Ejecutó los movimientos, a medida que la vieja voz cascada hablaba a su memoria, casi sin saber dónde se encontraba, seguro, solamente, de que el dolor torturante cesaría cuando concluyera la maniobra, y entonces estaría en libertad para buscar el pedazo de hierro.
¡Snap!
John Star se levantó poco a poco, junto a la masa trémula de podredumbre verdosa. Volvió a encaminarse hacia las ruinas del Palacio Verde. ¡Debía darse prisa! Si llegaba la nave negra… Lo que atrajo su atención fue el juguete de un niño. Una locomotora oxidada rota, que ya no podía arrastrar su minúscula carga… pero que quizás aún estaría en condiciones de salvar al Sistema.
Le arrancó el eje, se aseguró de que era de buena fundición gris, y corrió hacia la nave.
Al pasar sobre una pila de vidrio verde destrozado, alzó la mirada y vio la nave negra. Se preparaba para descender bajo el cielo rojo.
Siguió su carrera hasta llegar tambaleante, a un lugar desde donde alcanzó a ver al «Ensueño Purpúreo». Un pequeño torpedo de plata, un pigmeo bajo la sombra de la descomunal nave de aletas negras que, sostenida por los ígneos chorros verdes, descendía sobre los oscuros Sandias. Y él todavía estaba a cuatrocientos metros de distancia…
John Star avanzó, perdidas las esperanzas, con un dolor punzante de agotamiento clavado en el pecho. El «Ensueño Purpúreo» estaba desarmado; la nave negra podría aniquilarlo en un instante.
Mientras corría vio, sorprendido, a un pequeño grupo que salía por la escotilla y bajaba apresuradamente por la escalerilla de maniobras. Reconoció a Jay Kalam, Hal Samdu y Giles Habibulá, que transportaban trabajosamente el cuerpo inerte de Aladoree.
La escotilla se cerró sobre sus cabezas sin que Adam Ulnar apareciese.
Vio cómo se alejaban rápidamente de la nave. Era evidente que ésta iba a despegar con Adam Ulnar a los mandos. Pero, ¿por qué? Sin dejar de correr, John Star recordó su antigua duda. ¿Acaso su famoso pariente acababa de pasarse otra vez al bando enemigo? ¿Había expulsado a los demás para unirse a los medusas? John Star apenas podía creerlo. Adam Ulnar le había parecido sincero. Sin embargo…
Entonces el «Ensueño Purpúreo» se movió.
Aquél fue el despegue más veloz que él había presenciado. Se alejó tan rápidamente que lo perdió de vista. Luego sus ojos volvieron a divisarlo mientras volaba en dirección a la nave aracnoide, con el fuselaje ya incandescente.
Apenas se había dado cuenta de que no lo impulsaban los cohetes, relativamente débiles, sino la potencia formidable de los geodinos, el «Ensueño Purpúreo» se estrelló contra el vientre de la nave enemiga en medio de un estallido de luz sobrecogedor.
El invasor negro cayó envuelto en llamas desde el cielo rojo, con extraña lentitud. Chocó con las estériles laderas de los Sandias y rodó por ellas, siempre semejante a una araña negra y monstruosa, ahora aquejada por una lenta agonía.
John Star se libró de la duda que le atormentaba.
—Tú eres el último Ulnar —exclamó a modo de saludo Jay Kalam, con un nuevo y solemne tono de respeto, cuando John Star se reunió con el grupito solitario sobre el borde de la meseta—. Adam Ulnar me dijo que quería pagar su deuda. Y me rogó que te dijera, John, que él esperaba que fueras feliz en el Palacio Purpúreo.
John Star cayó de rodillas junto a la pálida joven que yacía sobre el suelo, y susurró con ansiedad:
—¡Aladoree! ¿Cómo está?
—¡Ay, muchacho! —resolló con tristeza Giles Habibulá, mientras colocaba una almohada debajo de la cabeza de la joven—. No parece estar mejor. ¡Nada mejor! Es el mismo trance maligno en que está sumida desde hace endemoniadas semanas. Quizá no despertará nunca. ¡Ah!, pobre niña…
Se enjugó una lágrima de los ojos saltones.
Trataron de colocarla en una posición cómoda, debajo del pequeño refugio que construyeron con ramas. Encontraron toscos garrotes para defenderla si los sorprendían las bestias verdes. Hal Samdu y Giles Habibula fueron a buscar víveres y agua. Regresaron en el tenue y tétrico crepúsculo, con las manos vacías.
—¡Ay de mí! —gimoteó Giles Habibula—. Aquí estamos perdidos en un desierto espantoso, donde sólo hay muerte y ruinas, sin alimentos ni bebida para nosotros o la niña. ¡Ay de mí! Y a nuestro alrededor merodean, por todas partes, unas pavorosas criaturas aullantes, que buscan carne humana. ¡Vivimos en una época siniestra!
La Luna asomó en la penumbra escarlata, como una gigantesca y sangrante esfera, sobre las murallas escabrosas de los oscuros Sandias. Y vieron, recortado contra su cara picada y terrorífica, un pequeño enjambre de manchitas negras que revoloteaban, crecían, se expandían. Un pequeño enjambre de insectos negros que se dilataban inexorablemente.
—Una escuadra viene desde la Luna —murmuró Jay Kalam—. Como la primera nave no regresó… Viene una escuadra entera para asegurarse de que hemos sido aniquilados. Estarán aquí dentro de una hora.
—¡Es necesario que despierte! —susurró John Stard—. Ésta es su última oportunidad.
—Eso es lo que temo —asintió Jay Kalam—. Supongo que destruirán toda la meseta con sus soles atómicos para estar seguros de que no volveremos a fastidiarlos. Pero no hay manera…
—¡Tiene que despertar! —volvió a decir John Star.
Con una especie de ternura feroz, alzó a Aladoree del lecho donde yacía. Su cuerpo estaba inerte, relajado. Tenía los ojos cerrados, sus labios se hallaban entreabiertos, su piel tersa estaba muy blanca. Casi no le encontró el pulso y su respiración era muy lenta. Yacía profunda, muy profundamente sumergida en el coma que la había paralizado durante tanto tiempo.
¡Tan bella y tan inmóvil! La apretó con vehemencia entre sus brazos, contemplando con una expresión de desafío mudo, salvaje, la superficie picada de la Luna roja y negra. ¡Ella no debía morir! ¡Le pertenecía! Eternamente… ¡suya! Tan cálida, tan amada. No la dejaría morir.
¡No! No, ella debía despertar y utilizar su secreto para fabricar el arma y destruir la amenaza de la Luna roja. ¡Debía despertarla para que ella fuese definitivamente suya!
Le había estado hablando en susurros, sin darse cuenta. Y en aquel momento habló con voz más potente, formulando una súplica angustiosa. La llamó, tratando, sin muchas esperanzas, de perforar su inconsciencia con los gritos, de hacerle entender la urgente necesidad de que ella despertara.
—¡Aladoree! ¡Aladoree! Tienes que despertar. Rápido. ¡Rápido! Vienen los medusas, Aladoree, para matarnos con sus soles opalinos. Debes despertar, Aladoree, y preparar el arma. Debes despertar, Aladoree, para salvar los restos del Sistema. ¡No debes morir, Aladoree! ¡No debes morir! ¡Porque te amo!
Él siempre creyó que sus palabras se abrieron paso hasta la mente adormecida de Aladoree. Quizá fue así. O quizá, como ha sugerido un investigador médico, lo que la despertó, fuera del «Ensueño Purpúreo», fue el estímulo irritante del gas rojo. No importa demasiado.
Tosió ligeramente y murmuró con voz soñolienta:
—Sí, John, te amo.
Esa respuesta le conmovió tanto que casi la dejó caer, y ella despertó del todo, mirando con sorpresa y alarma el extraño paisaje.
—¿Dónde estamos, John? —boqueó—. No… no hemos vuelto a ese planeta…
Miraba con horror la Luna roja que flotaba en el cielo bañado de escarlata.
—No, estamos en la Tierra. ¿Puedes terminar de preparar el arma antes de que lleguen los medusas? Hemos traído las piezas que fabricaste junto al río.
Aladoree se puso en pie, aturdida, aferrándose al brazo de John Star.
—¿Es posible que esto sea la Tierra, John, debajo de este cielo pavoroso? ¿Y que eso sea la Luna?
—Sí, lo son. Y esas manchas negras son las naves aracnoides que vienen hacia aquí.
—¡Ah, la niña ha despertado! —exclamó Giles Habibula, lleno de júbilo.
Y Jay Kalam se adelantó en seguida con el pequeño dispositivo inconcluso que Aladoree había montado en el otro planeta, y que era inútil por falta de un poco de hierro.
—¿Puedes terminarlo? —preguntó, sin perder su serena gravedad—. ¿Ahora mismo? ¿Antes de que vengan ellos?
—Sí, Jay —respondió Aladoree, igualmente tranquila, al parecer ya recuperada de su primer desconcierto—. Si encontrásemos un pequeño fragmento de hierro…
John Star mostró el eje roto del tren de juguete. Ella lo cogió con dedos ávidos y lo examinó rápidamente.
—Sí, John. Esto bastará.
Hacia el oeste las penumbras eran rojas. Cayó la noche tétrica. Debajo de la Luna roja, que se elevaba en el cielo, los cuatro permanecieron callados alrededor de Aladoree y su arma, dominados por la tensión que provenía de la esperanza y el miedo. Estaban solos sobre la meseta, helados bajo la luz tenebrosa. Detrás de ellos se alzaba lo que había sido el Palacio Verde, ahora un desnudo fantasma de ilusiones humanas muertas, terrible y mudo contra el débil resplandor nocturno. Delante de ellos la meseta se empinaba hacia los Sandias escarpados.
El silencio flotaba sobre ellos. Era el patético silencio de un mundo traicionado y destruido. Sólo una vez fue interrumpido. Un sobrecogedor aullido, lleno de sufrimiento y terror, partió de las ruinas.
—¿Qué ha sido eso? —susurró la muchacha, estremeciéndose.
John Star sabía que se trataba de algo, que había dejado de ser humano, atrapado por otra bestia hambrienta. Pero no dijo nada.
Aladoree estaba atareada con el arma. Un dispositivo minúsculo. Parecía muy sencillo, muy tosco, totalmente inútil. Sus piezas estaban adheridas a un estrecho trozo de madera que se hallaba montado sobre un trípode, de modo que podía girar y apuntar en distintas direcciones.
John Star examinó el arma, pero no logró descifrar su secreto. Volvió a quedar maravillado por su sencillez, y le pareció increíble que semejante aparato pudiera triunfar sobre la terrible y antigua ciencia de los medusas.
Dos pequeñas placas de metal, perforadas, permitían apuntar a través de sus centros. Las conectaban una espiral de alambre. Y había un diminuto cilindro de hierro. Una de las placas y el insignificante eje de hierro estaban montados de manera que podían deslizarse sobre ranuras, y sus movimientos se regulaban mediante tornillos. También había una palanca, que.; para cerrar un circuito en la placa posterior, aunque no había ninguna fuente visible de electricidad.
Aquello era todo.
Aladoree hizo algunos ajustes con los tornillos. Luego se inclinó, apuntando a través de los pequeños orificios de las placas en dirección a la Luna roja, sobre la cual se recortaban las manchitas negras de las naves enemigas. Accionó la palanca y se irguió para mirar, con una expresión de curiosa y sublime serenidad en el rostro.
John Star había esperado vagamente una reacción espectacular del aparato tal vez la aparición de un rayo fulgurante. Pero no pasó nada. Ni siquiera saltó una chispa cuando Aladoree cerró el circuito. A primera vista, no sucedió nada.
Por un momento pensó que aún debía de estar loco. Era absolutamente imposible que aquel extraño y minúsculo mecanismo —tan pequeño y sencillo que hasta un niño habría podido fabricarlo— bastara para derrotar a los medusas.
—¿Entonces no…? —susurró, ansioso.
—Espera —respondió Aladoree.
Su voz sonó totalmente tranquila, ya sin atisbos de debilidad o cansancio. Lo mismo que el rostro de la muchacha, irradiaba un estado de ánimo poco común, una nueva serenidad, una autoridad desinteresada y apasionada; reflejaba una confianza inconmensurable, sin miedo ni odio ni júbilo. Parecía…, ¡parecía la voz de una diosa!
Sin darse cuenta John retrocedió un paso en actitud reverente.
Esperaron, observando cómo las motitas negras crecían sobre la hosca faz de la Luna. Aguardaron, tal vez, cinco segundos.
Y la flota negra desapareció.
No hubo explosiones ni llamas, ni humo, ni catástrofe visible. La flota simplemente se desvaneció. Todos lanzaron una exclamación de pasmado alivio. Aladoree se movió para tocar de nuevo la palanca.
—Esperen —dijo, una vez más, con su voz cargada de una serenidad terrible y divina—. Dentro de veinte segundos… La Luna…
Contemplaron la roja y sobrecogedora esfera, la acompañante de la Tierra. Ahora era la base de unos invasores monstruosos que esperaban el momento de conquistar los planetas. John Star contó los segundos, casi de un modo maquinal, para sus adentros, mientras observaba el rostro rojo de la perdición…
No ya la perdición del hombre, sino la de los medusas.
—… dieciocho… diecinueve… veinte.
No sucedió nada. Un tenso y desgarrador instante de duda. Después, el cielo iluminado de rojo se oscureció. La Luna había desaparecido.
—Los medusas —susurró Jay Kalam, como si quisiera convencerse de lo increíble—, los medusas han sido exterminados. —Hubo una larga pausa, y después volvió a susurrar—: ¡Exterminados! ¡Nunca volverán!
—Yo… no he visto nada —exclamó John Star, sin aliento—. ¿Cómo…?
—Fueron aniquilados —respondió Aladoree, extrañamente tranquila—. Incluso la materia de la cual estaban compuestos ha dejado de existir en nuestro universo. Fueron expulsados de lo que nosotros conocemos por el nombre de espacio y tiempo.
—¿Pero cómo…?
—Ése es mi secreto. Nunca podré revelarlo… excepto a la persona elegida que habrá de heredarlo de mí.
—¡Bendita suerte! —exclamó Giles Habibula—. El Sistema está por fin a salvo. ¡Ah, vida amada!, pero salvarlo ha sido una empresa endemoniadamente difícil. Debes estar muy alerta para no volver a caer en manos hostiles, niña. El viejo Giles nunca podrá pasar otra vez por una prueba como ésta, ¡bien lo sabe la dulce vida! ¡Ay de mí! Y aquí estamos perdidos en medio del desierto, en la vil oscuridad… ¡y la Luna jamás volverá a brillar!
Su voz quebró la tensión que los tenía atrapados.
—John —musitó Aladoree.
Ya no era la voz de una diosa. Su serenidad había desaparecido. Ahora era humana: débil, estremecida y suplicante. John la buscó en medio de la oscuridad. La hizo sentar, y ella, recostándose contra su hombro, dejó escapar sollozos de alegría.
—¡Ah, niña! —gimió Giles Habibula—, tienes buenas razones para llorar. ¡Aún es posible que muramos todos por falta de un endemoniado bocado!
El «Defensor Verde», la nave más reciente de la Legión del Espacio, descendió casi un año más tarde sobre el Palacio Purpúreo, en Fobos. Aunque una granada de gas rojo había caído en el pequeño satélite de Marte durante el bombardeo de los medusas, el colosal edificio no había sufrido daños. La solución neutralizadora había curado a las víctimas del gas y éste se había disipado, combinado con sales inofensivas, hasta que el cielo oscuro del diminuto mundo quedó libre de toda mancha rojiza. La nave se posó sobre la plataforma de aterrizaje que coronaba la torre central purpúrea. El nuevo comandante de la Legión bajó con expresión grave por la escalerilla, y John Star salió a recibirlo. Concluidos los saludos contemplaron en silencio la exuberante superficie verde del pequeño planeta, con amargos recuerdos de la última vez que habían estado juntos en aquel lugar.