—Soy el capitán John Ulnar —dijo John Star—. El «Ensueño Purpúreo» necesita provisiones. El capitán Kalam está redactando la orden de requisa. Hay que cargar los materiales sin demora.
El hombre de baja estatura le miró con recelo.
—¿John Ulnar? —Su voz era grave y nasal—. Y el capitán Kalam, ¿eh? Al mando del «Ensueño Purpúreo», ¿eh?
En su rostro sucio, cubierto por una incipiente barba rubia, apareció una mueca de astucia huraña. John Star observó la hostilidad de aquellos ojos y comprendió de súbito que debía ser uno de los hombres de Adam Ulnar. La red de insospechada traición que envenenaba la Legión había llegado incluso a aquella fría y lejana roca.
—Así es. —La audacia iba a ser la única táctica viable—. Se nos ha confiado una misión de importancia prioritaria y hemos de repostar sin demora.
—Soy el teniente Nana, jefe del destacamento. —La voz hosca estaba desprovista de la habitual cortesía militar. Con una sonrisa presuntuosa, Nana agregó en tono astuto—: Las instrucciones secretas de mi archivo indican que el «Ensueño Purpúreo» viaja bajo las órdenes del capitán Madlok y el comandante Adam Ulnar. Está inscrito como nave capitana del comandante en jefe.
John Star no se detuvo a pensar cuál podía ser su juego. Si había recibido la alarma, era raro que se quedase para recibirlos pacíficamente. En el Destacamento Cerbero, que era una base de aprovisionamiento no fortificada, no parecían haber armas de poder suficiente para combatir contra el «Ensueño Purpúreo». Si no lo habían alertado… Pero no tenía tiempo para resolver enigmas.
—Ha habido un cambio de destinos —le comunicó firmemente John Star—. Aquí está el capitán Kalam.
Jay Kalam se acercó luciendo otro uniforme prestado. Ambos bajaron de la pequeña plataforma por la escalerilla anexa, y Jay Kalam presentó un documento, mientras exclamaba con energía:
—¡Nuestra orden de requisa, teniente!
John Star miró hacia la torrecilla baja de la nave, e hizo una seña rápida con la mano. El largo cañón de protones asomó al instante de su torrecilla y giró sobre las cabezas de ellos para apuntar hacia el largo edificio blanco. Hal Samdu estaba en su puesto.
Nana contempló el arma con sus ojillos inyectados en sangre. Sus facciones mugrientas no reflejaron sorpresa ni alarma. Fulminó a John Star con una mirada de perversa hostilidad, y después tomó con desgana la orden.
—¡Dieciséis toneladas de planchas catódicas! —Su asombro no pareció convincente—. ¡No está permitido para una sola nave!
—¡Dieciséis toneladas! —rugió John Star—. ¡Inmediatamente!
—No es posible. —Nana volvió a mirar el amenazante cañón y murmuró en tono evasivo—: No puedo entregar ese material sin antes comunicar con el cuartel central de la Legión, para que confirmen sus órdenes.
—No disponemos de tiempo para eso. Nuestra misión es de emergencia.
Nana se encogió de hombros en actitud de desafío.
—Soy el jefe del Destacamento Cerbero —bramó—. No estoy acostumbrado a recibir órdenes de… —hizo una pausa y sus ojos enrojecidos se entrecerraron— ¡…de piratas!
—En tal caso —respondió Jay Kalam, tranquilo—, usted verá lo que hace.
Nana blandió el puño con un acceso de cólera que parecía imitado de una mala representación teatral, y Jay Kalam le hizo una seña a Hal Samdu. La colosal aguja apuntó hacia la antena de radio montada en lo alto del cerro, y de su extremo brotó una llamarada cegadora. La torre se derrumbó en seguida, quedando reducida a ruinas humeantes.
De pronto Nana se echó a temblar, y su cara mal afeitada palideció con una expresión de miedo que parecía más auténtica que su cólera de antes.
—Muy bien —murmuró roncamente—. Acepto su orden.
—Acompáñelo, capitán Ulnar —dijo Jay Kalam—. Procure que no haya atrasos ni errores.
Nana arguyó que no disponía de todos los materiales solicitados, que casi todos sus hombres estaban demasiado enfermos para colaborar en los trabajos de carga y que las grúas y cintas transportadoras estaban averiadas. John Star comprendió que procuraba ganar tiempo hasta que llegaran las dieciséis naves de la Legión.
Pero cuatro horas más tarde, bajo la inflexible supervisión de John Star y bajo la amenaza del cañón de protones, todas las planchas catódicas estuvieron a bordo. Los cilindros de oxígeno fueron cargados sin problemas, así como las reservas de víveres y vino que Giles Habibula había añadido a la orden de requisa. Sólo los negros bidones de combustible para los cohetes seguían apilados debajo de la escotilla, aunque aún faltaba una hora para que llegaran las naves de la Legión; John Star captó un brillo de satisfacción en los ojos de Nana. Aquello aumentó su inquietud.
Entonces Jay saltó fuera de la nave y se acercó por la pista, atravesándola a grandes zancadas.
—¡Es hora de partir, John! —dijo, con tono bajo y perentorio.
—¿Por qué? Aún disponemos de una hora.
Jay Kalam contemplo a los hombres que se habían reunido para cargar el combustible y que los miraban de un modo extraño. Entonces bajó la voz aún más.
—Los teleperiscopios muestran otra nave, John. Más próxima. Viene desde Plutón.
—¡Ése era el juego de Nana! —gritó John Star, contrariado—. Una hermosa sorpresa para nosotros. De todos modos necesitamos el combustible. Tendremos que fiarnos de la posibilidad de ganar por la mano a los amigos de Nana.
El rostro de Jay Kalam estaba tenso de insólita preocupación.
—No se trata de una nave de la Legión, John. Se desplaza a demasiada velocidad. —John Star captó un hondo temor detrás de la máscara de serenidad de su compañero—. Nunca vi cosa parecida. Esa nave parece una araña negra, con protuberancias en la parte inferior de su fuselaje.
John Star dominó el frío pánico que le comprimió la boca del estómago.
—¡Los medusas! —exclamó—. Una nave como ésa fue la que secuestró a Aladoree. Nana los ha llamado para que nos tendieran una emboscada aquí. Ignoro qué tipo de armas tienen, pero…
—Vámonos —le interrumpió Jay Kalam—. No podemos arriesgarnos a un combate.
—¿Y el combustible para los cohetes?
—Déjalo. Sube a bordo.
Treparon corriendo por la escalerilla.
El teniente Nana los miró con sus ojitos rojos entrecerrados y murmuró una orden a sus hombres acerca de los bidones. Todos se replegaron hacia el largo edificio metálico, con una prontitud que no presagiaba nada bueno.
La escotilla se cerró. Los interruptores chasquearon bajo los dedos de John Star. La llama azul y rugiente de los cohetes debía impulsarlos ya hacia el espacio… ¡pero el «Ensueño Purpúreo» no se movía!
Sorprendido y descorazonado, volvió a accionar los mandos de despegue, pero no sucedió nada.
—¡Estamos atascados! —exclamó. Consultó, incrédulo, los instrumentos—. ¡Es una fuerza magnética! —dijo entonces—. ¡Miren los indicadores! ¡Un campo colosal! Pero, ¿cómo? La nave es antimagnética. No veo…
—Una trampa magnética —explicó Jay Kalam—. De alguna manera, nuestro amigo Nana consiguió montar los imanes en un lugar próximo a la nave. El fuselaje es antimagnético, pero la intensidad del campo paraliza el mecanismo de mando de los cohetes y los geodinos, poniéndolos fuera de control. Van a retenernos aquí hasta que lleguen las naves.
—Entonces tendremos que inutilizar sus dínamos —le interrumpió John Star.
—Destruye el edificio, Hal —ordenó Jay Kalam por teléfono.
La lengua rugiente de fuego violeta volvió a brotar de la aguja. Recorrió de un extremo a otro el largo y bajo edificio metálico, y lo redujo a una masa de metal humeante y ladrillos rotos, desgajada de sus cimientos por el impacto de la descarga.
—¡Ahora!
John Star probó de nuevo los cohetes. Una vez más, la única respuesta fue el silencio.
—Los imanes siguen reteniéndonos. Las dínamos deben estar bajo tierra, pues no han sido alcanzadas por nuestra descarga.
—¡Entonces yo las alcanzaré! —bramó John Star—. ¡Abrid la escotilla!
Cogió dos pistolas de protones, además de las dos que ya tenía enfundadas debajo del cinturón, y salió corriendo de la cámara del puente.
—¡Espera! —gritó Jay Kalam—. ¿Qué…?
Pero ya se había ido. Jay Kalam accionó los mandos para abrir la escotilla.
John se dejó caer sobre la pista de aterrizaje, cruzó a la carrera las ruinas humeantes del edificio y escudriñó los cimientos desnudos hasta encontrar la escalera, un hueco tallado entre rocas oscuras y estratos de 'hielo. Se lanzó escaleras abajo, empuñando las pistolas de protones, saltando sobre fragmentos dispersos de metal todavía incandescente.
Treinta metros más abajo, una pesada puerta de metal apareció frente a él. Apuntó una de las pistolas de protones y le aplicó la potencia máxima. La puerta se puso incandescente, se ablandó y cayó. Saltó por encima de sus restos y se metió en un corredor largo y mal iluminado. Delante se oía el rumor de las máquinas y el zumbido de las dínamos. Pero lo detuvo otra puerta. Probó la pistola y descubrió que estaba descargada, agotada por el primer disparo a potencia máxima. Antes de que pudiera apuntar otra de sus armas, un rayo violeta se proyectó contra él desde una tronera.
Instintivamente se dejó caer al adivinar el rayo asesino, apretándose contra el piso. Aunque había eludido la abrasadora saeta, la transmisión de la corriente eléctrica le aturdió. Pero su arma respondió en el mismo instante y los restos incandescentes de la puerta aplastaron al hombre apostado detrás de ella.
En seguida se puso en pie, aunque tenía herido el hombro. Saltó hacia la puerta, tiró la pistola descargada y desenfundó las otras dos.
Entonces se vio en un recinto rectangular, excavado en la roca. En el centro trepidaban las dínamos. Las guardaban cinco hombres en actitudes de sorpresa y miedo. Sólo la mano del teniente Nana bajó maquinalmente en busca de su arma.
Las dos pistolas de John Star escupieron fuego… sobre los generadores.
Ya desarmado, pero seguro de que las dínamos estaban inutilizadas, arrojó sus pistolas descargadas al parpadeante rostro de Nana, y deshizo camino por el pasillo y la escalera, esperando que la sorpresa de sus enemigos le diera tiempo para subir de nuevo a bordo.
Se lo dio. La escotilla volvió a cerrarse con estrépito. Las rocas negras quedaron bañadas por el resplandor de las rugientes llamas azules, y el «Ensueño Purpúreo» se elevó a gran velocidad sobre el escabroso satélite de Plutón. Por fin habían partido, pensó John Star. Por fin se alejaban rumbo a la lejana Estrella de Barnard y en socorro de Aladoree.
—Este retraso… —susurró Jay Kalam—. Me temo que ha sido excesivamente largo. La nave negra está demasiado cerca… Ahora será difícil eludirla.
Cerbero, el satélite de Plutón, quedó atrás, convertido en una fría mota gris, y desapareció.
El propio Planeta Negro quedó devorado por el infinito abismo de tinieblas, y la estrella magnífica que era el sol empezó a menguar y desvanecerse en Orión.
Superaron la velocidad de la luz. El sol y las estrellas situadas más atrás sólo eran visibles en ese momento merced a que ellos habían captado sus rayos. Los habían recogido y refractado en las lentes y los prismas de los teleperiscopios para corregir la distorsión de la velocidad.
Giles Habibula permanecía en la sala de generadores. Bajo la tutela de sus manos gordas y sorprendentemente hábiles, los geodinos funcionaban casi a la perfección. Pasaban horas sin que se oyera el rugido de la vibración destructiva.
Y el «Ensueño Purpúreo» seguía avanzando. Los pequeños mundos de los hombres se habían perdido de vista, habían quedado atrás. Delante aparecían las estrellas de Ofiuco, pero ni siquiera las mayores potencias de los teleperiscopios permitían ver aún el tenue punto de la Estrella de Barnard, tan sumergida en la muerte estelar que desde la Tierra sólo se la veía como un cuerpo celeste de décima magnitud. Únicamente en sus cerebros podían imaginar aquel mundo solitario y atroz adonde había sido conducida Aladoree.
Continuaron el viaje, día tras día, a la mayor velocidad que permitían los generadores… siempre seguidos por la nave negra. En aquel momento, la luz que procedía de ella ya no podía alcanzarlos. Los teleperiscopios no mostraban su monstruosa forma aracnoide. Sólo la pantalla del rastreador geodésico delataba su presencia, porque el mecanismo de rastreo registraba sin demora los campos de saturación geodésica.
John Star le suplicó a Giles Habibula que consiguiera mayor potencia de los ya sobrecargados geodinos, y observó el débil punto sobre la pantalla. Ahora parecía inmóvil. No importaba que los generadores funcionasen correctamente o fallasen: la distancia se mantenía constante.
—Juegan con nosotros —murmuró, preocupado—. A pesar de nuestra velocidad, no sacamos ni un centímetro de ventaja.
—Se limitan a seguirnos. —La inquietud era manifiesta, aunque Jay Kalam procuraba aparentar calma—. Podrán alcanzarnos cuando quieran. O quizá, si su sistema de comunicaciones se lo permite, se limitarán a anunciar a sus compañeros de la Estrella Fugitiva de Barnard que estén listos para darnos la bienvenida.
—Me gustaría saber por qué no nos atacan ahora.
—Supongo que antes querrán averiguar nuestros planes. Pero lo más probable es que se propongan rescatar con vida al comandante.
Porque Adam Ulnar continuaba encerrado en el calabozo. Era un prisionero alegre y resignado, que aparentaba no sentir remordimientos por su traición. Había pedido papel y se disponía a escribir sus Memorias, con destino a los vastos archivos del Palacio Purpúreo.
Esperanzado, John Star susurró:
—Si no nos atacan, tal vez podremos darles esquinazo. Jay Kalam meneó su cabeza morena, lentamente.
—No veo cómo.
Siguieron internándose en la negrura cristalina del espacio interestelar. Los cuatro estaban demacrados por la falta de sueño y la tensión que emanaba del esfuerzo y el miedo. Sólo Jay Kalam parecía casi impasible, siempre parsimonioso y frío, siempre circunspecto y afable. Las facciones de John Star estaban lívidas y tenía los ojos inflamados por la ansiedad. Hal Samdu, que se había vuelto nervioso e irritable, mascullaba para sus adentros, crispaba sus puños enormes e inútiles, y a veces fulminaba con la mirada a enemigos imaginarios. Y, cosa increíble, incluso Giles Habibula perdió peso hasta que la piel llegó a formar bolsas colgantes debajo de sus ojos inexpresivos y opacos.