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Authors: Alan Dean Foster

La llegada de la tormenta (8 page)

BOOK: La llegada de la tormenta
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- Sin duda es un plan audaz, bossban. Pero plantea riesgos.

— ¿Qué riesgos? —se desplomó hacia un lado y hundió una mano en un recipiente lleno de un líquido espeso y pescó algo cuya visión hizo palidecer a Ogomoor. El hutt echó la cabeza hacia atrás, echándose en la enorme boca cavernosa los ruidosos contenidos de su mano, y se los tragó chupándose los labios en señal de deleite. Los riesgos serán para esos dos cretinos. Si fallan, seguro que los Jedi les asesinan.

— ¿Y si no lo hacen y sólo les hieren y les capturan? Con lo indefensos que están, seguro que les dirán a los Jedi quién les contrató para la misión.

La barrigota de Soergg se balanceó con su risa.

—Una vez que comience la operación, tienen órdenes de presentarme informes a intervalos determinados mediante un intercomunicador de circuito cerrado. Hace dos noches, mientras dormían el sueño de los simples, uno de mis médicos les instaló un pequeño dispositivo a cada uno en el cuello. Si dejan de emitir informes —pulsó la palma de su mano grasienta con el dedo —activaré los dispositivos de forma remota. Antes de que puedan facilitar información incriminatoria, las cargas explosivas compactas de su cuello separarán sus cabezas de los hombros. De una forma un poco escandalosa, me temo.

— ¿Y entonces qué, oh, Grandiosidad? —Ogomoor tenía mucha curiosidad.

Soergg se encogió de hombros, con sus arrugas carnosas bajando en ondas por toda su anchura fláccida.

—Los imbéciles descastados son baratos, incluso en Cuipernam. Si estos dos fallan, lo intentaremos con otros dos.

***

Kyakhta se embozó aún más en sus ligeras ropas impermeables para ocultarse la cara. Eran vestimentas del clan pangay ous, pero ése no era su clan. Bulgan y él eran de los tasbir de Hatagai Sur. Pero estaba bien aquello de volver a llevar uniforme de clan, aunque no fuera el suyo, aunque no se lo hubieran ganado.

Los ropajes eran necesarios para poder mezclarse con la multitud entre las calles de la bulliciosa zona del mercado. Recordó el pequeño dispositivo que les habían colocado en el cinturón y lo pulsó brevemente, siguiendo las instrucciones del maestro hutt. Soergg había insistido mucho en que le llamaran de forma regular. Después de todo, les había contado lo de los explosivos implantados en su cuello, y si no enviaban el informe cada cierto tiempo, no vivirían lo suficiente como para reclamar su salario. A Kyakhta y a Bulgan les llegó al alma que el hutt se preocupara tanto por su bienestar.

Había mercados más grandes en Ansion que el de Cuipernam. En aquella época de comercio intergaláctico moderno, la mayoría de las transacciones consistían únicamente en el intercambio de números y símbolos. Pero había muchos planetas en los que el mercado tradicional seguía teniendo un significado especial para los corazones de sus habitantes. El comercio electrónico podía ser más eficaz, y permitía el intercambio de un mayor volumen de bienes y mucha más variedad, pero no era divertido. Las delicias de hacer negocios cara a cara seguían siendo uno de los pequeños placeres de una civilización —galáctica cada vez más automatizada.

Y además, ¿para qué quería un vendedor de fruta marthana los gastos y complicaciones que implicaba un nexo de transacción electrónica? ¿Y cuántos visitantes y viajeros y gawker llevarían consigo un intercambiador de datos portátil a un pequeño barrio de ciudad? Por no mencionar que el mercadeo cara a cara permitía evadir una gran cantidad de impuestos. Entre los habitantes de Ansion a favor de la secesión había muchos comerciantes notables. Y no era tanto por los impuestos por lo que se habían distanciado de la República, sino por la interminable y prolífica lista de normas y regulaciones. A pesar de que esta preocupación era común en la República y que había sido comunicada al Senado por representantes de la ciudadanía, como en muchas otros aspectos, seguía siendo un tema pendiente. Aislado y protegido en la lejana Coruscant, el gobierno de la galaxia cada vez se alejaba más de las necesidades y aspiraciones del pueblo al que decía representar.

Kyakhta y Bulgan se movían con facilidad entre la multitud, pero Kyakhta tenía que vigilar de cerca a su compañero cuando pasaban cerca de un puesto o de una tienda. Con lo inocente que era, el pobre Bulgan tenía una desconcertante tendencia a coger todo tipo de cosas sin darse cuenta de que había que pagarlas. Pero hoy no tenían tiempo para eso. ¡Tenían una misión importante! No tan importante como cuidar del ganado, asistir a las carreras o a una celebración con el clan, quizá, pero para dos descastados como ellos, era lo suficientemente importante.

— ¡Ahí están! —susurró de repente, y Bulgan chocó con él, intentando ver algo con el ojo bueno y estirándose todo lo que podía. Olisqueó el ambiente.

—No tienen guardias —afirmó observador. Bulgan era simple, pero no tan estúpido como podría parecer por su apariencia y su actitud.

Kyakhta trató de contenerse.

—Pues claro que no tienen guardias, idiota, ¿cómo van a tenerlos si ellos son los guardias de otros?

Bulgan miró alrededor frunciendo el ceño. — ¿De qué otros?

Kyakhta no contestó y, ocultando su rostro todo lo que podía, se fijó en que los visitantes no llevaban guía local. Para llevar a cabo su discreta misión era mejor no llevar mucho acompañamiento. No querían atraer a una multitud. Eso era bueno para la misión de Bulgan y Kyakhta, cuantas menos complicaciones y testigos, mejor. La parte superior de su brazo derecho latía sobre la prótesis, como siempre que se ponía nervioso.

— ¿A cuál cogemos? —Bulgan tenía que mover la cabeza de un lado a otro para ver la corriente de paseantes, que no eran mucho más altos que él en posición erguida.

—No sé. Es fácil distinguir a los pádawan de los Jedi, porque éstos son mucho mayores, pero no recuerdo si hay diferencia de fuerza entre los sexos.

No se molestó en preguntarle a Bulgan si lo sabía, teniendo en cuenta que a duras penas sabía el día que era y, en ocasiones, cómo se llamaba. Y para qué quería un pádawan de Jedi el hutt Soergg, se preguntó.

Bueno, no era asunto suyo. Bulgan y él sólo tenían que cumplir su misión. Además, dolía pensar en más de una cosa al mismo tiempo.

—Vamos a seguirles —sugirió el jorobado. Era una propuesta tan oportuna y sensata que Kyakhta no pudo entender cómo lo había hecho.

El grupo Jedi actuaba como cualquier grupo de viajeros, paseaba por el mercado, parándose a contemplar las vistas o a deleitarse con sabrosas degustaciones de la cocina local. A veces, uno o dos de ellos se paraban para admirar alguna pieza de artesanía o trabajo manual, un brazalete finamente tallado o una brillante planta cantarina de las regiones ecuatoriales. Kyakhta se fijó en que no compraban nada. ¿Qué sentido tenía para un Jedi las posesiones personales teniendo en cuenta que el Consejo les tenía siempre de acá para allá? Pero su estilo de vida itinerante no les impedía mirar ni apreciar.

Uno de los pádawan se paró frente a una tienda con esculturas de madera de sanwi de la Llanura Niruu. Los alwari niruu eran conocidos por su trabajo de la madera. Kyakhta se dio cuenta de que era la hembra. El modesto escaparate de la tienda era uno de los muchos que daban al mercado central y, por tanto, tenía un carácter más permanente que los puestos y carros temporales que poblaban la plaza.

Entra, se oyó a sí mismo pensando en la concentrada pádawan. Venga, entra, vamos. Mira cuántas cosas bonitas. A su lado, Bulgan estaba callado, percibiendo que el momento estaba cerca. Entre tanta espera y vigilancia, Kyakhta recordó pulsar el aparato que llevaba a la cintura.

Tras intercambiar unas palabras con su joven compañero, la pádawan entró por fin. Él se adelantó siguiendo a los Jedi, que se hallaban enzarzados en una animada conversación. Parecían no haberse dado cuenta de la momentánea parada de la joven aprendiz.

— ¡Ahora, corre!

Intentando no correr para llamar la atención, Kyakhta comenzó a caminar lo más rápido que podía.

Los Vientos de Whorh estaban con ellos. No había nadie más en la tienda. Sólo la propietaria, una vieja ciudadana que parecía tan bien conservada como sus antigüedades. Ni un solo cliente. Se ocultaron aún más la cara entre los ropajes y hicieron como si estuvieran observando un asiento nazay ritual de respaldo alto de Delgerhan. La pádawan era delgada y no parecía estar especialmente musculada. Pero Kyakhta sabía que los Jedi no dependían de la fuerza física para protegerse.

Le hizo un gesto a Bulgan, que se quedó esperando, mientras seleccionaba su localizador magnético bajo la ropa. Cuando Bulgan estuvo preparado, Kyakhta se acercó al mostrador. La propietaria se deslizó hasta él con una sonrisa paciente. Con un último vistazo en dirección al mercado pudo ver que la entrada permanecía desierta. Ni rastro de otros visitantes al otro lado del escaparate.

—Bienvenido a mi modesto establecimiento, señor —miró sus ropas y añadió—. Veo que sois de pangay ous. Estáis muy lejos de vuestra pradera, señor —su voz tenía un toque de sospecha—. Pero no tenéis el aspecto normal de los de las Bandas del Norte. No veo el tatuaje identificativo en vuestra frente, y vuestra cresta es...

—Pero mi olor corporal es de pangay ous —declaró interrumpiéndola—. ¿Lo veis?

Sacó el atomizador compacto de sus vestiduras y se lo aplicó a la anciana directamente en los ojos antes de que pudiera decir nada. Inhaló. Sus ojos se pusieron en blanco, y se desplomó, dándose con la barbilla en el mostrador al caer. El aerosol funcionó tan rápido que no tuvo tiempo ni de sorprenderse.

— ¡Aja! —exclamó alejándose del mostrador—. ¡La pobre mujer ha desmayado! ¡Han debido ser sus corazones!

—Perdón, déjeme mirar —alertada por una posible emergencia —deseando ayudar, Barriss se abrió paso—. No estoy familiarizada con la fisiología ansioniana, pero hay ciertas constantes respiratorias y circulatorias en los bípedos que...

Kyakhta se hizo a un lado sin escuchar la jerga médica que por otra parte no habría entendido. Bulgan ya estaba en marcha. Otro rápido vistazo al exterior reveló que los Jedi seguían sin aparecer. La pádawan se inclinó tras el mostrador junto a la propietaria.

—Sus constantes vitales parecen buenas —parecía sorprendida—. No creo que sea serio. Sólo un desmayo pasajero —comenzó a levantarse—. Un poco de agua fría en la cara, creo yo. Me pregunto qué le habrá hecho desmayarse así, tan rápida y silenciosamente.

—Quizá haya sido esto.

Kyakhta le aplicó el aerosol en toda la cara. Teniendo en cuenta que tenía dos agujeros en la nariz en lugar de lo normal, absorbió el doble que la ansioniana. Parpadeó, pero sus ojos no se pusieron en blanco, e hizo amago de coger el sable láser que tenía en la cintura. Kyakhta se asustó y le aplicó el aerosol otra vez, y otra vez más hasta que por fin se derrumbó. Como prueba de su entrenamiento, había absorbido el vapor suficiente como para acabar con un escuadrón entero de guerreros a caballo.

— ¡Corre, corre!

Repartiendo su atención entre la entrada y la inconsciente pádawan, intentaba junto a Bulgan meter a la humana en el saco irrompible que habían traído consigo. Por fin alzaron la empaquetada carga, que era sorprendentemente pesada, y se apresuraron hacia la salida trasera de la tienda. Lo normal en ese tipo de establecimientos era que tuvieran una entrada secundaria en la parte de atrás. Uldas estaba de su parte: la sucia callejuela de servicio estaba desierta. Kyakhta recordó pulsar de nuevo el dispositivo de señales, y se encaminaron a la calle Jaarul, donde se encontraba esperándoles el seguro y blindado apartamento. Estaba tremendamente excitado. ¡Lo habían conseguido!

Ahora todo lo que tenían que hacer era guardar a la cautiva, mantenerla sana y salva y esperar instrucciones de Soergg. Comparado con el secuestro que acababan de realizar, eso le parecía una tontería.

Nadie se preguntó por el contenido del saco protuberante que arrastraban los dos alwari por callejones y calles secundarias. Los negocios eran los negocios y los negocios de un nómada son asunto suyo.

***

Luminara dejó un precioso espejo pulido que había sido recortado de una superficie mineral reflectante y miró a su alrededor frunciendo el ceño. Algo no iba bien. Le llevó un momento averiguarlo, con los ojos normales y con los de su interior. Llevaba un rato sin ver a Barriss.

¿Dónde estaba su pádawan? No era normal que se perdiera. Un pádawan libre tenía autonomía, pero no tenía acceso a conocimientos profundos. Kenobi se dio cuenta de su preocupación y se puso a su lado.

— ¿Qué ocurre, Luminara?

— No veo a Barriss, Obi-Wan. Siempre está ahí, pendiente de mis palabras o las de los que están conmigo en ese momento.

El Jedi sonrió con seguridad.

—Entonces no es sorprendente que esté por ahí. Ambos hemos estado muy callados durante un rato.

—La última vez que la vi —intervino Anakin —estaba mirando artesanía en una tienda.

No cogió su arma, pero su instinto protector natural se puso alerta. Los ojos azul oscuro de Luminara se clavaron en los suyos. — ¿Qué tienda? —preguntó.

—No os preocupéis, Maestra —le dijo Anakin—. He estado observando la entrada y no ha salido todavía.

—No ha salido por la entrada, quieres decir. Seguro que no es nada, y a ella no le gusta que actúe como una madre en lugar de como una Maestra, pero Barriss no suele tardar tanto. No es su estilo demorarse —sus ojos volvieron a punzar los del pádawan—. ¿Qué tienda? —preguntó.

Anakin se dio cuenta de lo urgente de la situación y, dejando a un lado cualquier comentario impertinente, elevó una mano y señaló.

—Aquélla, ésa de ahí.

Siguió de cerca a los dos Jedi a medida que se acercaban al establecimiento.

La puerta estaba abierta de par en par, lo cual no era sorprendente.

Nadie les dio la bienvenida.

— ¿Barriss? —la ansiedad de Luminara crecía mientras iba de un lado para otro buscando entre las grandes habitaciones de madera del fondo. Un grito cambió su búsqueda.

— ¡Luminara! —era Obi-Wan, lo cual era muy alarmante, dado que él no era propenso a elevar la voz—. ¡Por aquí!

Estaba en el suelo, y tenía la cabeza de una ansioniana de edad avanzada apoyada en su pierna derecha. Anakin observaba la escena, y su expresión normal de arrogancia había sido sustituida por un gesto de sorpresa. —Agua —pidió Obi-Wan de inmediato.

Anakin buscó en la parte de atrás de la tienda y encontró un refrigerador medio lleno de pequeños envases poliméricos. Cogió uno llenó de agua fría y se lo llevó a su Maestro, que roció con cuidado la cara de la ansioniana. Sus grandes ojos, del color del vino blanco, parpadearon.

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