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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (2 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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Entonces dio comienzo en Zemoch un período dominado por el terror, en el que se extirparon sin contemplaciones todos los cultos rivales. Los sacrificios de recién nacidos y vírgenes se contaban por miles, y los elenios y estirios por igual se convirtieron en devotos de Azash bajo la amenaza de las armas. Otha y sus partidarios tardaron aproximadamente un siglo en erradicar totalmente todo resto de decencia en sus esclavizados súbditos. El ansia de sangre y la crueldad desenfrenada se convirtieron en algo frecuente y los ritos representados ante los altares y santuarios erigidos a Azash se tornaron cada vez más degenerados y obscenos.

En el siglo veinticinco, Otha consideró que todo estaba dispuesto para emprender la consecución de la meta de su perverso dios, y concentró sus ejércitos humanos y sus infernales aliados en las fronteras occidentales de Zemoch. Tras una breve pausa, en la que Azash y él hicieron acopio de fuerzas, Otha atacó, enviando sus fuerzas a las llanuras de Kelosia, Lamorkand y Cammoria. Es imposible describir fielmente el horror provocado por dicha invasión. La simple atrocidad no bastaba para saciar los salvajes instintos de la horda zemoquiana, y la desmesurada crueldad de los inhumanos que acompañaban a las huestes invasoras es en exceso repulsiva para dar pie a mención. Se irguieron montañas de cabezas humanas, los cautivos fueron asados vivos y después devorados, y los caminos y vías públicas estaban flanqueados por hileras de cruces, horcas y estacas con personas ensartadas. Los cielos se ennegrecieron con las bandadas de buitres y cuervos, y el aire apestaba a causa del hedor de la carne quemada y putrefacta.

Los ejércitos de Otha avanzaban confiados hacia el campo de batalla, plenamente convencidos de que sus demoníacos aliados neutralizarían fácilmente toda resistencia, pero en sus cálculos no habían contado con el poder de los caballeros de la Iglesia. La gran batalla se libró en los llanos de Lamorkand, al sur del lago Randera. Aun cuando los choques puramente físicos fueron titánicos, la contienda supranatural adquirió dimensiones aún más fantásticas. Toda forma concebible de espíritu participó en el combate. Olas de completa oscuridad y capas de luz multicolor barrieron el campo; del cielo llovieron fuego y relámpagos; batallones enteros fueron engullidos por la tierra o reducidos a cenizas por súbitas llamaradas; el escalofriante estrépito de los truenos llenaba el aire de uno a otro horizonte, y el propio suelo se resquebrajaba a causa de terremotos y erupciones de ardiente roca líquida que discurría por las laderas para abrasar a las legiones que avanzaban.

Durante días los ejércitos estuvieron enzarzados en la terrible batalla sobre el sangriento campo hasta que, paulatinamente, los zemoquianos fueron obligados a batirse en retirada. Los horrores que Otha puso en juego en la contienda fueron igualados uno a uno por el poder concertado de los caballeros de la Iglesia y, por primera vez, los zemoquianos probaron el sabor de la derrota. Su lenta y desganada retirada inicial se convirtió pronto en rápida desbandada cuando la desmoralizada horda se disgregó y se dio a la fuga en busca de la dudosa seguridad de la frontera.

La victoria de los elenios, aunque completa, no se saldó sin un terrible coste. Más de la mitad de los caballeros de las órdenes militantes yacían muertos en el campo de batalla, y los ejércitos de los reyes elenios contaban las bajas por miles. El triunfo era suyo, pero estaban demasiado extenuados y eran demasiado pocos para salir en persecución de los zemoquianos.

El inflado Otha, cuyos miembros ya no eran capaces de resistir su peso, fue llevado en litera a través del laberinto de Zemoch hasta el templo, para enfrentarse a la ira de Azash. Allí se humilló ante el ídolo de su dios, gimoteando y suplicando clemencia.

Y al cabo de mucho Azash habló.

—Una última vez, Otha —dijo el dios con voz horriblemente tranquila—. Solamente una vez me aplacaré. Deseo poseer el Bhelliom, y tú me lo conseguirás y vendrás a entregármelo aquí, puesto que, si no lo haces, mi generosidad para contigo desaparecerá. Si los presentes no te animan a doblegarte a mi voluntad, tal vez el tormento lo logre. Ve, Otha. Búscame el Bhelliom y vuelve con él para que yo pueda librarme de mis cadenas y recobrar mi virilidad. En caso de que me falles, morirás sin duda, y tu agonía durará un millón de años.

Otha huyó y de este modo, incluso entre las ruinas y jirones de su derrota, nació la semilla de su último ataque contra los reinos elenios occidentales, un ataque que iba a poner al mundo al borde del desastre universal.

Primera parte: La basílica
Capítulo 1

La cascada se vertía incesantemente en el abismo que había engullido a Ghwerig, y el eco de su caída henchía la caverna con un sonido grave semejante a la vibración posterior al tañido de una gigantesca campana. Sparhawk permanecía de rodillas al borde de la sima rodeando fuertemente el Bhelliom con la mano. Aunque el troll había desaparecido y lo único que le quedaba por hacer era seguir de hinojos allí, sus ojos estaban deslumbrados por la luz de la columna de agua besada por el sol que, procedente del exterior, se perdía en las profundidades inundándole los oídos con su fragor.

La cueva olía a humedad. El rocío, tan fino como la materia de la niebla, bañaba las piedras, y éstas refulgían bajo la cambiante radiación del torrente, mezclado con los últimos destellos de la ascensión de la incandescente Aphrael.

Sparhawk bajó despacio los ojos para mirar la joya que retenía en su puño y, si bien ésta parecía delicada, frágil incluso, intuyó que la rosa de zafiro era prácticamente indestructible. Desde la hondura de su corazón de azur llegaba una especie de brillo palpitante, de tono azul oscuro en las puntas de los pétalos, que viraba hacia el centro de la gema hasta alcanzar el color de una pálida noche. Su poder le causó dolor en la mano, y algo en el lugar más recóndito de su mente le gritaba advertencias al tiempo que contemplaba fijamente sus profundidades. Entonces se estremeció y apartó los ojos de su atractivo resplandor.

El tenaz caballero pandion paseó la mirada en derredor, tratando irracionalmente de aferrarse a los jirones de luz que se rezagaban en las piedras de la cueva del troll enano como si la diosa niña Aphrael pudiera de algún modo protegerlo de la joya que tanto había penado para conseguir y que ahora, extrañamente, temía. No era aquélla, sin embargo, la única paradoja. En un nivel ajeno al pensamiento consciente Sparhawk quería guardar para siempre aquella tenue luz, conservar en el corazón el espíritu, ya que no la persona, de la diminuta y antojadiza divinidad.

Sephrenia suspiró y se puso lentamente en pie. Tenía el semblante fatigado y a un tiempo exaltado. Había soportado grandes padecimientos para llegar a esa húmeda cueva de las montañas de Thalesia, pero había sido recompensada con aquel gozoso momento de epifanía cuando había visto el rostro de su diosa.

—Ahora debemos abandonar este lugar, queridos —dijo tristemente.

—¿No podemos quedarnos unos minutos más? —preguntó Kurik con un matiz anhelante poco habitual en su voz. De todos los hombres del mundo, Kurik era el más prosaico... la mayor parte del tiempo.

Es mejor que no. Si nos quedamos demasiado, comenzaremos a idear excusas para permanecer incluso más tiempo y, llegado el momento, podríamos haber perdido las ganas de salir.

—La pequeña estiria de blanco vestido miró con repulsión el Bhelliom—. Ponedlo, por favor, fuera de la vista, Sparhawk, y ordenadle que no se mueva. Su presencia nos contamina a todos.

Movió la espada que el fantasma de sir Gared le había entregado a bordo del barco del capitán Sorgi y, tras murmurar en estirio durante un momento, invocó un hechizo que encendió la punta de la hoja con un brillante resplandor que les alumbraría el camino de regreso a la superficie.

Sparhawk guardó la gema en forma de flor debajo de su túnica y se inclinó para recoger la lanza del rey Aldreas. En aquellos instantes notaba con fuerza el desagradable olor de su cota de mallas y su piel se encogía para evitar el contacto con ella. Deseaba poder quitársela.

Kurik se agachó y aferró el garrote de piedra reforzado con hierro que el horriblemente deforme troll enano había blandido contra ellos antes de su fatal caída en el abismo. Sopesó la brutal arma un par de veces y luego la arrojó con indiferencia a la sima en pos de su propietario.

Sephrenia mantuvo la reluciente espada en alto mientras cruzaban el suelo cubierto de joyas dispersas de la cámara del tesoro de Ghwerig en dirección a la entrada de la galería en espiral que conducía al exterior.

—¿Creéis que volveremos a verla? —inquirió melancólicamente Kurik al tiempo que entraban en la galería.

—¿Aphrael? Es difícil de decir. Siempre ha tenido un comportamiento imprevisible. —Sephrenia hablaba en voz baja.

Ascendieron en silencio durante un tiempo, siguiendo en todo momento la espiral en dirección a la izquierda. Sparhawk experimentaba una extraña sensación de vacío a medida que subían. Habían sido cuatro al bajar y ahora sólo eran tres. La diosa niña, sin embargo, no se había quedado allí, pues todos la llevaban en su corazón. Había, no obstante, algo que lo inquietaba.

—¿Existe algún modo de cerrar la boca de esta cueva una vez que estemos afuera? —consultó a su tutora.

Sephrenia le dirigió una intensa mirada.

—Podemos hacerlo si lo deseáis, querido, ¿pero por qué queréis obstruirla?

—Es un poco complicado de expresar en palabras.

-Tenemos lo que veníamos a buscar, Sparhawk. ¿Por qué deberíamos preocuparnos ahora de que algún porquerizo encuentre por azar la caverna?

—No estoy del todo seguro. —Frunció el entrecejo, tratando de precisar sus sensaciones—. Si algún campesino thalesiano entra aquí, localizará seguramente el botín de Ghwerig, ¿no es cierto?

—Si se toma el tiempo de indagar, sí.

—Y después de ello no transcurrirá mucho tiempo antes de que la cueva sea un hervidero de thalesianos.

—¿Por qué habría de inquietaros eso? ¿Acaso queréis conservar para vos el tesoro de Ghwerig?

—En absoluto. Martel es el codicioso, no yo.

—¿Entonces por qué estáis tan preocupado? ¿Qué importancia tiene que los thalesianos comiencen a merodear por allí adentro?

—Éste es un sitio muy especial, Sephrenia.

—¿En qué sentido?

—Es sagrado —replicó concisamente. Las indagaciones de la mujer comenzaban a irritarlo—. Una diosa se nos ha revelado aquí. No quiero que la cueva sea profanada por una multitud de borrachos y ávidos buscadores de tesoros. Me causaría la misma sensación que si alguien violara una iglesia elenia.

—Querido Sparhawk —dijo la mujer, abrazándolo impulsivamente—. ¿Tanto os ha costado realmente reconocer la divinidad de Aphrael?

—Vuestra diosa ha sido muy convincente, Sephrenia —contestó irónicamente—. Hubiera hecho tambalear incluso la certidumbre de la propia jerarquía de la Iglesia elenia. ¿Podemos hacerlo? Tapiar la cueva, quiero decir.

La estiria se disponía a responder algo, cuando calló, ceñuda.

—Esperad aquí —les indicó.

Luego apoyó la punta de la espada de sir Gared contra la pared de la galería y retrocedió un trecho por el pasadizo hasta pararse en el borde de la zona iluminada por el arma, donde permaneció sumida en cavilación. Al cabo de un rato, regresó.

—Voy a pediros que hagáis algo peligroso, Sparhawk —advirtió gravemente—, pero creo que os hallaréis a salvo haciéndolo. El recuerdo de Aphrael aún está fresco en vuestra memoria y ello debería protegeros.

—¿Qué queréis que haga?

—Utilizaremos el Bhelliom para cegar la cueva. Existen otras maneras de conseguirlo, pero debemos asegurarnos de que la joya aceptará vuestra autoridad. Yo creo que así será. Vais a tener que ser fuerte, Sparhawk. El Bhelliom no se prestará a hacer lo que le pidáis, de manera que habréis de obligarlo.

—Ya antes me he enfrentado a cosas tenaces. —Se encogió de hombros.

—No penséis que es un proceso intrincado, Sparhawk. Es algo más elemental que todo lo que yo he hecho. Prosigamos.

Siguieron subiendo por el serpenteante pasadizo seguidos por el amortiguado fragor de la cascada de la cueva del tesoro de Ghwerig, más tenue a medida que avanzaban. Después, justo cuando caminaban ya fuera del alcance del sonido, éste pareció cambiar, fragmentando su única e interminable nota en múltiples notas que formaron un complejo acorde en lugar de un simple tono: algún truco tal vez debido a los cambiantes ecos de la cueva. Con la modificación del ruido, también se transformó el humor de Sparhawk. Antes había experimentado una especie de cansada satisfacción por haber alcanzado al fin una meta largamente ansiada, que iba a la par con la sensación de admiración producida por la revelación de la diosa niña. Ahora, en cambio, la oscura y mohosa cueva se le antojaba ominosa, amenazadora. Sparhawk sentía algo que no había sentido desde que era muy niño. De improviso tenía miedo de la oscuridad. En las sombras que se extendían más allá del círculo de luz que emanaba de la brillante punta de la espada parecían acechar cosas, seres sin rostro llenos de una cruel malevolencia. Miró con nerviosismo hacia atrás por encima del hombro y a lo lejos, más allá de la zona de luz, algo pareció moverse. Fue breve, no más que un parpadeo de una oscuridad intensificada, y descubrió que, cuando intentaba mirarla directamente, ya no la veía, en tanto que cuando miraba de soslayo estaba allí: vaga, informe, flotando en el límite de su visión. Un miedo indescriptible lo embargó. «Tonterías», murmuró, volviendo a caminar, ansioso por ver otra vez la luz del día.

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