregó—, vamos a hablar con Adam Ulnar.
Encontraron al comandante sentado en su litera del calabozo, pálido y abatido, aturdido aún por la revelación de los medusas. Ya no exhibía la aristocrática altivez del Palacio Purpúreo. Miraba inexpresivamente la pared, moviendo los labios resecos. Al principio no notó la presencia de sus visitantes. John Star le oyó murmurar:
—¡Traidor! ¡Traidor a la humanidad!
—Adam Ulnar —dijo John Star, compadeciendo y odiando al mismo tiempo a aquel ser abrumado que los miraba con una mezcla de miedo y estoicismo—. ¿Está dispuesto a ayudarnos y reparar su crimen?
Un chispazo de interés, de esperanza, brilló en los ojos opacos, torturados. Pero el comandante de la Legión meneó la cabeza.
—Si pudiera ayudar, haría cualquier cosa —murmuró con voz apagada, desprovista de vida—. Pero es demasiado tarde. Ya es demasiado tarde.
—¡No! —exclamó John Star—. No es demasiado tarde. ¡Despierte!
Adam Ulnar se puso en pie torpemente, con una expresión de ansiedad en el rostro.
—Ayudaré. Pero ¿qué se puede hacer?
—Buscaremos a Aladoree y la pondremos en libertad. Entonces ella podrá aniquilar a los medusas con el poder del AKKA.
Adam Ulnar volvió a sentarse.
—Sois unos ilusos. Estamos en una nave hundida en el fondo del océano. Aladoree está encerrada en una fortaleza que sería impenetrable para todas las flotas de la Legión, ¡si es que los medusas no le han arrancado ya el secreto con torturas y la han matado! Sois unos pobres ilusos, aunque no tanto como lo fui yo.
—Cuéntenos todo lo que sepa acerca del planeta —exclamó Jay Kalam—. Sobre la geografía de sus continentes y lo que sepa de los medusas: sus armas, su civilización, dónde es más probable que tengan prisionera a Aladoree.
Adam Ulnar los miró, sumido en la apatía de la desesperación.
—Os contaré lo poco que sé, aunque no os servirá para nada. Personalmente nunca estuve aquí. Sólo he leído los informes que trajo la expedición de Eric. Este planeta es mucho más grande que la Tierra; su diámetro viene a ser el triple. La rotación es muy lenta, y los días son unas quince veces más largos que los terrestres. Las noches son abominables, espantosamente frías. Como vosotros sabéis, a una estrella enana del tipo M no le queda mucho calor.
Su mirada inexpresiva parecía no ver lo que le rodeaba. John Star insistió:
—¿Y los continentes?
—Hay un solo continente, cuya superficie equivale a la de toda la Tierra, poco más o menos. A lo largo de la costa hay una extraña franja de selva salvaje y mortal. Eric dijo que se desarrolla con asombrosa rapidez durante el largo día, y está infestada de seres feroces, que no tienen parangón con los de la Tierra. En la costa oriental, más allá de la selva, se levanta una cordillera, más escabrosa que cualquiera de las del Sistema, Al oeste de las montañas hay una meseta alta, desprovista de vida, cortada por grandes cañadas. A continuación está el valle de un inmenso río, donde confluyen las aguas de casi todo el continente. A los medusas les queda una sola ciudad, porque la vida es difícil en este planeta moribundo, y la mayoría de ellos han emigrado a los mundos que conquistaron…, como se proponen conquistar el nuestro. Esa ciudad está situada cerca de la desembocadura del río. No puedo precisar su localización con más exactitud.
—¿Y Aladoree? —preguntó con ansiedad John Star.
—Sin duda debe estar en la ciudad. Según Eric, en un lugar descomunal cuando se valora con las medidas humanas. Está totalmente construida de metal negro, y rodeada por murallas de un kilómetro y medio de altura, para contener el avance de la selva terrorífica. En el centro se levanta una fortaleza colosal, una torre gigantesca de metal negro. Creo probable que la tengan allí, protegida por armas que podrían destruir todas las escuadras del Sistema en un instante.
—¿Sabe algo más? —insistió Jay Kalam, cuando vio que sus ojos volvían a perderse en el vacío.
—No, nada más.
—¡Reaccione! ¡Piense! ¡Está en juego el porvenir del Sistema!
—No… Sí, recuerdo algo más, aunque será inútil que os ponga sobre aviso. ¡La atmósfera! Adam Ulnar tuvo un sobresalto.
—¿Qué sucede con la atmósfera?
—¿Habéis visto que es rojiza?
—Sí. ¿Acaso no es respirable?
—Contiene oxígeno. Se puede respirar. Pero está saturada de un gas rojo. A los medusas no les hace daño, pero para los hombres no es bueno. Cuando hablaron me dijeron que es un gas orgánico artificial. Lo generaron para controlar el clima, para reducir la pérdida de calor por la noche. Tal vez se propongan llenar con él la atmósfera de la Tierra. Pero es letal para los hombres…
Se recuperó haciendo un visible esfuerzo.
—¿Recuerdas la herida de tu hombro, John? Fue provocada por el mismo gas rojo. Lo rociaron sobre ti en estado líquido. Los medusas saben cuáles son los efectos que produce en los seres humanos. Los hombres de la expedición de Eric… —El comandante de la Legión se estremeció—. Enfermaron por el solo hecho de respirar esa atmósfera. No les hizo daño enseguida, aparte de una pequeña incomodidad. Pero más tarde apareció el desequilibrio mental. Su organismo empezó a descomponerse. Sufrieron grandes dolores y después…
—Sus médicos me trataron después de recibir la quemadura en Marte —le interrumpió de súbito John Star—. ¿Qué producto usaron?
—Descubrimos una fórmula que neutraliza los efectos del gas. Pero no tenemos los ingredientes a bordo.
—Pero, ¿a pesar del gas, podremos vivir durante algún tiempo?
—Durante algún tiempo, sí —repitió Adam Ulnar—. Aunque las reacciones individuales fueron distintas, por lo general las peores complicaciones tardaron varios meses en aparecer.
—Entonces no representa un gran problema.
—No. —Adam Ulnar habló con un énfasis cansado y amargo—. Si lográis abandonar la nave, encontraréis la muerte en un millón de formas más rápidas. En este planeta la vida es muy antigua, ¿sabéis? La lucha por la supervivencia ha sido dura. De ella ha resultado una fauna y una flora capaces de convivir con los medusas. Pero vosotros nunca lograréis salvaros fuera de la nave.