Read La llegada de la tormenta Online
Authors: Alan Dean Foster
Una de las consejeras, una hembra de edad considerable cuya cresta se tomaba ya canosa, se inclinó hacia adelante.
— ¿Por qué tendríamos que ayudaros a encontrar al clan principal? Esta pregunta anticipada dio la oportunidad a Obi-Wan de explicarles el propósito de su visita a Ansion. Los yiwa escucharon en silencio, llevándose de cuando en cuando algo a la boca de la modesta comida que les habían servido.
Cuando el Jedi terminó, las dos consejeras murmuraron entre sí y le susurraron algo a Mazong. Él asintió y se dirigió a sus invitados.
—Al igual que el resto de los alwari, no solemos fiamos de los motivos de la gente de las ciudades, aunque hagamos negocios con la Unidad. Lo que nos pedís cambiaría nuestra relación con ellos para siempre —alzó una mano para acallar la réplica de Luminara—. Pero eso no tiene por qué ser malo. Los tiempos cambian, y hasta los alwari tienen que intentar adaptarse. Pero antes de que accedamos a hacerlo, tenemos que tener garantías de la protección de nuestros derechos a mantener el estilo de vida que llevamos. Sabemos que ha habido otras tentativas por parte del Senado, del cual no nos fiamos, ni nos fiaremos nunca. Pero los Jedi —clavó de nuevo su mirada en Luminara—son otra historia. Hemos oído que son gente honrada, cultivada. Si podéis probarlo, nos daremos por satisfechos y nos sentiremos lo suficientemente seguros como para, al menos, indicaros hacia dónde tenéis que ir para encontrar a los borokii.
Luminara y Obi-Wan se acercaron para hablar, mientras los guías y los pádawan les observaban. Cuando se separaron, Luminara tomó la palabra.
—Pídenos lo que quieras, noble Mazong, y si está en nuestra mano realizarlo, lo haremos.
El jefe y sus consejeras dejaron escapar exclamaciones de satisfacción. ¿Pero qué clase de prueba quieren?, se preguntó Barriss. ¿Qué clase de seguridad podían darle unos forasteros a unos nativos para convencerles de que sus buenas intenciones eran reales?
Lo cierto es que fue toda una sorpresa. Mazong se levantó y señaló al campamento.
—Esta noche habrá una gran fiesta. Y habrá espectáculo, pero entre los alwari es tradición que sean los invitados los que lo ofrezcan. Jamás hemos oído que ningún representante del Senado se dignara a hacerla.
Para nosotros eso demuestra que no tienen alma. Si los Jedi pueden probar que, al igual que los yiwa, tienen alma, entonces los yiwa sabrán que poseen lo que a sus políticos les falta.
Barriss se quedó con la boca abierta, pero para mayor sorpresa, Luminara sonreía abiertamente.
—Aceptamos las condiciones, noble Mazong, pero te lo advierto, la estética no forma parte de la sabiduría Jedi. Quizá nuestra presentación te parezca menos perfeccionada que las de tus otros invitados.
Mazong se mostraba ahora completamente afable, y se adelantó para colocar su mano sobre la cabeza de la Jedi. Sus largos dedos casi le llegaban a la nuca.
—Hagáis lo que hagáis, tendrá la virtud de la nobleza. Y ahora sólo me queda una pregunta que me llevo haciendo desde que llegasteis.
Luminara le miró algo preocupada.
— ¿Y qué es?
— ¿Por qué —dijo con franqueza—llevas la barbilla y el labio inferior tatuados y no la cabeza, que sería lo normal?
***
Luminara sentía una profunda curiosidad por todo lo que le rodeaba, y le llamó la atención la luz parpadeante de las luces portátiles que iluminaban la plaza central. Le preguntó a Mazong por el extraño fenómeno. —Mis amigos y yo podemos intentar arreglar la iluminación, si queréis. El esquema interno es bastante sencillo.
Mazong se mostró confundido.
—Pero si no le pasa nada.
Ella dudó un momento.
—Pero la luz debería ser constante. Iluminación uniforme. La respuesta del jefe, que ahora reía, fue sorprendente.
— ¡Oh!, ya lo sabemos, oh, sabia y observadora Jedi. Pero nosotros recordamos y honramos de esa forma a nuestros ancestros, que sólo celebraban estos encuentros a la luz de las antorchas.
Ella se dio cuenta de repente. Los faroles habían sido modificados a propósito para simular la luz de las antorchas. Parecía que entre los yiwa, la estética antigua se imponía ante la funcionalidad moderna. Se preguntó si en el clan superior encontrarían el mismo respeto por el ritual.
Sus vestiduras termosensibles la protegían del frío de la noche y la resguardaban del eterno viento mientras tomaba asiento entre Obi-Wan, y los dos pádawan. Mazong se sentó cerca, con sus dos ancianas consejeras detrás. Parecía como si el clan se hubiera agrupado en torno al espacio abierto. Cientos de ojos saltones brillaban con las luces de los faroles. A lo lejos podían oír los gruñidos de los tranquilos dorgum, y los balidos de los nerviosos awiquod peleándose por el espacio con los dominantes sadain. Unos silbidos más profundos, como de surtidores de vapor, indicaban la posición de los suubatar de los viajeros.
Por segunda vez desde su llegada, les sirvieron comida y bebida en gran cantidad, y como ya habían degustado algunas muestras de la cocina yiwa, se dieron cuenta de que los componentes individuales del abundante banquete habían perdido el exotismo. Les llegaban directamente desde la cocina portátil de alta tecnología, en manos de una fila de jóvenes yiwa ataviados para la ocasión. Kyakhta y Bulgan estaban colocados como si fueran potentados de la realeza, y apenas podían creer su buena suerte. Gracias a la curación de Barriss y a la generosidad de los Jedi, habían subido mucho más alto de lo que cabría esperar en tan poco tiempo.
Había música. Era un tanto extraña, y la tocaba un cuarteto de yiwa sentados en el suelo. Dos de ellos tocaban instrumentos tradicionales hechos a mano, pero los otros dos, más jóvenes, habían optado por la electrónica de estilo libre. El resultado era un cruce entre lo sublime y los gritos de un porgrak al ser degollado. Luminara se sentía a la vez cautivada y maltratada por aquellos sonidos.
Pero aparte de la música no había entretenimiento alguno. Ella sabía que eso lo iban a ofrecer en breve los invitados del clan. Y si gozaba de la aceptación general, quizá tuvieran la suerte de obtener respuestas útiles a sus preguntas. Pero en caso contrario, tendrían que encontrar una fuente de información menos gratificante para conocer el paradero del clan.
Llegó un momento en el que casi todos habían terminado su comida, y el ritmo circular de la banda se fue apagando y perdiéndose en la noche. Mazong, sorbiendo un tubo fino como una aguja acabada en forma de bulbo, se giró hacia los visitantes con expectación.
—Bueno, amigos míos, ha llegado el momento de que demostréis que los Jedi no sólo tienen habilidades, sino esencia interior, no como los representantes carentes de alma del gran Senado.
—Si se me permite… —Kyakhta comenzó a decir algo, pero el jefe le hizo callar de un gesto categórico.
—No se te permite nada, vagabundo descastado. Los yiwa siguen dudando de ti —se volvió hacia los Jedi y sonrió—. No os preocupéis, no importa lo mal que lo hagáis que no os comeremos. No seguimos todas las tradiciones.
—Es bueno saberlo —murmuró Obi-Wan.
No le preocupaba si sus compañeros o él eran considerados aptos para el consumo. Le preocupaba la ausencia de información. Si los yiwa se negaban a ayudarles, podrían pasar semanas buscando a los borokii. Y en ese tiempo, los conspiradores y secesionistas de la Unidad no se iban a quedar de brazos cruzados.
También era importante tener en cuenta que no sólo debían agradar a sus anfitriones, sino procurar no ofender ninguna de sus estrechas tradiciones. Pero al no conocerlas en detalle, los Jedi sólo podían hacerla lo mejor que supieran, y permanecer atentos a cualquier señal indicativa de que estaban transgrediendo el límite.
—Yo primero.
Barriss se puso de pie de un salto. Se situó en el centro del círculo, que había sido cubierto con arena de cuarzo traída de la orilla del lago, y se giró hacia sus amigos. Los yiwa daban signos de agitación. ¿Qué iba a hacer la hembra de ojos planos, multi-dedos y sin cresta? Pero el que más curiosidad sentía era Anakin.
Luminara le hizo un gesto de ánimo a su pádawan. Barriss asintió y se llevó la mano al sable láser. Se lo quitó del cinturón. En ese momento, varios de los yiwa armados cogieron sus armas, pero al ver que los otros visitantes seguían tranquilos, Mazong les tranquilizó con un gesto.
En el frío aire de la noche, Barriss activó su sable láser. Lo sostuvo en lo alto, brillando perpendicularmente, con el suave zumbido elevándose por encima de los murmullos de los espectadores yiwa. No era un número muy dinámico, pensó Anakin, pero sí que era una imagen impresionante. Se preguntó si a sus anfitriones les bastaría con admirar una pose para satisfacer sus peticiones.
Y Barriss comenzó a moverse.
Al principio despacio. Iba de la derecha a la izquierda y volvía, y luego del Norte al Sur, marcando con sus huellas en la arena un dibujo que representaba los cuatro puntos cardinales. Los yiwa se dieron cuenta enseguida de lo que honraba con sus movimientos, y como pueblo nómada que eran, lo apreciaron en gran medida. La pádawan comenzó a acelerar sus movimientos, saltando cada vez más rápido de un lado a otro hasta que pareció que se balanceaba sobre un trampolín invisible. Y en todo momento mantuvo en lo alto el sable láser, con la hoja de luz atravesando la noche. La agilidad que demandaba la prueba era una demostración de su excelente condición física, que, pensó Anakin, iba más allá del entrenamiento Jedi básico.
Y entonces, justo cuando parecía que ya no podía ir más rápido, comenzó a girar el sable láser. Los espectadores contuvieron la respiración y se oyeron los primeros silbidos de admiración.
Para Anakin fue toda una revelación, ya que nunca había pensado en el sable láser convencional como otra cosa que no fuera un arma. Jamás se le había ocurrido que pudiera ser un objeto bello fuera de la pelea. Pero en las manos de Barriss pasaba de ser un arma letal, a un instrumento de esplendor fulgurante.
La pádawan giraba rápidamente saltando de un punto cardinal a otro, y el rayo de energía espectral engañaba a la vista creando un anillo sólido de luz sobre la cabeza de la joven. Comenzó a girarlo lateralmente, generando un disco llameante primero a la derecha, luego a la izquierda. Saltó de Norte a Sur, y flexionó las rodillas hasta llevárselas a la altura del pecho, y entonces pasó el sable láser por debajo de su cuerpo. La audiencia exclamaba, entre sorprendida y asustada. Repitió varias veces el peligroso movimiento. Anakin la observaba con la misma atención que un yiwa, sabiendo que si la chica se equivocaba con la altura o con el salto, podría cercenarse los pies de un corte limpio. Y si se equivocaba más, podía perder un brazo, una pierna… o la cabeza.
El riesgo mortal del baile añadía suspenso al ya de por sí impresionante número. Para concluir, Barriss saltó hacia Mazong, ejecutó un doble giro delantero con el sable y aterrizó sobre sus rodillas a un par de palmos de distancia del jefe. Hay que decir que éste ni siquiera parpadeó, lo cual era bastante meritorio, pero no quitó la vista ni por un momento del sable giratorio.
Tuvieron otra ración de folklor alwari, mientras el clan reunido demostraba, no sólo con silbidos y gritos su aprobación, sino también crujiéndose los nudillos de los largos dedos de forma masiva. En cuanto a Mazong, dialogaba en voz baja con sus consejeras.
Barriss desactivó el sable láser y se lo volvió a ajustar en el cinturón, regresando a su sitio entre jadeos. Luminara se acercó a su pádawan.
—Una buena exhibición, Barriss. Pero ese último movimiento ha sido realmente temerario. No me gustaría tener que volver a Cuipernam contigo hecha pedazos.
—Ya lo he practicado antes, Maestra —la pádawan estaba bastante satisfecha—. Sé que es peligroso, pero tenemos que causar una fuerte impresión en esta gente para que nos ayude.
—Amputarte una extremidad hubiera sido francamente impresionante, desde luego —al ver la expresión de la chica tomarse algo triste, Luminara le pasó un brazo por los hombros para animarla—. No me quiero pasar de crítica. Lo has hecho muy bien. Estoy orgullosa de ti.
—Y yo —dijo Obi-Wan, mirando a su derecha, al pensativo joven sentado a su lado—. Te toca, Anakin.
La voz sacó a Anakin de sus pensamientos.
— ¿Yo? Pero, Maestro Obi-Wan, yo no puedo hacer nada parecido. No me han entrenado para ello. Soy un guerrero, no un artista. No puedo hacer nada ni remotamente parecido a lo que ha hecho Barriss.
—No tiene que parecerse —Obi-Wan se mostró paciente—. Pero el jefe nos ha dejado muy claro que quería pruebas de la existencia de nuestras almas. Yeso también va por ti, Anakin.
El joven se mordió el labio.
— ¿Y no le bastaría mi juramento solemne de que la tengo, no?
—Creo que no —le dijo Obi-Wan cortante—. Levántate, Anakin, y enseña el alma. Sé que la tienes. La Fuerza fluye abundante. Deja que ella te ayude.
Anakin estiró las piernas y se levantó reacio. Consciente de todas las miradas, humanas y ansionianas, que se cernían sobre él, se dirigió lentamente al centro del claro enarenado. ¿Pero qué podía hacer para convencer a aquella gente de su naturaleza interior, para demostrarles que era un ser tan lleno de sentimientos como su compañera? Tenía que hacer algo. Su Maestro había insistido en ello.
No quería estar allí, en medio de aquel círculo de luz perdido en ninguna parte, en un mundo desconocido. Quería estar en Coruscant, o en casa, o…
Un recuerdo se impuso al resto, y un cabo quedó suelto. Era algo de su infancia. Tenía la virtud de la sencillez: era una canción. Lenta, triste y nostálgica, pero llena de emotividad para el que la estaba oyendo. Su madre se la cantaba a menudo, cuando faltaba el dinero y los vientos del desierto aullaban tras la puerta de su modesto hogar. Ella apreciaría la letra de la canción, que él había intentado cantarle en muchas ocasiones. Pero no tenía esa posibilidad desde hacía muchos años, desde que la abandonó a ella y a su mundo natal.
Entonces él imaginó que ella estaba allí, de pie frente a él, con aquella sonrisa cariñosa y tranquilizadora. Pero como ella no estaba allí para recordarle la letra, para ayudarle a cantar la canción, tuvo que fiarse de sus recuerdos.
Mientras imaginaba a su madre de pie frente a él, todo lo demás desapareció. El expectante Mazong, los inquietos yiwa, sus compañeros, incluso el Maestro Obi-Wan. Ellos dos solos. Ellos dos, turnándose en las estrofas, cantándose el uno al otro como cuando era pequeño. Su seguridad y su fuerza iban en aumento mientras cantaba, alzando la voz sobre la constante brisa que se colaba por el campamento.