La legión del espacio (21 page)

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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La legión del espacio
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Demacrado, andrajoso, dormía boca abajo, respirando con largos ronquidos. Después que el medusa desapareció dejando cerrada la reja del techo, John Star lo sacudió y lo despertó. Sus ojos enrojecidos se dilataron con un terror cerval.

Emitió un alarido estridente, ronco, y cogió la mano de John Star con una feroz y ciega demencia, producto del miedo.

Y John Star también gritó, porque aquel desecho humano era Eric Ulnar.

El bello e insolente oficial que había ambicionado ser emperador del Sistema estaba reducido a una bazofia convulsionada y digna de compasión.

—¡Dejadme! ¡Dejadme! —La voz era tan aguda y delirante que no parecía brotar de una garganta humana—. ¡Haré lo que queráis! ¡Haré cualquier cosa! ¡La obligaré a revelar su secreto! ¡La mataré si queréis! ¡Pero no lo soporto más! ¡Dejadme!

—No te haremos daño —dijo John Star, tratando de apaciguar aquella ruina temblorosa, y horrorizado por el sentido de lo que revelaban sus aullidos—. Somos hombres. No te lastimaremos. Soy John Ulnar. Tú me conoces. No te haremos daño.

—¿John Ulnar? —los ojos enrojecidos y febriles se desencajaron con una súbita y frenética expresión de esperanza—. Sí, sí, eres John.

Y, súbitamente sacudido por los sollozos, se aferró a su hombro.

—¡Los medusas! —El lamento transmitió algo más que un dolor humano—. ¡Nos engañaron! ¡Están asesinando a la humanidad! Bombardean el Sistema con el gas rojo, para que éste consuma los cuerpos de los hombres y los enloquezca. ¡Están acabando con la humanidad!

—¿Dónde está Aladoree? —preguntó John Star.

—¡Me obligan a torturarla! —sollozó la voz débil, delirante—. Quieren su secreto. Quieren el AKKA. Pero ella no cede. Y ellos no me dejarán morir hasta que Aladoree hable. ¡No me dejarán morir! —gritó—. ¡No me dejarán morir! Pero cuando lo revele, nos matarán a todos.

Capítulo 20
Una cierta destreza

—¡Mi bendita botella de vino! —gimoteó Giles Habibula—. La saqué de la nave hundida, la transporté a través de la selva de espinas y de las montañas negras y pérfidas. Durante preciosos meses la llevé conmigo en la balsa. Arriesgué mi bendita vida para salvarla, luchando contra un maligno monstruo alado. Para rescatarla me lancé a los horrores del río amarillo. Estuve a punto de ahogarme con ella en la cascada del acueducto. ¡La única botella de vino que había en todo este negro y atroz continente!

Sus ojos saltones se nublaron, y las nubes dejaron paso a una lluvia de lágrimas. Se desplomó sobre el piso de metal desnudo, y se transformó en un bulto convulsivo.

—Pobre viejo Giles Habibula, solitario, desolado y abandonado soldado de la Legión. Acusado de piratería, perseguido como una alimaña y expulsado de su Sistema natal, cazado como una endemoniada rata en una trampa infame donde lo torturarán y lo asesinarán los monstruos de una estrella extraña.

¡Y, ay de mí, como si esto fuera poco, llevé conmigo esa botella en medio de una endemoniada avalancha de penurias y peligros! La dulce vida sabe que muchas veces la miré al trasluz, mientras se me hacía la boca agua. Siempre la reservaba para la hora de mayor necesidad. ¡Ay, sí, para una hora de lúgubre y espantosa necesidad como la que vivimos ahora! ¡Y tuvo que caer! Desde setecientos metros de altura. Hasta la última gota. ¡Perdida! ¡Ah, pobre Giles Habibula…!

Su voz se ahogó en un terremoto de suspiros y una tempestad de lágrimas.

John Star volvió a interrogar a Eric Ulnar. El quebrantado despojo humano se había dormido, con su cuerpo flaco y macilento extenuado por el estallido de histeria. Cuando despertó estaba sereno, sumergido en una especie de apatía, y habló con tono melancólico y cansado.

—Los medusas planean abandonar este planeta —dijo—. Han luchado durante muchísimo tiempo para conservar viva su capital. Y han hecho maravillas: fabricaron el gas rojo para evitar que la atmósfera se congelara y saquearon otros mundos para reponer sus recursos agotados. Pero éste es el momento de la derrota final, porque el planeta moribundo se está precipitando en espiral hacia la estrella agonizante. Ni siquiera ellos podrán detener ese proceso. Tienen que irse.

—¿Dices que ya tienen una avanzada en el Sistema?

—Sí —continuó la voz monótona, desapasionada—. Ya han conquistado la Luna terrestre. Están produciendo una nueva atmósfera para ella, saturada con su rojo y ponzoñoso gas. Y construyen allí una fortaleza, con esta aleación negra que utilizan en lugar del hierro, para emplearla como base contra la Tierra.

—¡Pero la Legión! Seguramente…

—La Legión del Espacio ya no existe. Lo que quedaba de ella fue aniquilado en el curso de un ataque contra la Luna. El Palacio Verde también ha sido destruido. Al Sistema no le queda ningún vestigio de organización, ninguna defensa. Y los medusas prosiguen el exterminio de la raza humana desde su fortaleza de la Luna. Están disparando grandes cápsulas, llenas de gas rojo, contra la Tierra y los demás planetas humanos. La concentración del gas aumenta poco a poco en todas las atmósferas. Pronto los hombres de todos los planetas estarán locos y en proceso de putrefacción. Creo que sólo algunos medusas se han trasladado al Sistema. Pero han empezado a reunir y equipar su gran flota, para transportar las hordas migratorias y ocupar los planetas conquistados.

Se había producido un cambio en la actitud de Eric Ulnar. En la primera oportunidad, su voz había sido un chillido agudo e histérico. Ahora su tono era apagado, apenas audible. Su rostro —que conservaba una especie de pálida belleza merced a la larga melena rubia, no obstante su expresión cansada y dolorida— estaba ausente y sereno. Hablaba de los planes de los medusas con una calma que era casi mecánica, como si ya no le interesara la suerte del Sistema.

—¿Y Aladoree? —preguntó John Star—. ¿Dónde está?

—Está encerrada en una celda junto a la nuestra.

—¿De veras? —exclamó Hal Samdu, con la voz enronquecida por el júbilo—. ¿Tan cerca?

—Pero dices que ha sido… —John Star no pudo ahogar un gemido de dolor y cólera— torturada.

—Los medusas quieren descubrir su secreto —respondió la voz apática, inexpresiva—. Quieren los planos del AKKA. Como no pueden comunicarse directamente con ella, porque Aladoree no conoce el código, trataron de obligarme a arrancarle el secreto. Pero ella no cede. Empleamos distintos métodos —continuó, con acento monótono—: la fatiga, el hipnotismo, el dolor. Pero no cede.

—Tú… —balbuceó Hal Samdu—. Bestia… cobarde… Saltó a través de la celda con los puños crispados. Eric Ulnar retrocedió temblando y gritó:

—¡No! ¡No dejéis que me toque! ¡Yo no tengo la culpa! ¡Me torturaron! ¡No puedo soportarlo! Me torturaron… y no me dejaron morir.

—¡Hal! —intervino Jay Kalam, con firmeza—. Esto no nos servirá de nada. Necesitamos saber todo lo que pueda contarnos.

—Pero él… —murmuró el gigante—, él… torturó a Aladoree.

—Lo sé, Hal —dijo John Star con tono apaciguador, tomándolo por el brazo, a pesar de que compartía el impulso de destruir a aquel ser que ya no era humano—. Lo que nos diga nos ayudará a rescatarla. —Se volvió de nuevo hacia Eric Ulnar—. Dices que está en la celda vecina. ¿Hay un guardia?

—No dejéis que me toque —insistió con gemido abyecto—. Sí, uno de los medusas siempre monta guardia en el gran salón de arriba.

—Si pudiéramos burlar al guardia, ¿hay alguna salida?

—¿Quieres decir una salida para abandonar la ciudad?

—Sí —respondió Jay Kalam, y su voz reflejó una entereza sorprendente—. Vamos a rescatar a Aladoree. La sacaremos de la ciudad y le daremos una oportunidad para que monte su arma. Entonces los medusas tendrán que ponerse a nuestras órdenes… a menos que decidamos destruir al instante toda la ciudad.

—No, jamás podréis salir de la ciudad —replicó Eric Ulnar, abatido—. Ni siquiera podréis salir del salón. Éste se abre sobre un foso de mil quinientos metros de profundidad. Debajo de la puerta no hay más que una pared desnuda, vertical. Y aunque logréis bajar, no tendréis medios para atravesar la dudad. Los medusas no tienen calles: vuelan. Pero ni siquiera vale la pena hablar de esto. Ni siquiera podréis salir de esta celda, ni sacar a Aladoree de la suya. Las puertas corredizas están cerradas con llave. Vosotros estáis desarmados. ¡Es ridículo pensar en robar algo que los medusas guardan en su fortaleza más segura!

Su voz, llena de desdén, se apagó.

John Star miró a su alrededor con la impaciencia de un animal enjaulado. Estaban en una cámara lisa de metal, cuadrada, de siete metros de lado. Tres metros más arriba había una abertura rectangular por donde los habían dejado caer, y ahora estaba cerrada con una reja corrediza de barras rectangulares. La luz verde se filtraba entre las barras desde el sombrío salón de arriba. Sus ojos, que buscaban cualquier arma o dispositivo que pudiera ayudarlos a fugarse, no encontraron nada movible en el interior de la celda. Ésta consistía simplemente en un cajón cuadrado de metal negro.

Hal Samdu se paseaba sobre el duro piso. Sus ojos inquietos parecían los de una fiera enjaulada, y a veces echaba una mirada de odio feroz hacia Eric Ulnar.

—Ni siquiera podréis salir de esta celda —insistió la voz melancólica, que ya había perdido toda dignidad humana—. Porque pronto os matarán. Volverán para obligarme a hacer hablar a Aladoree. Y esta vez lo hará. Están preparando un rayo que quema con todo el dolor del fuego, y que, sin embargo, no mata en seguida. Y nos matarán a todos tan pronto como ella hable. Prometieron que me dejarán morir apenas Aladoree revele su secreto.

—¡Entonces —exclamó John Star con vehemencia—, es preciso salir!

Hal Samdu golpeó con los puños las duras paredes negras. Éstas produjeron una reverberación sorda y pesada, semejante a un redoble melancólico y fatal. Le quedaron los nudillos ensangrentados.

—No podréis salir —suspiró Eric—. La cerradura…

—Uno de nosotros posee cierta destreza —dijo Jay Kalam—. Giles, abre la puerta.

Giles Habibula se levantó del rincón de la celda y se enjugó las lágrimas.

—¡Ah, sí! —empezó a decir con tono un poco más alegre—. Uno de nosotros posee cierta destreza. Proviene de que, casualmente, su padre fue fabricante de cerraduras. Aun así, necesitó veinte años de sacrificio para transformar esa aptitud en pericia. ¡Una bendita destreza! ¡Ay, como bien sabe la dulce vida, nunca recibió las alabanzas a las que se hizo acreedor! ¡Ay de mí! Hombres con menos méritos, con la mitad de ese genio y una décima parte de ese trabajo, conquistaron riquezas, honra y fama. Y el viejo Giles Habibula sólo ganó, con su talento y su denodado esfuerzo, pobreza, oscuridad y vergüenza. ¡Endemoniado de mí! Si no hubiera sido por esa destreza nunca habría estado aquí, pudriéndome en manos de una banda de monstruos terroríficos, aguardando la tortura y la muerte. ¡Ah, no! Si no fuera por lo que sucedió en Venus, hace veinte años, nunca habría ingresado en la Legión. Y fue esa destreza la que me tentó entonces… Ella, y la fama de cierta bodega. ¡Pobre viejo Giles, condenado por su propio genio a la ruina, al hambre y la muerte…!

—Pero ahora tienes la oportunidad de reparar todo eso con tu pericia —le animó John Star—. ¿Puedes abrir la cerradura?

—¡Ay de mí, muchacho! El castigo de la injusta oscuridad! Si yo hubiera sido pintor, poeta, o un bendito músico, nunca te habrías atrevido a poner en duda la perfección de mi arte. Con mi genio, sería conocido de un extremo al otro del Sistema. ¡Ay, muchacho, tuve muy mala suerte! ¡Para que incluso tú, muchacho, desconfíes de mi talento!

Grandes lagrimones chorrearon por su nariz.

—¡Viejo Giles! —exclamó Jay Kalam—. ¡Demuestra lo que eres capaz de hacer!

Entre los tres alzaron a Giles Habibula para que pudiera alcanzar la puerta enrejada, situada tres metros por encima del suelo. Levantarlo fue más fácil que lo que habría sido en otra época.

Giles Habibula estudió la caja negra de la cerradura, la acarició con sus manos extrañamente seguras, increíblemente delicadas. Apoyó la oreja contra la caja, la golpeó con los dedos, deslizó la mano entre las rejas y movió algo, mientras seguía escuchando.

—Por mis endemoniados ojos —suspiró al fin, con tono plañidero—. Nunca vi una cerradura tan inteligentemente hecha como ésta. Es de combinación. La caja es hermética. No hay espacio para meter un instrumento, ni para tantear. Y el maldito dispositivo tiene palancas, en lugar de cilindros. Jamás hubo una cerradura como ésta en el Sistema.

Volvió a escuchar atentamente los ligeros chasquidos de la cerradura, apoyando las yemas de sus dedos sensibles contra la caja, primero en un lugar, después en otro, como si la vibración pudiera revelar el funcionamiento del mecanismo interior.

—¡Benditos sean mis pobres viejos huesos! —murmuró—. ¡Una sagaz idea! Si estuviéramos en el Sistema, la patente de este invento me haría ganar toda la fama y la riqueza que me fueron negadas. Una cerradura que desafía incluso el talento de Giles Habibula.

Bruscamente resopló, agachándose.

—¡Bájenme! ¡Se acerca un monstruo espantoso!

Lo bajaron al suelo. Arriba, una colosal semiesfera verde flotó sobre la reja. Era una masa voluminosa de carne brillante, viscosa, traslúcida, que palpitaba con una extraña vida lenta. Un ojo inmenso les miró con tanta fijeza que John Star tuvo la impresión de que debía de estar leyéndoles el pensamiento.

Un tentáculo oscuro dejó caer entre las rejas cuatro pequeños ladrillos pardos. Eric Ulnar salió de su apatía y se apoderó de uno de ellos, para roerlo ansiosamente.

—Comida —gimió—. Esto es todo lo que nos dan.

John Star descubrió que se trataba de un cubo de gelatina oscura, húmeda. Tenía un extraño olor desagradable y carecía de sabor.

—¡Comida! —se lamentó Giles Habibula, mordiendo otro de los cubos—. ¡Ay, por amor a la vida! Si a esto lo llaman comida, yo prefiero devorar mis botas, como lo hice en la prisión de Marte.

—Pero hemos de comer —intervino Jay Kalam—. Aunque no sea apetitoso. Necesitamos reunir fuerzas.

Finalmente la inmensidad verdosa y palpitante que era su carcelero se alejó flotando de la reja. Entonces alzaron a Giles Habibula para que reanudara su lucha con la cerradura.

De vez en cuando dejaba escapar un murmullo de exasperación. Absorto en el trabajo, respiraba con lentos suspiros. Su rostro se cubrió con una película de transpiración, y ésta brillaba bajo la tenue luz verde que se filtraba entre los barrotes.

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