—¡Aladoree! —suplicó él—. ¡Debes confiar en mí!
—Te dije en una ocasión —respondió ella fríamente—, que nunca podría confiar en un hombre llamado Ulnar. ¡Ese mismo día encerraste a mis defensores leales y me entregaste a tu pérfido pariente!
—¡Lo sé! —susurró John Star, amargamente—. ¡Fui un instrumento, un necio! ¡Pero ven! Te alzaré.
—Yo fui necia, al confiar en un Ulnar.
—Ven. No tenemos tiempo.
—Debes ser más astuto que Eric, si has logrado ganarte la confianza de mis defensores leales. ¡Vosotros, los púrpuras! ¿Acaso, John Ulnar, quieres aprovecharte de ellos y también de los medusas?
—¡No! —rugió él, ofendido.
—Por favor, daros prisa —les urgió Jay Kalam, desde arriba.
Entonces la joven se acercó a él, recelando aún. John Star deslizó un brazo alrededor de su cuerpo menudo, le levantó un pie, y la alzó para depositarla en los brazos extendidos de Hal Samdu. A continuación él también saltó, para colgarse de éstos.
Estaban en el salón cavernoso, minúsculos por contraste con su vastedad lúgubre y silenciosa.
John Star vio que Aladoree estaba delgada y pálida, con sus facciones blancas contraídas por la ansiedad y el sufrimiento. Sus ojos grises tenían una incandescencia demasiado brillante, y estaban rodeados de sombras azules. El alarido de sorpresa que lanzó al ver la repulsiva mole del medusa muerto demostró que su tensión nerviosa la ponía al borde del colapso. Sin embargo, su porte mostraba coraje, decisión, tenacidad orgullosa.
La tortura no la había vencido.
—Estamos aquí, Aladoree —le informó Jay Kalam—, pero no tenemos una nave para partir. Ni siquiera tenemos medios para salir de la ciudad. Y carecemos de armas eficaces. Dependemos de ti y del AKKA.
La desilusión ensombreció el rostro de la joven.
—Entonces me temo que habéis sacrificado vuestras vidas en vano —murmuró.
—¿Por qué? —preguntó Jay Kalam, inquieto—. ¿No puedes preparar el arma?
Aladoree hizo un gesto de desánimo.
—Creo que no. A pesar de que es muy sencilla, necesita determinados materiales. Y un poco de tiempo para montarla y ajustaría.
—Tenemos en nuestro poder el aparato que empleaban para comunicarse con Eric Ulnar. —Señaló la maza que había empuñado Hal Samdu—. Ahora está bastante maltrecho. Era eléctrico. Una especie de radio, según creo. Debe de tener cables, aisladores, quizás una pila.
La joven repitió el gesto.
—Es posible que sirva —dijo—. Pero temo que tardemos demasiado en enderezar y reparar las piezas. Estos seres nos encontrarán muy pronto.
—Debemos llevarlo con nosotros —dijo Jay Kalam. Hal Samdu desmontó el dispositivo de la parte superior del trípode y lo amarró a su cuerpo valiéndose de los cables de conexión.
—Hay que hacer algo —murmuró John Star—. En seguida.
Eric debe haber ido a dar la alarma.
—Tenemos que salir de alguna manera de la ciudad —asintió Jay Kalam—. Aladoree, ¿conoces algún camino…?
—No. Por ese lado —dijo, señalando—, el vestíbulo se comunica con un gran taller, una laboratorio, según creo. Muchos de ellos están siempre allí, trabajando. Supongo que Eric fue en esa dirección para llamarlos. Por el otro lado se comunica con el exterior. ¡Mil quinientos metros de altura! No hay cómo salir, si no es con alas.
—Quizás haya un camino —musitó Jay Kalam—. Recuerdo algo que parecía ser un desagüe. Tenemos que verlo.
Atravesaron corriendo los cien metros que les separaban de un gran portal situado en el extremo del salón, una inmensa reja corrediza compuesta por pesados barrotes negros, cruzados y muy próximos entre sí, y asegurada con una enorme cerradura. A través de los barrotes volvieron a ver la metrópoli negra sobre la que se había desencadenado una tempestad.
Montañas empinadas de metal color ébano, fantásticas y colosales máquinas cuya función era inimaginable, se apiñaba en un caos titánico, sin ningún orden visible para el ojo humano sin regularidad en las formas, las dimensiones o las posiciones. No había calles: sólo abismos, puertas que comunicaban con el vacío vertiginoso.
En ese momento la ciudad era azotada con prodigiosa violencia. Los cuatro habían soportado otras tormentas en su marcha a través del continente negro, siempre cuando declinaba el día que abarcaba una semana, en circunstancias en que el aire se enfriaba rápidamente y causaba precipitaciones súbitas. Pero nunca habían presenciado un fenómeno tan violento.
La oscuridad era casi total. Un tétrico manto de penumbra escarlata cubría las moles de pesadilla que constituían la ciudad. El viento ululaba. La lluvia amarilla formaba cortinas penetrantes y los empapó, flagelándolos con su látigo helado, incluso detrás del abrigo que suministraba la reja. Los relámpagos, deslumbrantes, llameaban una y otra vez sobre sus cabezas, hincando incesantemente espadas rojas en los edificios negros que se alzaban como gigantes atormentados.
Debajo de la puerta había un abismo de mil quinientos metros de profundidad, totalmente cercado de edificios negros, irregulares. John Star no descubrió ningún camino visible para abandonar aquel lugar empapado por la lluvia.
Aladoree retrocedió, alejándose instintivamente de la lluvia helada que la azotaba a través de los barrotes,, del resplandor del cielo y del aterrador estruendo del viento y el trueno. Giles Habibula se retiró con viveza, mientras murmuraba:
—¡Ay de mí! Nunca vi semejante…
—La cerradura, Giles —le urgió Jay Kalam.
—¡Benditos sean mis huesos, Jay! —aulló Giles Habibula por encima de los elementos rugientes—. ¡No podemos salir por aquí! ¡No podemos asomarnos en medio de esta tormenta atroz y sobre un abismo portentoso de mil quinientos metros de profundidad!
—¡Por favor!
—¡Ah! Si tú quieres, Jay. Ahora será más fácil.
Sus dedos ágiles, seguros, movieron las palancas cíe la cerradura, esta vez con más certidumbre y confianza. Crujió casi en seguida. Los cuatro hombres apoyaron sus hombros contra los barrotes y deslizaron hacia un lado la inmensa reja.
Luchando contra el viento y la lluvia que ahora los azotaba con fuerza multiplicada, miraron por encima del reborde metálico. La pared negra y lisa caía a pico formando un abismo de kilómetro y medio, mojado y resbaladizo. Jay Kalam se aseguró con firmeza para evitar que le derribara el viento azotador y señaló gritando entre el fragor de los truenos:
—¡El desagüe!
Estaba cerca, a unos cuatro metros. Era un gran conducto cuadrado cuyas secciones iban unidas por abrazaderas metálicas que lo unían a la pared. Descendía verticalmente hacia el abismo hasta convertirse en una delgada línea negra y desaparecer en los charcos rojizos del fondo.
—¡Las argollas! —adivinaron por el movimiento de sus labios, más que por la voz—. Forman escalera. Demasiado separadas, desde luego, y su forma no es la más conveniente, pero servirán. Vamos, ¡abajo!
—¡Benditos sean mis huesos! —aulló Giles Habibula en medio de la tormenta—. No podemos hacerlo, Jay. No en esa horrible tempestad. ¡Ni siquiera están a nuestro alcance esas mortales argollas! ¡Pobre viejo Giles…!
—¿John…? —formularon una pregunta los labios de Jay Kalam.
—¡Voy a intentarlo! —gritó el aludido.
Era el más ligero, el más ágil de los cuatro. Él podría conseguirlo, si era humanamente posible. Hizo una seña con la cabeza a Hal Samdu, sonriendo con fiereza. La mano del gigante le alzó y le lanzó al vacío, entre la lluvia torrencial y el viento aullador.
Sus brazos se alargaron y sus dedos tocaron el borde de una abrazadera metálica. Pero el huracán sé había apoderado de su cuerpo y quería arrojarlo al precipicio. Los dedos se aferraron. Los músculos se distendieron. Pero había logrado sujetarse.
Momentáneamente tranquilo, John Star permaneció aferrado al reborde, empapado y asfixiado por la lluvia torrencial. Tanteó las argollas y comprobó que servirían, aunque burdamente, como escalera. Luego hizo una seña afirmativa en dirección a los demás.
Entonces se aseguró, con un pie sobre la argolla y la rodilla de la otra pierna enganchada sobre la de arriba; con los brazos libres, esperó. Jay Kalam salió despedido y él lo atrapó al vuelo y lo ayudó a escalar hasta una posición más alta. Después le tocó el turno a Giles Habibula, con la cara verde, jadeando. Y a Aladoree; que dijo «Gracias, John Ulnar», con un tono extraño, ahogado, cuando la recibió entre sus brazos.
A continuación Hal Samdu pasó las patas ensangrentadas del trípode y las colgaron de sus cinturones. De pie sobre la estrecha cornisa, corrió la reja hasta que oyó el chasquido de la cerradura, con la esperanza de confundir a sus perseguidores. Luego saltó, entre las cortinas de lluvia, y John Star se inclinó para atraparlo.
Su peso descomunal se convirtió en un lastre intolerable para John Star, que estaba en una posición incómoda e insegura. Una furiosa ráfaga de viento que se desencadenó en dirección descendente empeoró la situación. Mientras se aferraba a la mano húmeda del gigante, John Star sintió que su cuerpo se iba a partir en dos, pero no la soltó. Hal Samdu cogió una argolla con su mano libre y quedó a salvo. Luego iniciaron el descenso a lo largo del desagüe.
Las argollas que utilizaban como puntos de apoyo estaban demasiado espaciadas. No habría sido pequeña proeza el bajar mil quinientos metros, por aquel camino, en condiciones favorables. En aquel momento el diluvio se precipitaba desde el cielo rugiente en cortinas sofocantes. El vendaval les zarandeaba. Todos estaban casi exhaustos. Pero el temor a la persecución inevitable les inducía a descolgarse con una rapidez que resultaba temeraria.
John Star pensó que en cierto sentido la tempestad representaba una ventaja: había ahuyentado a los medusas de sus edificios y máquinas, impulsándolos a buscar refugio. No parecía existir el peligro de que los descubrieran por casualidad. Pero esa ventaja la pagaban muy cara en la batalla contra el vendaval y la lluvia.
Tal vez habían recorrido la mitad del trayecto cuando Aladoree se desvaneció, víctima del agotamiento.
John Star, que estaba precisamente debajo de ella y no había dejado de vigilarla por temor a que resbalara en los soportes húmedos, la recibió en sus brazos y la tuvo abrazada hasta que volvió en sí y repitió tercamente que podía seguir sola. Entonces Hal Samdu la alzó y la obligó a encaramarse sobre sus hombros, continuando de esta forma el descenso.
A medida que descendían, el suelo del gran abismo aparecía cada vez más nítido en medio de la cortina de agua. Se trataba de un enorme foco cuadrangular, de trescientos metros de lado. Los flancos negros y lisos de los colosales edificios lo amurallaban sin solución de continuidad. El piso estaba inundado por el agua amarilla de la lluvia. Toda el agua del planeta parecía amarilla cuando se acumulaba en grandes volúmenes, porque llevaba disuelto el gas orgánico rojo.
John Star estudió con ansiedad el terreno y no vio ninguna vía posible de escape, a menos que decidieran escalar otro de los desagües que volcaban sus torrentes en el pozo. Y sabía que todos estaban demasiado próximos a la extenuación para intentar semejante ascenso, aunque éste les prometiera la salvación.
Cuando estaban cerca del fondo, la lluvia amainó de improviso. El rumor del trueno se atenuó; el tétrico cielo rojo se despejó ligeramente; el viento helado los azotó con menos violencia.
Los pies de John Star acababan de tocar el agua fría estancada sobre el suelo cuando Giles Habibula murmuró:
—¡Mi endemoniado ojo! Los malignos medusas vienen a buscarnos.
Al mirar hacia arriba, John Star vio los monstruos verdosos, orlados de negro, que surgían uno a uno del recinto que ellos habían abandonado y bajaban velozmente.
John Star permanecía con el agua hasta los tobillos, mirando consternadamente a su alrededor tratando de hallar una vía de escape.
Al frente se extendía la sábana de agua amarilla de trescientos metros de lado. Sobre ella, por todas partes, se erguían las paredes negras y relucientes de los inmensos edificios, el menor de los cuales era más alto que el orgulloso Palacio Purpúreo. Los muros estaban interrumpidos por elevadas puertas, pero sólo una criatura alada podría alcanzar cualquiera de ellas.
Los medusas perseguidores bajaban planeando, recortándose como pequeños discos contra el reducido rectángulo de cielo rojo.
—¡No hay salida! —murmuró en dirección a Jay Kalam, que chapoteaba junto a él—. Por primera vez… ¡no la hay! Supongo que ahora nos matarán.
—¡Sí, hay una salida! —respondió Jay Kalam, con voz apresurada y tensa—. Si tenemos tiempo de llegar a ella. No es segura. Ni agradable. Se trata de una alternativa tétrica y desesperada. Pero es mejor que esperar aquí la muerte. ¡Adelante! —gritó mientras Giles Habibula, el último del grupo, se introducía gruñendo y temblando, en el agua helada—. ¡No hay tiempo para perder!
—¿Dónde? —preguntó Hal Samdu, chapoteando detrás de él en el agua amarilla. Aladoree, exhausta, seguía encaramada sobre su espalda—. No hay ningún camino.
—El agua de la inundación —explicó Jay Kalam—, tiene una vía de salida.
Levantando salpicaduras al correr, les condujo hasta la entrada de los desagües subterráneos. Un torbellino, de tres metros de diámetro, bramaba al precipitarse por una pesada reja de metal.
—¡Mi maldito, endemoniado ojo! —exclamó Giles Habibula—. ¿Tendremos que zambullirnos en las inmundas alcantarillas?
—No hay más remedio —afirmó Jay Kalam—. La otra opción consiste en esperar a que vengan a matarnos los medusas.
—Benditos sean mis queridos y viejos huesos —gimió Giles Habibula—. ¡Morir ahogado como una rata miserable! Y ser vomitado luego, la dulce vida sabe dónde, para que los monstruos malignos del río amarillo me destrocen y me devoren. ¡Ah, Giles! Fue un día endemoniadamente perverso…
—¡Tenemos que levantar la tapa, si podemos! —les urgió Jay Kalam.
Hal Samdu había bajado a Aladoree, que estaba temblorosa y agotada. Casi sin poder tenerse en pie por la presión del agua amarilla arremolinada, los cuatro legionarios se reunieron a un costado de la reja circular negra, la cogieron y pusieron sus músculos en tensión. No se movió.
—¡Un endemoniado cerrojo! —gritó Giles Habibula, después de tantear el borde.
Hal Samdu martilleó e hizo palanca sobre la barra metálica con una de las patas del trípode, mientras la corriente enloquecida rodeaba sus pies y amenazaba con derribarlo. John Star miró hacia el cuadrado de cielo escarlata y vio los círculos oscuros de los medusas, ya más grandes, cada vez más cerca.