Read La llegada de la tormenta Online

Authors: Alan Dean Foster

La llegada de la tormenta (18 page)

BOOK: La llegada de la tormenta
6.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
9

L
a sencilla y elevada melodía de su niñez seguía desarrollándose ante la atenta asamblea, acallando a los niños y haciendo que los sadain y los suubatar dirigieran las orejas hacia el centro del campamento. Flotaba libremente cruzando el lago y los juncos, para acabar perdiéndose en la oscuridad de la inmensa noche. Ninguno de los yiwa, que escuchaban con suma atención, entendió ni una palabra, pero la fuerza de la voz del joven humano y el ardor con el que cantaba bastaron para comunicar su soledad. Pero hasta esto era innecesario. La canción del humano era muy diferente de sus agudas armonías, pero como casi todos los tipos de música no necesitaba un idioma para romper las barreras entre las especies.

Le costó un poco a Anakin darse cuenta de que había terminado.

Parpadeó y miró a su variado público. Entonces comenzaron los silbidos, los crujidos de nudillos coordinados. Tendría que haberse alegrado, pero en lugar de eso, corrió a sentarse de nuevo al lado de su Maestro, con la cabeza gacha y completamente rojo, intentando sin éxito ocultar lo incómodo que se sentía. Alguien le dio unas palmaditas en la espalda. Era Bulgan, jorobado y contrahecho, y con la cara iluminada de emoción.

— ¡Qué bien ha sonado, Maestro Anakin, qué bien! —se puso una mano en la abertura auditiva—. Habéis complacido a todos los alwari.

— ¿Ha estado bien? —le preguntó a su Maestro con tono inseguro.

Para su sorpresa, la expresión de Obi-Wan era de una aprobación sin precedentes.

—Justo cuando creo que ya te conozco, es cuando me vienes con otra sorpresa, Anakin. No tenía ni idea de que pudieras cantar así.

—Ni yo, la verdad —dijo con timidez el pádawan—. Encontré algo de inspiración en un viejo recuerdo.

—A veces, ésa es la mejor fuente de inspiración —comenzó a levantarse. Era su tumo—. Hay otra cosa interesante de la que quizá no te hayas dado cuenta. Tu voz es más grave cuando cantas.

—Sí me he fijado, Maestro —Anakin sonrió encogiéndose de hombros—. Creo que sigue cambiando.

Observó a su Maestro avanzando con confianza al centro del círculo. ¡Qué haría Obi-Wan para revelar a los yiwa su yo interior? Anakin tenía tanta curiosidad como cualquiera. Jamás había visto a Obi-Wan cantar, bailar, pintar o esculpir. Lo cierto es que Obi-Wan Kenobi, Caballero Jedi, era alguien demasiado rígido. Lo que no limitaba en absoluto su capacidad para guiar, pensó Anakin.

Obi-Wan repasó un momento su conocimiento del dialecto local, para asegurarse de que lo controlaba. Luego juntó las manos, se aclaró la garganta y comenzó a hablar. Eso era todo. Nada de saltos acrobáticos al estilo saltimbanqui de Barriss, nada de declamaciones emotivas a pleno pulmón como Anakin. Sólo habló.

Pero era música.

Al igual que la exhibición gimnástica de Barriss con el sable láser, aquello era otra novedad para Anakin. Al principio, tanto él como muchos yiwa se quedaron un tanto desencantados, ya que esperaban algo más espectacular, más grandioso. Si todo lo que iba a hacer el Jedi era hablar, podían irse a hacer otra cosa. Y algunos hasta se levantaron para marcharse. Pero Obi-Wan seguía declamando, y su voz se alzaba y descendía con un tono suave que era hipnotizante, firme, y aquellos que se habían levantado volvieron para sentarse y escuchar, como si la voz fuera tan adictiva como la droga más potente.

Obi-Wan tejió una historia que, como todas las grandes historias, comenzaba de forma sencilla. Incluso era un tanto aburrida. Pero los detalles comenzaron a surgir, y las verdades profundas se hicieron evidentes a través de la aventura, y ya ninguno era capaz de levantarse. Por mucho que lo intentaran, los yiwa, jóvenes y ancianos, permanecían absortos con la historia del Jedi.

Había un héroe, por supuesto. Y una heroína. Y cuando están presentes esos dos elementos, siempre hay una historia de amor verdadero. Pero había en juego cosas más importantes que su amor. El destino de millones de seres pendía de la balanza, y sus vidas y las de sus hijos dependían de tomar la decisión correcta, y de luchar por la verdad y la justicia. Había sacrificio y guerra, traiciones y revelaciones, codicia y venganza, y, al final, cuando el destino de los amantes pendía como una pequeña pesa de un fino hilo, redención. Después de eso, el humilde narrador no pudo ver, no pudo distinguir, nada que le diera muestras de insatisfacción por parte de su audiencia.

Con una sonrisa, Obi-Wan le preguntó al público si de verdad querían saber el final. El coro de la concurrencia se lo pidió tan vehementemente que despertó a la mitad del ganado. Anakin se dio cuenta de que hasta Mazong estaba metido en la historia y exigía un final.

Obi-Wan alzó las manos pidiendo silencio y lo obtuvo de inmediato.

Un silencio tan profundo que hasta se podía oír a los pequeños rascadores peludos al otro lado del lago frotando sus vientres contra las rocas. En voz muy baja, concluyó la historia, sin alzar el tono en ningún momento, pero soltando las palabras cada vez más rápido, hasta que el público, que se adelantaba cada vez más para oír bien y no perderse nada, amenazó con aplastarse contra el círculo de arena.

Cuando contó el final sorpresa, hubo gritos de alegría y risas, y a continuación todos comentaban la historia. Obi-Wan volvió a su sitio y tomó asiento. Los yiwa estaban tan absorbidos por la historia que se olvidaron de silbar o de crujirse los nudillos, pero daba igual. No había necesidad de aplausos, la historia de Obi-Wan había pasado de la simple aprobación al reino de la aceptación completa.

—Le ha encantado a todos, Maestro —Anakin no encontraba palabras—. Yo me incluyo.

Obi-Wan jugueteaba con la arena y se encogió de hombros de forma desconcertante.

—Es el poder de la narración, mi joven pádawan.

Anakin reflexionó sobre la frase, estaba aprendiendo a hacerlo con todo lo que decía Obi-Wan.

—Habéis mantenido a todos en completa expectación. Yo creo que expectante lo define mejor. No me esperaba el final feliz. ¿Todas vuestras historias tienen finales felices?

Obi-Wan cogió un puñado de arena, la apartó a un lado, y luego levantó la mirada para clavársela a su aprendiz, que se sobresaltó.

—Eso lo sabremos con el tiempo, Anakin Skywalker. En el arte de narrar no hay nada predeterminado, no se da nada por sentado, lo sorprendente se convierte en frecuente, y uno aprende a esperar lo inesperado. Pero lo normal es que, si se juntan personas razonables y de buena voluntad, el final feliz esté asegurado.

El pádawan frunció el ceño.

—Yo hablaba de los cuentos, Maestro, no de la realidad.

—Lo uno no es más que un reflejo de lo otro, y a veces es difícil distinguir el original de la imagen del espejo. Pero las historias tienen en ocasiones mucho más que enseñar que los hechos—Obi-Wan sonrió—. Es como hacer un pastel. Es crucial elegir bien los ingredientes antes de meterlo en el horno —antes de que Anakin pudiera intervenir, el Jedi volvió a centrar su atención en la fiesta—. Ya hablaremos de esto después si quieres. Ahora debemos mostrar nuestra cortesía a la Maestra Luminara prestándole la misma atención que los yiwa.

Anakin no estaba satisfecho, pero se mostró comprensivo. La Maestra Luminara ya se encontraba en el centro del escenario. Tampoco es que fuera un escenario de verdad, pensó él. La iluminación era escasa, el suelo inestable y decir que era "poco sofisticado" sería mucho decir, pero ella parecía sentirse como en el mejor teatro de Coruscant. Había mencionado varias veces el frío que sentía debido al cortante aire de las praderas, así que no era de extrañar que llevara sus largas vestiduras. Los yiwa, asombrados con las acrobacias de Barriss, emocionados con la canción de Anakin y absorbidos por el relato de Obi-Wan, esperaban con expectación el número de la última de los visitantes.

Luminara cerró los ojos largo rato. Luego los abrió y se arrodilló.

Cogió un puñado de arena. Se alzó y dejó que resbalara entre sus dedos. Los granos caían arrastrados por el viento formando un arco al caer de la mano de la mujer. Cuando vació el puño, se limpió las palmas de las manos para quitarse todos los granos.

Entre los yiwa hubo agitación. Hasta el niño más pequeño del clan era consciente del honor de aquel gesto para sus tierras. El reconocimiento tenía su mérito, pero tampoco era muy espectacular. Tenía que haber algo más. Y ahí estaba. Luminara se arrodilló de nuevo y volvió a llenarse la mano de arena, dejando que se le escapara entre los dedos. De la multitud surgieron murmullos de desaprobación. Barriss estaba preocupada, y notó que Anakin se encontraba igual de confuso y desconcertado que ella. Obi-Wan parecía tranquilo, pero eso no quería decir nada. Siempre parecía el mismo.

Pero se vio a sí misma inclinándose hacia adelante para ver mejor.

Había algo raro, algo distinto, en la pequeña columna de arena que se derramaba entre los dedos de su Maestra. Le costó un poco darse cuenta de lo que era. Cuando lo hizo, y aun siendo consciente de las capacidades de su Maestra, se quedó boquiabierta.

La arena caía en dirección opuesta al viento.

Se trataba de arena de playa común y corriente, cogida de la orilla del lago, pero en los delicados, y fuertes dedos de la Jedi, se convirtió en algo mágico. La luz de los faroles se reflejaba en la cascada de granos, convirtiendo la mica en espejo pulido y el cuarzo en piedras preciosas. Cuando la última partícula cayó de la mano de Luminara, la arena cambió de dirección. Un ¡ajá! de admiración se oyó entre el público. La arena caía hacia arriba.

Como si fuera un cable de metal, la columna de arena comenzó a girar alrededor de la Jedi, encerrándola en una espiral cerrada y ascendente. Otra columna comenzó a elevarse del suelo para rodear a la mujer, como si fuera una serpiente saliendo del huevo ya de adulta. Las resplandecientes espirales rotaban cada una en una dirección, deshaciéndose en hilos cada vez más finos, hasta que Luminara estuvo rodeada de una multitud de finísimas líneas de granos brillantes. Era como si se la hubieran tragado treinta columnas de diamantes bailarines, finas como una aguja.

La Jedi comenzó entonces a dar vueltas. Primero lentamente, guardando el equilibrio sobre un pie y empujándose con el otro. Los finos hilos de arena respondían a su movimiento, y la mitad giraba con ella y la otra mitad en la dirección opuesta. Todo se desarrollaba en el más absoluto silencio, pero a Barriss le pareció estar oyendo música.

Luminara empezó entonces a acelerar el ritmo, como desafiando a la arena giratoria. La fuerza centrífuga hizo que los bajos de sus vestiduras comenzaran a elevarse y los anillos de arena se apartaban para dejarles paso.

La concurrencia contuvo la respiración. Luminara, entre un baile de vestiduras y arena, comenzó a despegarse del suelo. Seguía girando, pero sus pies se elevaron hasta que estuvo a un palmo del suelo. En ese momento de inclinó hacia adelante y comenzó a rotar al mismo tiempo que giraba, manteniéndose en el aire. Era la demostración de control sobre la Fuerza más impresionante que Barriss había visto jamás.

Las espirales de arena seguían los movimientos de Luminara rotando con ella, hasta que formaron un globo casi sólido de luz, y las cegadoras partículas casi ocultaban su cuerpo. Entonces se produjo un sonido suave, como si una nube soltara el aire, y Luminara aterrizó con las manos estiradas y las piernas abiertas. La cortina esférica de arena cayó al suelo a su alrededor. Bajó los brazos e inclinó la cabeza a modo de saludo antes de volver a reunirse con sus amigos.

—Bueno, estoy impresionado. ¿Cómo te sientes?

—Mareada.

Sonrió levemente, pero apenas dio más síntomas de lo que sentía por dentro.

—Por favor, Maestra, decidme el secreto del truco giratorio. Barriss estaba ansiosa por saberlo.

Luminara se giró un poco para mirar a su pádawan y le dijo despacio:

—El truco, querida, es no vomitar. Al menos hasta que te hayas alejado lo suficiente del escenario.

No hubo aplausos. Ni silbidos, ni crujido de nudillos para celebrarlo.

Los yiwa se levantaron solos o en pareja y se fueron dispersando hacia sus endebles chozas y hogueras ceremoniales. Unos cuantos guardias armados volvieron a su puesto, a hacer la vigilancia nocturna para prevenir el ataque de los shanh y otros depredadores que pudieran amenazar al rebaño. Antes de lo esperado, los visitantes se quedaron solos con Mazong y sus consejeras.

—El clan ha presenciado muchos espectáculos por parte de gran cantidad de invitados —comenzó a decir el jefe yiwa—, pero ni los más viejos recuerdan uno tan rico, tan sorprendente y tan extraordinario.

—Ya, pero yo no he podido hacer mi número de malabares —murmuró Bulgan decepcionado. Kyakhta le dio un codazo en las costillas.

Mazong ignoró al alwari e hizo como si no le hubiera oído.

—Habéis cumplido de sobra vuestra parte del trato —clavó los ojos en Luminara—. Daría lo que fuera por saber cómo hicisteis eso.

—Y yo —intervino Anakin—. Sería muy útil en el combate. Luminara comenzó a explicar a sus anfitriones lo que era la Fuerza, el uso que los Jedi hacían de ella y la naturaleza de su esencia, oscura y benigna a la vez. Cuando terminó, Mazong y sus consejeras asintieron con solemnidad.

—Viajáis con mercancías peligrosas —dijo en tono sombrío.

—Como todo lo bueno, tiene su riesgo —dijo ella—. Como esta propuesta de acuerdo entre la Unidad de Comunidades y los clanes alwari. Pero si se le otorga el respeto que se merece, la Fuerza acaba estando al servicio del bien. Y lo mismo puede decirse del tratado que estamos intentando consolidar.

Mazong dialogó con sus consejeras. Las dos ancianas parecían muy animadas, pensó Barriss. Cuando terminaron, el jefe se volvió hacia sus invitados, y ella se abrigó con sus ropajes. Aunque los vientos de Ansion tendían a disminuir al cabo del día, no siempre —cesaban por completo, y tenía frío.

—Estamos de acuerdo —señaló magnánimamente a Bulgan y a Kyakhta—. Daremos las indicaciones necesarias a los guías para que encontréis a los borokii cuanto antes. Aunque sean unos descastados, el hecho de que les hayáis elegido les honra.

— ¿Cuánto tardaremos en encontrarles? —preguntó Obi-Wan.

—Son impredecibles —Mazong se levantó y sus invitados le siguieron—. Los borokii también son alwari. Quizá hayan acampado como los yiwa, pero si siguen en movimiento tendréis que seguirles el rastro. Nosotros sólo podemos encaminaros hacia su último asentamiento conocido —les dirigió una sonrisa tranquilizadora—. No desesperéis. Con nuestras indicaciones les encontraréis antes, que por vuestra cuenta.

BOOK: La llegada de la tormenta
6.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bulletproof by Melissa Pearl
Voices of the Dead by Peter Leonard
El asesino de Gor by John Norman
Consumption by Heather Herrman
Unfinished Business by Heather Atkinson
Dead Men Don't Eat Cookies by Virginia Lowell
Designer Desires by Kasey Martin
Bitten By Mistake by Annabelle Jacobs