Miró con sus ojos saltones el bulto que le deformaba el bolsillo.
—¡Ah, sí! Tengo una endemoniada botella. Pero debemos reservarla para la hora de mayor necesidad… Vendrá pronto, la vida lo sabe, porque nos espera un continente poblado de horrores.
Cuando Jay Kalam y John Star estuvieron repuestos, empezaron a escalar la barrera montañosa. Sobre desprendimientos de colosales peñascos negros, trepando por cuestas desnudas y escarpadas, cruzaron una cadena montañosa tras otra, siempre para encontrar de nuevo una cordillera aún más salvaje, más escabrosa.
El descomunal sol rojo, que era su brújula, rodó lentamente a través del lóbrego cielo escarlata, a lo largo de su extensa semana de traslación. A menudo tuvieron hambre, y a menudo tuvieron sed, y siempre estaban mortalmente cansados. A medida que subían el aire se volvía más enrarecido y frío, hasta que llegó un momento en que nunca tenían calor, en que el menor esfuerzo les dejaba exhaustos.
A veces mataban animalitos que pastaban de la hierba azul, y los asaban mientras descansaban. Bebían el agua de los torrentes helados de la montaña. Dormían un poco, temblando bajo la luz del sol, y siempre uno de ellos montaba guardia.
—Tenemos que seguir adelante —les azuzaba siempre Jay Kalam—. No debemos permitir que la noche nos sorprenda aquí. Será una semana de tinieblas y frío aterrador. No podríamos soportarlo a la intemperie.
Pero el sol ya casi había llegado al ocaso cuando escalaron la última cordillera. Se encontraron con una enorme meseta, deshabitada hasta donde alcanzaba la vista, negra, hostil y desolada. Sobre ella se apilaban masas de rocas oscuras marcadas por antiguos cataclismos volcánicos. En el cielo, cada vez más en tinieblas, pendía el sol agonizante, cuyo disco siniestro ya había sido mordido por colmillos de piedra oscura.
—Si nos quedamos aquí, estamos condenados a muerte —afirmó Jay Kalam—. Tenemos que seguir avanzando.
Y continuaron su avance, respirando con dificultad el aire enrarecido, cáustico; mientras el horizonte occidental devoraba lentamente el disco rojo del sol, y un viento helado cobraba fuerza alrededor de ellos.
Siguieron caminando durante horas, a través de la alta meseta negra, mientras se intensificaba en la atmósfera el cruel augurio de la noche naciente. La colosal esfera del sol descendió ante ellos, y desapareció. En medio del fantástico crepúsculo escarlata llegaron al borde del abismo.
Las escarpadas paredes caían a pico hasta una profundidad de trescientos metros. Un desfiladero atravesaba la meseta. Se trataba de una garganta enorme, de paredes empinadas, llena de una niebla rojiza, lúgubre.
—Un río —anunció Jay Kalam—, un río bordeado por un bosque. Eso significa que hay leña y probabilidades de encontrar alimentos. Tal vez hallemos una cueva en los acantilados. Tenemos que bajar.
—¿Bajar? —exclamó Giles Habibula—. ¿Como si fuéramos moscas?
Sin embargo, encontraron una pendiente que parecía menos peligrosa. John Star encabezó la columna, saltando sobre colosales rocas negras desmoronadas, resbalando por taludes, gateando y cayendo por precipicios perpendiculares. Todos se magullaron y se cortaron contra los peñascos mellados, todos corrieron riesgos temerarios, pero anochecía rápidamente.
Cuando por fin llegaron tambaleándose hasta la franja del extraño bosque negro que poblaba el fondo del desfiladero, sólo un tenue resplandor escarlata marcaba la franja de cielo aún visible entre los acantilados laterales. Temblaban de frío, a pesar de que habían realizado esfuerzos sobrehumanos. Sobre las márgenes del río ya aparecían cristales de hielo.
Giles Habibula encendió una fogata, mientras sus compañeros recogían madera seca entre los árboles erizados de crueles hojas afiladas.
—Tenemos que encontrar un refugio —dijo Jay Kalam—. No podremos sobrevivir en la intemperie.
Exploraron con teas la fachada rugosa del acantilado. John Star descubrió un túnel cuya boca redonda medía dos metros y medio. Llamó a gritos a sus compañeros y entró, con la tea ardiente en una mano y la lanza en la otra. En el aire flotaba una fetidez penetrante, y sobre el piso arenoso había grandes huellas extrañas.
La cueva estaba vacía. En el fondo había una oquedad de seis metros.
—Hecha a medida —gritó, reuniéndose con los demás en la entrada—. Un animal la ha ocupado recientemente, pero se ha ido. Podemos traer leña, y tapiar la entrada…
—¡Ay de mí! —chilló Giles Habibula, que se había mantenido precavidamente a retaguardia—. Hemos invadido territorio ajeno, y ahí viene el horrible propietario.
Escucharon crujidos entre los árboles oscuros, cuando la criatura avanzó desde el río. Luego, el resplandor de las antorchas arrancó destellos verdes y amarillos de una corona de siete ojos enormes, inflamó de rojo una coraza de apretadas escamas y lustró de negro unos colmillos terroríficos.
El monstruo llegó a la boca del túnel y no tuvieron tiempo para optar entre combatir o escapar. John Star, Jay Kalam y Hal Samdu calzaron sus largas lanzas negras contra el piso para resistir la arremetida. Giles Habibula se refugió a toda prisa tras ellos y levantó su tea, mientras gritaba:
—¡Yo os daré luz!
Durante el día, aquel animal debía ser un habitante del río, que se retiraba durante la sobrecogedora noche. Parecía una serpiente, aunque era robusto como un elefante, estaba cubierto por una dura coraza roja y poseía incontables extremidades, las delanteras provistas de amenazantes garras.
La fuerza de su embestida hizo que la lanza de John Star, apoyada contra el suelo, se clavara a un lado de su hocico.
La criatura levantó la cabeza, con una exhalación aullante y hedionda de aire y sonido, y astilló la lanza contra el techo. Una lengua negra, armada de crueles espinas, se proyectó hacia él. John Star la esquivó demasiado tarde. Le ensartó el hombro a través de las ropas y la carne, y lo atrajo rodando hacia las mandíbulas abiertas, erizadas de dientes negros.
John Star descargó la tea contra los siete grandes ojos dispuestos sobre una corona acorazada, y la introdujo, delante de él, en las fauces calientes y fétidas. El monstruo volvió a aullar. La lengua le sacudió de un lado a otro, y lo atrajo, entumecido, ensangrentado, semiinconsciente, hacia el interior de la maloliente garganta.
La lanza de Hal Samdu pasó volando junto a él y se hundió en el paladar de la boca abierta del monstruo. Tuvo conciencia, vagamente, de que un garrote gigantesco hacía llover mazazos sobre la corona de ojos y la cabeza acorazada. Después vio que los colmillos negros se cerraban.
Cuando volvió en sí, tenía el hombro vendado y yacía junto a una fogata, en la caverna. Los otros estaban atareados, transportando leña y grandes pedazos de carne cortada del gigantesco animal muerto que yacía en la entrada.
—Fuera hace un frío despiadado, muchacho —le informó Giles Habibula, entre castañeteos de dientes—. Nieva, y un maldito viento helado ruge por el desfiladero. El río ya está congelado. El pobre viejo Giles se siente demasiado débil para una vida como ésta, benditos sean sus viejos y amados huesos. ¡Matando dragones monstruosos en la jungla de un mundo que los hombres jamás deberían haber pisado!
Aun con la hoguera encendida en la caverna, la larga noche los alcanzó con sus dedos crueles. Cuando por fin volvieron a salir, después de la prolongada batalla contra el frío implacable, descubrieron que el río se había convertido en un torrente impetuoso. Alimentado por las nieves derretidas, llegaba casi hasta la boca de la caverna.
—Construiremos una balsa —decidió Jay Kalam—. Y seguiremos los ríos que atraviesan el continente hasta llegar a la ciudad de los medusas.
Con improvisadas herramientas unieron laboriosamente los troncos cortados. Cuando, con una pértiga, impulsaron la pesada embarcación hacia el centro de la tumultuosa corriente, para iniciar el viaje rumbo a la ciudad negra próxima al mar occidental, el sol ya había llegado, en su lenta trayectoria, al cénit.
Perdieron cuatro balsas construidas con grandes dificultades. Dos se despedazaron contra las rocas, y ellos se vieron obligados a nadar, en medio de rápidos violentos y helados, apuradamente hasta la orilla. Otra fue destrozada por un animal acuático verde, semejante a un lagarto. Otra, la abandonaron, en el último momento, antes de que se precipitara al fondo de una enorme catarata.
Los efectos nocivos del gas rojo que flotaba en el aire no fueron tan súbitos y graves como había temido John Star. Los cuatro hombres tosían de forma persistente, pero nada más. John Star empezó a sospechar que Adam Ulnar había exagerado el peligro.
Pasaron varios días, días que abarcaban una semana terrestre, y varias noches interminables de frío feroz, durante las cuales amarraban la balsa y bajaban a tierra para batirse por alimentos y abrigo.
Una vez traspuesta la atronadora catarata el desfiladero se convirtió en una garganta ciclópea. El río corría entre altísimos muros negros, en medio de un perpetuo crepúsculo rojo. Después desembocaron en un río más ancho, que los alejó de las montañas y los condujo a través de una llanura interminable. Durante días sin fin navegaron entre franjas bajas de vegetación negra, compuesta por plantas que morían en las noches gélidas y volvían a crecer con asombrosa rapidez durante el día.
El río se hizo más ancho y más profundo, y su torrente amarillo cobró más ímpetu. Las selvas tenebrosas, amenazadoras, que se extendían a lo largo de las costas, eran cada vez más altas, y los animales del agua y el bosque eran cada vez más grandes y feroces. A menudo lucharon, con lanzas, dagas, garrotes, fuego, arcos y puños, por el dominio de la balsa.
Se habían convertido en cuatro hombres delgados y demacrados; el propio Giles Habibula no era más que piel, huesos y quejidos. Estaban curtidos por la intemperie, andrajosos, cubiertos de cicatrices, doloridos, pero habían adquirido una resistencia de hierro, un coraje sobrehumano, una total confianza mutua.
Durante todo el curso de la expedición, Giles Habibula llevó consigo la botella de vino. La defendió cuando el campamento fue atacado por un descomunal animal volador, con grandes alas semejantes a lienzos color zafiro, que buscaba sus cuerpos con un aguijón mortal. Se zambulló en el río para rescatarla cuando el animal verde destruyó la balsa. La alzó muchas veces en dirección al firmamento rojo, mirándola con una expresión de deseo en sus ojos saltones.
—¡Ah, vida amada! Un solo sorbo sería prodigioso en este momento —gemía su voz lastimera—. Pero cuando se haya acabado no quedará nada, ni una bendita gota de vino en todo el depravado continente. ¡Ah! Debo reservarlo para circunstancias de mayor necesidad.
Un día navegaban a la deriva cerca del centro del río, que ya era un caudal inmenso y profundo de quince kilómetros de anchura. Sobre las orillas se levantaban gigantescas murallas de selva negra; barreras de espinas cubiertas de flores violáceas, entrelazadas con bejucos purpúreos; matorrales de cañas enormes que azotaban todos los objetos movedizos como si fueran espadas vivientes; árboles colosales cargados con un musgo negro que succionaba la sangre y la vida. Sobre la jungla pendía el cielo bajo, brumoso, con el descomunal y melancólico sol rojo en el oeste.
De pronto, Hal Samdu, que manejaba el timón, gritó:
—¡La ciudad! ¡Allí está!
Se elevaba como otra montaña negra, desdibujada en la niebla roja, increíblemente grande. Sus paredes lisas se empinaban hasta el infinito por encima de la selva formando extrañas torres de ébano y enormes estructuras fantásticas. Una metrópoli negra, diseñada por locos y construida por cíclopes.
Los cuatro hombres harapientos que viajaban en la balsa se sintieron agobiados por el asombro y el terror cuando vieron aquella ciudad, para llegar a la cual habían cruzado distancias abismales y un continente salvaje. Se quedaron con la cabeza echada hacia atrás, mirando silenciosamente las estructuras insondables, titánicas, que coronaban las murallas.
—¡Aladoree! —murmuró, por fin, Hal Samdu—. ¡Allí!
—Eso es lo que sospechaba Adam Ulnar —respondió Jay Kalam—. En esa alta torre central… ¿La veis, borrosa en medio de lo rojo, por encima de las demás?
—Sí, la veo. Pero ¿cómo podremos llegar allí? ¿Qué utilidad tiene mi garrote contra esas máquinas que vigilan las murallas? ¡No somos más que hormigas!
—¡Ah, ésa es la palabra justa, Hal! —dijo Giles Habibula—. ¡Hormigas! ¡No somos más que miserables hormigas que se arrastran por el suelo! ¡Ay de mí! ¡Esas infames murallas parecen tener realmente un kilómetro y medio de altura! ¡Y las torres abyectas y las máquinas pavorosas ocupan casi otro kilómetro sobre ellas! ¡No somos más que hormiguitas necias! Aunque hay una diferencia: ¡una bendita hormiga podría trepar por las paredes!
Los demás guardaron silencio. Miraron por encima de la superficie amarilla y turbulenta del río, por encima de la oscura barrera de la selva, en dirección a la masa negra, inverosímil, de la ciudad que se recortaba contra el cielo. Jay Kalam permanecía abstraído en sus pensamientos. John Star imaginaba a la joven Aladoree tal como él la había visto por última vez, con los ojos grises y serenos, la cabellera de la que el sol arrancaba destellos castaños, rojos y dorados. Se preguntó si era posible que su belleza continuara viva encerrada allí, en la mole de metal lóbrego que tenía frente a él.
La corriente los llevó adelante. Al trasponer un recodo, vieron la base de las murallas negras, que se erguían, lisas, desde el río amarillo. Era una barrera vertical, ininterrumpida, de metal negro, que se alzaba hasta un kilómetro y medio de altura. Transcurrieron las horas, y el río amarillo siguió arrastrándolos.
La ciudad surgía de la bruma escarlata cada vez más portentosa. Su mole se agigantó hasta ocultar la mitad del cielo con un horizonte de metal negro brillante, en tanto que las máquinas titánicas que remataban los muros irradiaban la amenaza de una muerte desconocida. Una atmósfera palpable de espanto y abyección flotaba sobre la sobrecogedora metrópoli. Se trataba de un sentimiento de poder maligno y fuerza hostil, de sabiduría antigua y ciencia monstruosa.
Los cuatro tripulantes de la balsa contemplaron los muros con impotencia. Sus mentes quedaron postradas bajo la conciencia de que, a menos que sus miserables esfuerzos bastaran para liberar a la muchacha encerrada en la ciudadela, los constructores de aquella mole de metal también forjarían la perdición de la humanidad.