Sus dedos accionaron palancas y pulsadores, y el crucero giró mientras interpretaba una danza en la que tenía por compañera a una muerte fulgurante. Encontró «pasillos» entre las cortinas de polvo. Esquivó los brazos verdes, codiciosos. Flotó entre ríos de peñascos voladores. Desafió el abrazo de la nebulosa y luchó como un ser viviente lucha por sobrevivir.
John Star oyó que la voz afable de Jay Kalam le decía desde lo que le pareció una distancia remota:
—¡Bien hecho, John! No creo que nos sigan. Y el «Ensueño Purpúreo» se abrió paso entre los laberintos de la nebulosa. De pronto se elevaban murallas de fuego verde; las escorias acechaban entre las nubes negras de polvo y se abalanzaban con colmillos desnudos formados por rocas desgarrantes. Las fuerzas semidesconocidas de la tempestad cósmica azotaban y absorbían la nave con violencia huracanada. John Star sospechaba que eran fuerzas semejantes a los temidos torbellinos de las manchas solares, e incluso al mortal magnetismo de los soles artificiales de los medusas.
Conducía la nave con seguridad, a derecha e izquierda, arriba y abajo. El radar y los detectores térmicos emitían un clamor continuo, inútil, y finalmente los apagó. En aquel trance sólo servía la pericia y los reflejos humanos.
Pensó, por un momento, que estaban salvados. La negrura que se abrió ante ellos ya no era la del polvo letal, sino la helada oscuridad del espacio. A través de la tétrica incandescencia verde descubrió el faro de la roja Antares… Y entonces los geodinos volvieron a fallar.
El alegre zumbido de los generadores fue roto de improviso por la vieja y angustiante vibración. Perdieron el impulso. Una rocosa masa negra —tal vez un mundo naciente— se precipitó sobre ellos cuando menos lo esperaban. Los dedos de John Star manipularon los mandos, pero la nave, averiada, no respondió.
Erizada de colmillos negros, la roca atravesó las pantallas defensivas y embistió contra el fuselaje, con gran estrépito. Después reinó el silencio. John Star aguzó el oído. No se captaba el rumor de los geodinos, pero tampoco el silbido de un escape de aire. Comprendió que el fuselaje blindado había resistido.
A continuación la nave empezó a girar. De pronto desapareció el faro rutilante de Antares y se cerró la «salida» de la nebulosa. Los había atrapado la misma corriente de fuerza que había hecho volar la roca. Los arrastró hacia atrás, hacia el misterioso corazón de la nebulosa.
—¡Giles! —exclamó Jay Kalam, extrañamente sereno, hablando por el teléfono de la nave—. ¡Necesitamos potencia, Giles!
Y la voz de Giles Habibula brotó del altavoz adosado al tabique, quejumbrosa y monótona:
—Por amor a la dulce vida, no me molestes ahora. Porque el pobre viejo Giles está enfermo, Jay. Su cabeza no puede soportar esta abominable rotación, y sus preciosos geodinos jamás se comportaron antes de esta manera. Déjalo morir en paz, Jay.
El demencial huracán de energía siguió arrastrándolos. John Star estudiaba con ansiedad los instrumentos, pero no conseguía entender el fenómeno. No era magnético ni gravitacional: debía de ser algo propio de la nebulosa. Allí, en la frontera desconocida entre el espacio y el antiespacio, pensó que incluso términos familiares como magnetismo y gravitación no podían tener un significado definido. Estudió nuevamente el cronómetro, temiendo que girase hacia atrás y convencido de que él estaría muerto antes de que eso pudiera ocurrir. No podía hacer nada más.
—¡Ah, mi pobre vieja cabeza! —se elevó el débil y cansado lamento de Giles Habibula—. Mortalmente enfermo y girando como una absurda peonza. ¡Ah!, el pobre viejo Giles está enfermo, enfermo, enfermo…
El estrépito de los geodinos empezó a elevarse, al principio como un horripilante gruñido.
—¡Enfermo, enfermo, enfermo! —sollozó Giles Habibula—. ¡Ah! Un pobre viejo soldado de la Legión perseguido más allá del amado Sistema, falsamente acusado de infame traición, y muriendo como un perro en una endemoniada tempestad del espacio. Enfermo y… ¡Ah, funcionan!
De súbito los geodinos volvieron a zumbar melódico mente.
El «Ensueño Purpúreo» estaba vivo de nuevo. John Star lo sacó de la corriente feroz que lo absorbía. Se abrió paso entre una lluvia de rocas, atravesó una nube de gas verdoso y volvió a encontrar la negrura del espacio y el brillo de Antares.
Salieron del último jirón de la tormenta para encontrarse con la oscuridad traslúcida del espacio. Frente a ellos estaban las frías estrellas diamantinas, y la sombra verde de la nebulosa se empequeñeció pronto a sus espaldas: a la colosal escala cósmica era apenas una mota de polvo.
—¡Salvados! —gritó John Star.
—¡Salvados! —repitió Jay Kalam, y esbozó una irónica sonrisa—. Y allí delante está la Estrella de Barnard.
John Star encontró el Sol Fugitivo en el campo del teleperiscopio. Era un ojo solitario y carmesí que observaba su aproximación con una mirada fría, fija, cargada de sobrecogedora amenaza.
—Sí, estamos a salvo, por ahora. —La sonrisa de Jay Kalam se tornó tensa y sombría—. Creo que nos hemos librado de la nave negra. Y ahora quizá podamos llegar al planeta… si conseguimos atravesar la barrera que los medusas han levantado para defenderlo.
John Star se limitó a mirarlo con desaliento.
—Los informes secretos que Aladoree recibió en Marte decían algo acerca del cinturón defensivo —explicó Jay Kalam—. No mucho. El comandante Ulnar le dijo lo justo para que ella no sospechara de su conspiración. Quizás él podría revelarnos algo más. Pero pienso que los medusas protegen con gran eficacia su planeta. —Volvió a sonreír—. De todos modos, John, por ahora estamos a salvo.
Bajaron a la prisión de la nave.
—Bienvenido, John.
Adam Ulnar los saludó amablemente a través de las rejas de su pequeña celda. El estadista del Palacio Purpúreo, comandante de la Legión y traidor a la humanidad, estaba sentado al borde de la litera ocupado con sus memorias.
—Espera un momento, John.
Concluyó con parsimonia la frase que estaba escribiendo, depositó la pluma y el manuscrito sobre la manta y se incorporó para ir al encuentro de sus visitantes. Mantenía erguidos con orgullo sus anchos hombros, y su bella cabeza, con la larga melena blanca bien peinada y ondulante, no parecía agobiada por el peso del remordimiento.
—Es un placer, señores. —Sonrió, y en sus ojos azules brilló una chispa de ironía—. Recibo muy pocos invitados. Entrad. A juzgar por el zarandeo de la nave, tuvimos tormenta.
—Pues nos espera un tiempo más tormentoso aún —respondió John Star—. O eso imagino, a juzgar por lo que se cuenta del Cinturón del Peligro.
La noticia tuvo un efecto notable sobre Adam Ulnar. La sonrisa burlona desapareció de su rostro, y éste se congeló en una máscara rígida. Detrás de la máscara, John Star creyó vislumbrar algo parecido a la consternación. Los nudillos de Ulnar se pusieron blancos cuando crispó las manos sobre los barrotes. Miró alternativamente a sus interlocutores, y transcurrieron varios segundos antes de que pudiera hablar.
—El Cinturón… —balbució—. ¿Eso significa que viajamos rumbo a la Estrella de Barnard?
—Vamos a buscar a Aladoree —respondió John Star con sequedad—. Tengo entendido que la expedición de Eric informó que alrededor del planeta de los medusas hay una especie de barrera defensiva. Queremos saber de qué se trata y cómo podemos atravesarla.
Las finas arrugas parecían grabarse con más fuerza en el rostro de Adam Ulnar, que ya había perdido todo el color. Una angustia enfermiza le dilató las pupilas.
—No sé de qué se trata —dijo con voz ronca, velada por el miedo—. No lo sé.
—¡Tiene que saberlo! —exclamó John Star en tono desafiante—. Usted leyó los informes completos, no expurgados. Eric tuvo que decírselo. ¡Hable!
El comandante meneó lentamente la cabeza.
—Eric lo ignoraba —dijo—. Incluso después de concertar el pacto con nosotros, los medusas no quisieron revelarnos su secreto. Sólo sé lo que les hicieron a las naves de la expedición cuando ensayaron el primer aterrizaje.
—¿Qué ocurrió?
—Bastantes cosas —respondió Adam Ulnar—. La escuadra de Eric se aproximó a la zona sin encontrar ninguna señal de peligro. Por fortuna, Eric tuvo la astucia de colocar su nave capitana en retaguardia. Sólo las dos naves de avanzada se internaron en la zona. Nunca volvieron a salir. El ingeniero de la flota no logró descubrir la índole de la fuerza que forma la barrera. Los expedicionarios pensaron que se trata de energía radiante, pero si lo es, sus efectos son distintos de los de las radiaciones gamma o cósmicas que nosotros conocemos. Las tripulaciones de las dos infortunadas naves no tuvieron tiempo de transmitir informes. Las naves quedaron fuera de control. Los observadores situados en los otros cruceros dijeron que parecían desintegrarse. Más tarde, en la atmósfera superior del planeta, se observaron algunas estelas semejantes a las de los aerolitos. Eso fue todo. Eric mantuvo al resto de la flota fuera de la barrera, hasta que entabló comunicación por radio y televisión con los medusas… Operación que ocupó bastante tiempo. Luego permitieron que varias de las naves visitaran el planeta y lo abandonaran luego. Parece ser que pueden abrir o cerrar la barrera a voluntad.
John Star lo miró con desconfianza.
—¿Qué más sabe? —preguntó—. Los hombres que aterrizaron debieron averiguar algo más.
El comandante forzó una sonrisa enfermiza, aferrándose A las rejas.
—La mayoría de ellos nunca pudieron contar lo que habían averiguado. —Su voz tenía el tono del temor—. Fueron los que regresaron para morir en los institutos psiquiátricos. Veréis, en la atmósfera del planeta hay algo que no es bueno para el cuerpo y la mente de los hombres. Un virus, una radiación secundaria generada por los rayos de la barrera, o quizás una emanación tóxica de los organismos de los propios medusas. Los científicos nunca consiguieron ponerse de acuerdo acerca de la naturaleza del mal. Pero sí probaron que los hombres no pueden ir allí y sobrevivir. Los efectos son muy variables, y a veces aparecen a muy largo plazo. Sin embargo, el resultado, cuando se produce, es fulminante y brutal.
—Gracias, comandante —dijo Jay Kalam; y salieron de la celda.
—¡Esperad! —La voz estremecida de Ulnar retumbó detrás de ellos—. ¿No seguiréis adelante? ¿No os internaréis en el Cinturón, verdad?
—Lo atravesaremos —afirmó John Star.
—Intentaremos cruzarte a mucha velocidad —agregó Jay Kalam—. Por sorpresa. Antes de que esas radiaciones, si eso es lo que son, tengan tiempo de surtir efecto.
Muy erguido, con las manos blancas y temblorosas cerradas sobre los barrotes, el anciano Adam Ulnar miró los rostros de los dos hombres. Sus labios pálidos se crisparon. Sus hombros se encogieron con un gesto de cansancio, y por fin habló.
—Veo que será imposible disuadirte, John. Perteneces a la estirpe de los Ulnar, y no retrocedes ante el peligro. Comprendo que estás dispuesto a aterrizar en ese planeta nefasto, cosa que ni siquiera Eric se atrevió a hacer.
—Lo estoy —asintió John Star.
—Sé que dices la verdad. —La cabeza blanca, aristocrática, hizo un lento movimiento afirmativo, y un débil fulgor de orgullo volvió a iluminar los ojos atormentados—. Admiro tu tenacidad, John. Por lo menos morirás como un Ulnar. Ahora, John, si no te molesta, deseo pedirte un último favor.
—¿De qué se trata, comandante? —John Star descubrió un tono de respeto en su propia voz.
—En el escritorio de mi camarote hay un cajón secreto —dijo roncamente el anciano con expresión sombría—. Te explicaré cómo podrás encontrarlo. Contiene una ampollita de veneno…
John Star meneó la cabeza.
—No podemos hacer eso.
—Somos parientes, John. —La voz de Adam Ulnar vibró con un estremecimiento quebrado, suplicante—. A pesar de nuestro actual enfrentamiento político, debes recordar que en una ocasión yo te hice un favor. Sabes que pagué tu educación y te hice ingresar en la Legión. ¿Es mucho lo que te pido a cambio?
—Me temo que sí —respondió John Star—. Cuando tengamos que tratar con los medusas necesitaremos que nos dé más información.
—¡No, John! —Sollozó el anciano, ahora con los ojos desencajados y una expresión frenética—. Por favor, John. No puedes negarme la muerte…
—Deberíamos traerle la ampolla, comandante. —Jay Kalam sonrió con perversidad—. Sólo para ver qué haría con ella. Porque usted ha exagerado su comedia.
Adam Ulnar devolvió la sonrisa. Sus manos crispadas soltaron los barrotes e irguió de nuevo los hombros.
—Pretendía induciros a volver atrás —confesó—. No necesitaré el veneno, en caso de que sigáis el viaje. Creo que la muerte en el Cinturón es tan rápida como quepa desear. —Su tono continuaba siendo tenso—. Pero todo lo que os he dicho es verdad. Nunca aterrizaréis con vida, y si lo lográis, seréis vosotros quienes necesitaréis la ampolla para libraros de la locura y el dolor. ¡Mala suerte, amigos!
Los despidió con un ademán indiferente y volvió a los papeles acumulados sobre la estrecha litera.
El «Ensueño Purpúreo» siguió adelante.
La Estrella de Barnard brillaba a su derecha. Era una esfera turgente, perfecta, que se recortaba con nitidez contra la negrura del vacío. Una estrella enana tipo M, más vieja de lo que se podía imaginar, cuyo período de muerte estelar estaba tan avanzado que no era peligroso mirarla directamente, sin filtros aplicados a las lentes. A pesar de todo, sus rayos de color sangre se grabaron en el cerebro de los expedicionarios con crudo impacto de una siniestra amenaza.
Ante ellos estaba el planeta solitario, en un vago y terrorífico cuarto creciente, bañado por el inquietante color escarlata. El mundo de los monstruosos medusas, de la nave aracnoide negra, del acechante Cinturón del Peligro.
La nave siguió su trayectoria, mientras los geodinos canturreaban en tono agudo y claro; John Star y Jay Kalam se hallaban frente a los teleperiscopios, atentos a la primera señal de peligro. El planeta rojo crecía ante sus ojos.
El hemisferio nocturno del planeta parecía totalmente negro, como una mancha redonda contra el fondo de estrellas. El hemisferio diurno era una cimitarra curva bañada en sangre maligna, cubierta con cuajarones de moho oscuro. Su órbita estaba próxima a la de la estrella enana moribunda. John Star comprendió que el planeta era gigantesco, mucho mayor que la Tierra.