—Pues vamos a intentarlo —afirmó Kalam.
—El «Ensueño Purpúreo» —anunció John Star cuando los cinco estuvieron reunidos en el estrecho puente situado detrás de la escotilla—, descansa en el fondo de un mar poco profundo. Estamos sólo a unos veinticinco metros de profundidad. No podemos mover una nave, pero podemos salir.
—¡Salir! —repitió el gigantesco Hal Samdu—. ¿Cómo?
—Por la escotilla. Tendremos que nadar hasta la superficie, y trataremos de ganar la costa; con esta profundidad hay muchas posibilidades de que estemos cerca. Tendremos que salir desnudos y no podremos llevar armas ni provisiones. Aquí podríamos subsistir indefinidamente. Tenemos aire y víveres suficientes. Fuera, quizá sobreviviremos sólo unos minutos. Tal vez no consigamos siquiera llegar a la superficie. Si llegamos, será sólo para encontrarnos con los peligros de un planeta donde incluso el aire es un veneno.
—¡Por mi preciosa vida! —exclamó Giles Habibula—. Aquí estamos todos atascados y condenados a morir lentamente de hambre, en el fondo de un mar abominable y maligno. ¡Y eso no basta! ¿Tú quieres que nademos como endemoniados peces por el fondo de este siniestro mar amarillo?
—Precisamente —asintió John Star.
—¿Quieres que el pobre Giles se ahogue como una estúpida rata, cuando todavía cuenta con bastantes provisiones y mucho vino? El pobre viejo Giles Habibula…
—Eres un tonto, John —dijo Adam Ulnar, ofuscado y feroz—. Nunca podrás llegar a la costa. No has oído las historias de los hombres que regresaron con Eric. No conoces el género de vida, tanto vegetal como animal, que lucha por subsistir en los días largos y rojos. ¿Cómo podrás resistir las noches? Naciste en un mundo benévolo, John. La evolución no te preparó para sobrevivir en un planeta como éste.
—El que lo desee podrá quedarse a bordo —le interrumpió Jay Kalam, conciliador—. John vendrá. Y yo. ¿Y tú, Hal?
—¡Claro que iré! —rugió el gigante, sonrojado por la ira que lo consumía—. ¿Creías que iba a quedarme atrás, estando Aladoree a merced de esos monstruos?
—Claro que no, Hal. ¿Y tú, Giles?
Los ojos saltones de Giles Habibula giraron con angustia en sus órbitas. El robusto legionario tembló espasmódicamente, su rostro se cubrió de sudor y habló con voz seca, haciendo un esfuerzo:
—¡Endemoniado de mí! ¿Queréis iros y dejar que el pobre, viejo y atribulado Giles Habibula se muera de hambre y se pudra en el fondo de este infame océano? ¡Por el precioso amor a la vida! —graznó sin dejar de temblar—. ¡Os acompaño! Pero antes el viejo Giles tendrá que probar un bocado para dar fuerza a su debilitado cuerpo, y tendrá que beber un trago de vino para serenar sus desgarrados y torturados nervios.
Se alejó con paso inseguro hacia la despensa.
—¿Y usted, comandante? —preguntó Jay Kalam—. ¿Vendrá?
—No. —Adam Ulnar movió la cabeza—. Es inútil. La lucha por la vida ha hecho aparecer algunas formas de vida muy poderosas, y no sólo en la tierra, sino también en los mares.
Los cuatro hombres se introdujeron en la cámara compensadora de presión, totalmente desnudos, y llevando un gran envoltorio impermeable que contenía sus ropas, sus pistolas de protones, algunos kilos de alimentos concentrados y, a ruegos de Giles Habibula, una botella de vino.
Cerraron herméticamente la pesada escotilla interior, y John Star abrió a través de la exterior el tubo de nivelación. Un grueso chorro de agua entró rugiendo en la estrecha cámara, inundándola, rodeándolos con una masa helada, comprimiendo el aire sobre sus cabezas. Una presión despiadada les oprimió. La catarata cesó cuando el agua llegó hasta sus hombros. John Star hizo girar el volante de control de la válvula exterior, pero la puerta blindada no se movió.
—¡Está atascada! —exclamó—. Trataremos de abrirla a mano.
—¡Déjenme a mí! —rugió Hal Samdu, avanzando en medio del agua helada, con la voz extrañamente resonante por la densidad de la atmósfera. Apoyó la ancha espalda contra le válvula de metal, se afirmó sobre sus pies y tiró. Sus músculos se tensaron. El dolor del esfuerzo crispó sus facciones en una extraña mueca. Su respiración acelerada era ronca y jadeante.
John Star y Jay Kalam sumaron sus fuerzas, respirando con dificultad en el aire caliente y pesado.
La escotilla cedió de súbito. La irrupción del agua los arrojó hacia atrás. El aire escapó a borbotones. Llenaron sus pulmones con el contenido de la bolsa de aire, se arrastraron a través de la abertura y nadaron frenéticamente en dirección a la superficie.
El agua oscura, que los entumecía con su baja temperatura, pesaba sobre ellos, triturándolos.
John Star luchó contra la presión inexplorable y contuvo un deseo salvaje de vaciar sus pulmones atormentados y respirar. Ascendió con tremendo esfuerzo a través de los crueles abismos, durante un tiempo que le pareció interminable. Entonces, de súbito y con gran sorpresa por su parte, asomó a la superficie del mar amarillo, y aspiró una bocanada de aire.
El mar desconocido, liso y luminoso, semejante a una lámina aceitosa de color anaranjado bajo el cielo rojo, se extendía hasta perderse en un vago horizonte. Subía y bajaba en largas y lentas ondas.
La cabeza de Jay Kalam asomó junto a él, chorreante y jadeando. Después, el pelo rojo de Hal Samdu. Esperaron, luchando por recobrar el aliento, demasiado agotados para hablar. Esperaron mucho, y por fin apareció la calva de Giles Habibula, con su corona de pelo blanco.
Nadaron por el mar amarillo y respiraron a pleno pulmón, agradecidos, olvidando que con cada bocanada de aire absorbían un veneno lento.
La superficie desierta se extendía hasta como un manto de silenciosa desolación. El cielo era una fría y tétrica cúpula baja.
El sol brillaba a escasa altura, como un increíble disco de un color escarlata más oscuro y siniestro. Era una estrella enana agonizante, ya vieja cuando nacía el Sol de la Tierra, y parecía demasiado fría para calentarlos.
—¡Nuestro próximo problema! —boqueó John Star—. ¡La costa!
—El bulto —murmuró Hal Samdu—. Con las armas. ¡No salió a flote!
En efecto, el paquete había desaparecido.
—¡Mi bendita botella de vino! —lloriqueó Giles Habibula.
Entonces todos callaron. Un cuerpo grande había saltado sobre la superficie amarilla, cerca de ellos, para volver a caer y hundirse con un chapoteo ruidoso.
Se mantuvieron a flote en el mismo lugar, recobrando el aliento, mientras esperaban la aparición del valioso bulto que contenía sus ropas, armas y alimentos, y la botella de vino de Giles Habibula.
—No flota —dijo John Star al fin, desesperanzado—. Tendremos que ir hacia la costa sin él.
—Supongo que estaría pinchado —comentó Jay Kalam—. O se enganchó en la escotilla.
—Tal vez se lo tragó el monstruo que produjo ese chapoteo horrible —gimió Giles Habibula—. ¡Ah! ¡Mi precioso vino…!
—¿Dónde queda la costa? —preguntó Hal Samdu.
El mar, aceitoso, ondulante, se extendía en torno a sus cabezas zarandeadas como corchos. El cielo tenebroso pendía a una altura opresivamente baja, cubierto por espesas nubes del ponzoñoso gas rojo. A lo lejos ardía el descomunal sol como una bola de sangre. Una brisa ligera, tan mansa que apenas rizaba la superficie amarilla, les acarició el rostro.
—Tenemos dos datos para orientarnos —comentó Jay Kalam, quien se mantenía a flote con una parsimoniosa eficiencia de movimientos—. El sol y el viento.
—¿Cómo…?
—El sol está bajo, pero empieza a elevarse. Debe estar, por lo tanto, en el este. Eso nos indica la dirección. En cuanto al viento, sin duda, debe soplar una brisa marina en un continente tan extenso como el que describió Adam Ulnar. A esta hora de la mañana, el viento debe empezar a levantarse desde el mar, a medida que el aire acumulado sobre la masa terrestre se calienta y sube.
—Así, pues, ¿hemos de nadar en la dirección del viento?
¿Hacia el este?
—Pienso que es la mejor solución, aunque el razonamiento descansa en un muy incompleto conocimiento astronómico y geográfico del planeta. Es una lástima que no hayamos podido ver el continente a través de la niebla, mientras caíamos. Porque podría ser que no hayamos caído cerca de la costa, sino sólo sobre algún banco de arena. De todas formas, creo que la mejor alternativa consiste en nadar a favor del viento.
Bracearon volviendo la espalda al sol rojo. John Star nadaba con un estilo regular, pausado. Hal Samdu rompía el agua con brazadas lentas y vigorosas. Jay Kalam nadaba con eficiencia circunspecta y silenciosa. Giles Habibula resoplaba, chapoteaba y se quedaba un poco rezagado. Cuando ya les parecía que llevaban horas nadando, Giles Habibula jadeó:
—¡Por amor a la dulce vida! ¡Descansemos un poco! ¿A qué se debe esta endemoniada prisa?
—Es buena idea —asintió Jay Kalam—. La costa puede estar a tres kilómetros. O a trescientos, o a tres mil.
Flotaron durante un rato sin avanzar, y luego volvieron a nadar con lenta tenacidad.
Al principio no habían observado nada extraño en el aire. Pero de pronto John Star sintió que se le irritaban los ojos y las fosas nasales, y experimentó una opresión en los pulmones, que trabajaban como fuelles. Empezó a toser y al poco rato oyó que sus compañeros también tosían. Recordó el desagradable fin de los sobrevivientes de la expedición de Eric Ulnar, pero guardó silencio.
Fue Giles Habibula quien habló.
—¡Este aire rojo y venenoso! ¡Ya me está matando por asfixia! ¡Pobre viejo Giles! Ah, no le basta caer en el océano desconocido de un planeta extraño y atroz, ni morir nadando como una rata en una sopera. ¡Ay de él! ¡Eso no es bastante! Tiene que verse envenenado por este abominable gas rojo, que lo convertirá en un loco delirante, y corroerá la carne de sus pobres y viejos huesos como una maligna lepra verde. Pobre viejo soldado…
Un tremendo chapoteo cortó en seco sus melancólicas lamentaciones: un cuerpo descomunal, ahusado, negro y reluciente, había saltado fuera de la superficie amarilla, a sus espaldas, para luego volver a zambullirse.
—¡Benditos sean mis huesos! —exclamó—. Una ballena aborrecible que nos devorará a todos.
Con la inquietante certeza de que empezaban a atraer la atención de los desconocidos habitantes de aquel mar amarillo, todos nadaron con más vigor… hasta que la criatura volvió a brincar, ahora frente a ellos.
—No se agoten —dijo la voz impasible de Jay Kalam, elevándose para dominar el frenético chapoteo—. No podemos dejarlo atrás. Pero quizá no nos ataque.
De súbito Giles Mabibula sollozó otra vez:
—¡Otra aberración monstruosa!
A poca distancia, vieron una aleta curva, dentada, negra, que cortaba la aceitosa superficie. Se dirigió hacia ellos, describió un círculo completo a su alrededor y desapareció un instante para resurgir en seguida y describir otro círculo.
—Se están divirtiendo con nosotros —gimoteó Giles Habibula—. Y después, sin duda, se darán un maldito festín.
—Miren, allí delante —rugió Hal Samdu—. Algo negro que flota.
John Star no tardó «n divisar un objeto largo y negro, que apenas asomaba del agua, y que seguía velado por la neblina hostil.
—No sé de qué se trata. Probablemente es un tronco. O algo que nada.
—¡Mi endemoniado ojo! —chilló de pronto Giles Habibula, e inició una sucesión de chapoteos violentos con las facciones amoratadas, jadeando desesperadamente.
—¿Qué te sucede, Giles?
—Un… monstruo espantoso… me mordisquea… los benditos dedos de los pies.
Siguieron nadando en dirección al objeto negro y distante.
John Star sintió un roce áspero, abrasador, en el muslo, y vio que el agua amarilla se teñía, cerca de él, con su propia sangre.
—¡Algo acaba de investigar qué sabor tengo!
—Nos están estudiando —comentó Jay Kalam—. Cuando se den cuenta de que no nos resistimos…
—¡Lo que hay delante es un tronco! —gritó Hal Samdu.
—Entonces tenemos que llegar hasta él, montar encima…
—… antes de que estas horribles criaturas se nos coman vivos! —concluyó Giles Habibula.
Siguieron adelante, forzando al máximo los músculos cansados, que les pesaban como plomo. John Star respiraba con dificultad, y cada inhalación, le producía un dolor punzante, en tanto que cada brazada lenta le costaba un acto supremo de voluntad. Sabía que sus compañeros estaban al borde del agotamiento. La cara rojiza y fea de Hal Samdu tenía una mueca feroz, producto del esfuerzo; la de Jay Kalam estaba pálida y rígida; la de Giles Habibula, que jadeaba y chapoteaba con angustia, estaba amoratada.
Durante un rato la superficie amarilla quedó despejada. Luego, volvió a asomar la aleta negra, mellada. Cortó el agua describiendo una curva nítida y enfiló derecha hacia John Star.
Éste esperó que se hallara cerca. Entonces agitó el agua, gritó, asestó puntapiés. Sus pies descalzos golpearon dolorosamente contra escamas afiladas. La aleta describió otra curva y desapareció. La superficie volvió a despejarse.
Nadaban y nadaban. Cada inhalación era una llama torturante, cada brazada era un paroxismo de dolor. Se acercaban al tronco negro, un enorme cilindro áspero de treinta metros de longitud, cubierto de corteza rugosa y escamosa. Sobre su parte superior, en un extremo, vieron una rara excrecencia verdosa.
Algo volvió a chapotear delante de ellos. La aleta negra y curva recorrió su trayectoria silenciosa entre los náufragos y el tronco.
Siguieron nadando, y para dar cada brazada tuvieron que extraer las energías de la desesperación. La áspera superficie cilíndrica se hallaba junto a ellos. John Star ya la estaba tocando cuando sintió que unos dientes afilados se cerraban alrededor de su tobillo. Un tirón salvaje lo arrastró bajo el agua.
Doblándose por la cintura, golpeó con los puños un cuerpo duro, de escamas puntiagudas. Encontró algo blando, al tacto podía ser un ojo. Sus dedos se hundieron en él, arañaron, tiraron, arrancaron.
El pez se retorció, brincando y coleando ron furor. Volvió a clavar los dedos, pataleando con desesperación. Su tobillo quedó en libertad y pudo alcanzar la superficie, medio asfixiado. Su cabeza asomó sobre las aguas amarillas y, cuando pudo ver, descubrió que la aleta negra y curva arremetía de nuevo contra él.
Entonces la manaza de Hal Samdu le cogió del brazo por atrás y lo alzó. Se encontró encaramado junto a sus compañeros sobre el tronco.