Desesperadamente trató de evitar que el mundo diese vueltas a su alrededor. Volcó hasta el último ápice de su fuerza en el golpe que iba a asestar con el pesado trozo de madera, y lo sintió estrellarse violentamente contra el inmenso disco negro reluciente. A continuación sus sentidos se disolvieron en el ácido del dolor.
Comprendió vagamente que su atacante no lo había levantado por el aire. En medio de su embotamiento se dio cuenta de que aquel ser se retorcía sobre la arena, arrastrándolo todavía entre sus garras. Su último golpe había sido fatal.
Al fin cesaron los espasmos de la agonía y un cuerpo se derrumbó sobre el de John Star. Incluso después de muerto, el monstruo hundía profundamente sus garras en el brazo y el hombro del legionario. Cuando el dolor empezó a ceder un poco, John Star forcejeó con sus dedos para zafarse de las garras, y por último se puso en pie, sangrando y totalmente mareado.
Aun muerto, aquel ser era bello. Las estrechas alas, que se desplegaban intactas sobre la arena negra, eran láminas luminosas de zafiro con vetas de rubí. Sólo las garras enrojecidas y el aguijón roto eran repulsivos… lo mismo que la cabeza, reducida a pulpa por el último golpe.
Debilitado, John Star se alejó, tambaleándose, tan extenuado que ni siquiera atinó a recoger su garrote. Se dejó caer junto a Aladoree, que seguía respirando acompasadamente, sumida en el sueño profundo del agotamiento, del todo ajena a la muerte que había tenido tan próxima.
Vencido por la angustiosa apatía de la fatiga y el dolor renovados, al principio ni se movió cuando descubrió las tres figuras pequeñas que avanzaban con dificultad por la extensión de arena negra. Tenían que ser Jay Kalam, Hal Samdu y Giles Habibula. Sabía que debían haber salido vivos de las alcantarillas y del río amarillo, merced a algún milagro de coraje y resistencia. Pero estaba demasiado exhausto para sentir esperanza o interés.
Se quedó sentado junto a la muchacha dormida y a la refulgente criatura muerta, apático, viendo cómo sus compañeros marchaban a duras penas por el banco de arena negra al salir de la brumosa lejanía roja.
Eran tres hombres extraños, demacrados, vestidos con algunos andrajos que aún se adherían a sus cuerpos curtidos y tostados por la intemperie. Barbudos, con largas melenas revueltas y sucias. Marchaban muy juntos. Cada uno de ellos empuñaba un garrote o una lanza hecha con las largas espinas de la jungla. Sus ojos hundidos, brillantes, miraban con feroz desconfianza. Parecían tres hombres prehistóricos, que cazaban a la sombra de un bosque primitivo tres bestias primarias, cautelosas y peligrosas.
Era extraño imaginarlos como sobrevivientes de la aniquilada y traicionada Legión del Espacio, los últimos combatientes del Sistema otrora altivo, que habían quedado solos para defenderlo frente a la ciencia de una estrella misteriosa. ¿Acaso aquellos animales velludos podían decidir una guerra interestelar?
Por fin John Star encontró energías para levantarse, para gritar y hacer señas. Lo vieron y se acercaron a él, corriendo por la playa.
Hal Samdu transportaba aún el mecanismo negro del trípode, sujeto a sus anchos hombros mediante los cables de conexión. Se había zambullido con el en las alcantarillas, y abrumado por su peso había luchado contra el río amarillo.
—¿Y Aladoree? —preguntó con voz ronca y ansiosa, adelantándose a los demás.
—Duerme. —John Star reunió fuerzas para pronunciar esa palabra y hacer un ademán.
El gigante se arrodilló junto a la muchacha, solícito, con una sonrisa de alivio en su rostro demacrado, cubierto por una barba roja.
—¿Tú la rescataste y mataste eso?
John Star sólo consiguió hacer un movimiento afirmativo con la cabeza. Sus ojos se habían cerrado, pero sabía que Jay Kalam y Giles Habibula se acercaban. Oyó que este último jadeaba débilmente:
—¡Ah, vida preciosa! Hemos pasado momentos infames, momentos espantosos. Arrastrados como basura por las alcantarillas fétidas, y condenados a morir entre los abyectos horrores del temible río amarillo. ¡Ah, pobre viejo Giles Habibula! Fue un día endemoniadamente maligno…
Su voz cambió de tono.
—¡Ah, la niña! La niña está sana y salva. ¡Y este perverso monstruo refulgente! Seguramente John lo ha matado… ¡Ah, el viejo Giles sabe cómo te sientes, muchacho! ¡Todos hemos pasado por un trance endemoniadamente amargo!
Su voz recuperó la alegría.
—Esta criatura muerta tiene carnes sabrosas. Se parece a aquella con la cual me batí a muerte por la botella de vino… ¡El maravilloso vino que nunca llegué a probar! Tenemos que prender una fogata. Estoy espantosamente debilitado por el hambre. Ah, el pobre viejo Giles se muere de hambre.
Entonces John Star se sumió, por segunda vez, en la oscuridad del sueño.
Cuando despertó hacía más frío. Tenía el cuerpo entumecido y rígido, a pesar de que cerca de él ardía una fogata. La noche temida se acercaba con rapidez. El disco colérico del sol se había ocultado por completo, y el cielo era una bóveda baja ocupada por un tétrico crepúsculo sombrío. El viento penetrante soplaba a través del río, en dirección a la jungla.
Giles Habibula estaba junto al fuego, asando la carne que había cortado de la criatura voladora muerta. John Star sintió un apetito devorador. Probablemente lo había despertado la fragancia del asado. Pero no comió en seguida.
Jay Kalam y Hal Samdu se hallaban junto a Aladoree, al otro lado de la hoguera. Habían desarmado el pequeño dispositivo que el gigante había traído desde tan lejos. Las piezas estaban desparramadas frente a ellos, sobre una plancha de madera. Espirales de alambre y elementos diversos de metal y plástico negro.
Se incorporó rápidamente, venciendo la rigidez de su cuerpo, y se acercó a ellos. Estaban tan absortos que no levantaron la vista. Aladoree tenía, frente a ella, un extraño aparatito, armado con las piezas de metal negro y con fragmentos de madera toscamente tallados. Inspeccionaba con ansiedad las piezas de metal restantes, una por una, desechándolas sucesivamente y moviendo, decepcionada, la cabeza.
—¿Lo estás armando? —susurró John Star, ávidamente—. ¿El AKKA?
—¡Es lo que trata de hacer! —respondió Jay Kalam, ensimismado.
John Star miró por encima de las copas negras de los árboles, en dirección a las torres y las máquinas de la metrópoli negra, remota en el crepúsculo rojo. Pensó que era totalmente imposible que aquel precario y minúsculo dispositivo depositado sobre la arena causara algún daño a los muros colosales.
—Necesito hierro —dijo Aladoree—. Un pedacito de hierro, del tamaño de un clavo, bastaría. Pero es indispensable para el elemento magnético. Exceptuando eso, tengo todo lo que me hace falta. Sin embargo, aquí no hay hierro.
Volvió a dejar el aparatito, desalentada.
—Entonces, hemos de buscar mineral —exclamó John Star—. Construiremos un horno, lo fundiremos.
Jay Kalam sacudió la cabeza, con gravedad.
—Es imposible. No hay hierro en este planeta. Como sabes, los medusas se comprometieron, al principio, a conquistar el Sistema para los púrpuras, a cambio de un cargamento de hierro. En el curso de todas nuestras peregrinaciones no vi ni rastro de yacimientos de hierro.
—Entonces no podremos fabricar el arma —dijo Aladoree, lentamente—. Aquí no. Si por lo menos pudiéramos volver al Sistema.
Se quedaron allí, temblando bajo el viento helado que llegaba a través del río, aturdidos por su impotencia. Miraron por encima de la oscura jungla de espinas, en dirección a los muros, las torres y los mecanismos indescifrables de la tenebrosa metrópoli. Ya antigua cuando el hombre aún no había asomado sobre la Tierra, permanecería invicta cuando desapareciera el último ser humano.
De improviso, desde las lejanas murallas y torres brotó una llamarada verde. Vieron que se elevaban formas titánicas: las siluetas negras, aracnoides, de las naves interestelares de los medusas. Un enjambre monstruoso se lanzaba al espacio mientras el lejano trueno de los cohetes que vomitaban fuego verde retumbaba sobre la selva y el río, y finalmente se perdió en el cielo sanguinolento.
—¡Su flota! —murmuró Aladoree—. Vuela en dirección al Sistema, con todas sus hordas, para ocupar nuestros planetas. ¡Su flota ya ha partido! Si hubiéramos encontrado un poco de hierro… Pero es demasiado tarde. Ya hemos fracasado.
—¡Todo por falta de un endemoniado clavo! —comentó Giles Habibula, con una voz que habría ablandado el corazón de una estatua de hierro—. ¡Ay de mí! ¡Pensar que la ausencia de un bendito clavo podía ser tan importante!
Estaba acurrucado sobre la arena negra, desolado, manteniendo distraídamente un trozo de humeante carne, ensartado en una ramita entre las llamas de la hoguera.
—¡Pobre viejo Giles Habibula! ¡Ay de él, que le ha tocado vivir para ver tiempos tan espantosos! Mejor, la dulce vida lo sabe, mucho mejor habría sido morir cuando era un sacrosanto recién nacido. Mejor habría sido que la ley siguiera su curso cruel e inexorable allá en Venus. Es una vil recompensa, una recompensa endemoniadamente vil, para veinte años de leales servicios en la Legión. Acusado de ser un increíble pirata. ¡Preso, muerto de hambre y torturado! ¡Ah, sí!, expulsado de su propio Sistema natal, y arrojado a este mundo repugnante de horrores pavorosos. Envenenado por el mismísimo aire endemoniado, condenado a una locura aullante y a morir corroído por la lenta podredumbre verde. Perseguido por millones de monstruos endiablados. Obligado a escabullirse como una rata por la maligna ciudad negra. Hostigado para que se ahogue como una rata miserable en las alcantarillas hediondas. Y ahora enfrentado a una muerte abyecta en el frío de la noche sobrecogedora. Y la única botella de vino que había en todo el continente negro hecha trizas antes de que él pudiera probarla. ¡Ay de mí! Es más que lo que puede soportar un hombre. Es endemoniadamente demasiado, en nombre de la vida amada, para un pobre viejo soldado de la Legión, enfermo, cojo y desfalleciente, con su vino derramado delante de sus propios ojos. ¡Y ahora, por falta de un clavo, todo el Sistema está perdido! ¡Ay de mí!, por la falta de un precioso trocito de hierro, toda la humanidad está condenada a morir ante la invasión de los monstruosos medusas. Ah, la buena vida sabe que ésta es una época endemoniadamente infame. ¡Una época endemoniadamente cruel! Pobre viejo Giles Habibula…
De la fogata hecha con maderas de la resaca partió un crujido y una vaharada de humo amargo. Giles Habibula se estremeció de súbito y se incorporó con un último lamento.
—¡Ay de mí! Las desgracias nunca vienen solas. Ahora la endemoniada carne se ha quemado.
Y se encaminó nuevamente hacia el animal de alas brillantes que John Star había matado, para cortar otro trozo de carne de su cuerpo.
Sus compañeros formaban un pequeño grupo junto a las alas resplandecientes, de zafiro y rubí, que yacían olvidadas sobre la arena negra. El viento, cada vez más frío, levantado por el crepúsculo rojo las hacía temblar.
Desde la playa del río miraban, vencidos y desalentados, los muros, las torres y las máquinas de la metrópoli negra, que se erguían enigmáticamente contra el tenebroso cielo escarlata, sobre la oscura jungla espinosa.
Se sentían abrumados por un aplastante sentimiento de fracaso, la conciencia de que ellos y la humanidad estaban condenados. La desesperación los mantenía sumidos en un silencio sobrecogedor.
Los penetrantes ojos azules que espiaban por encima de la barba roja de Hal Samdu descubrieron un crucero espacial negro, una colosal nave aracnoide de los medusas que volaba impulsada por sus escalofriantes chorros verdes, desplazándose en dirección a los muros sórdidos empinados sobre el río amarillo. Lo señaló en silencio con el dedo.
—¿Eso es…? —gritó entrecortadamente John Star—. Debajo de ella, ¿podría ser…?
—¡Es el «Ensueño Purpúreo»! —asintió Jay Kalam, parsimonioso.
—¿Vuestra nave? —exclamó Aladoree.
—Nuestra nave. La abandonamos, averiada, en el fondo del mar amarillo, con Adam Ulnar a bordo.
—¡Adam Ulnar! —La voz de Aladoree se cargó de aborrecimiento—. Entonces ha vuelto a unirse con sus aliados. Miró a John Star con una expresión rara.
—Parece que eso es lo que ha hecho —confesó él—. Podía comunicarse con los medusas por radio. Seguramente los llamó y consiguió que sacaran la nave y la reparasen.
Observaron al «Ensueño Purpúreo», que viajaba debajo de los alerones gigantescos de la nave de los medusas, con su pequeña silueta de torpedo reducida a la dimensión de una nota de plata. Cuando se acercó a la ciudad, de sus cohetes brotaron llamas azules y se inclinó de babor a estribor sobre el cielo rojo, mientras la otra nave descomunal permanecía encima y cerca de él, montada sobre alas verdes de trueno lejano. Disminuyó la velocidad y luego se posó sobre una torre de la muralla negra. La nave negra aterrizó en un lugar cercano.
Todos contemplaron la nave durante unos minutos, enmudecidos por la vehemencia de sus deseos.
—¡Tenemos que llegar hasta esa nave! —susurró por fin Jay Kalam.
—Nos llevaría de regreso al Sistema —dijo Aladoree, con voz ahogada—. Encontraríamos hierro; podríamos armar el AKKA; y salvaríamos al menos una parte de la humanidad.
—Se puede intentar —asintió Jay Kalam—. Naturalmente, nos perseguirán con esas armas que arrojan soles llameantes. El Cinturón de Peligro está todavía sobre nosotros y tendremos que atravesarlo de nuevo. Ahora, toda su flota invasora debe vigilar nuestro Sistema. Y las hordas de medusas, concentradas en la nueva fortaleza de la Luna… Pero —murmuró—, podríamos intentarlo.
—¿Cómo? —preguntó Hal Samdu roncamente.
—Ése es el primer problema. Estamos a muchos kilómetros del lugar donde se encuentra la nave, y para llegar a ella habrá que atravesar la jungla. Se encuentra posada en lo alto de un muro liso. Sólo una máquina voladora podría alcanzarla. Y el crucero negro está junto a ella, aparentemente para custodiarla. ¿Cómo lo haremos?
Entonces sus ojos se volvieron hacia John Star, quien estaba mirando fijamente las alas de la criatura voladora que él había matado, y que brillaban junto a ellos, sobre la arena.
—¿Qué sucede, John? —preguntó, con una extraña tensión en su voz apacible—. Pareces…
—¿Nada podría alcanzarla, excepto una máquina voladora? —murmuró John Star, ausente—. Pero creo…, creo ver un medio.