Los caracoles no saben que son caracoles (5 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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—Sí es la primera vez, porque es Maite.

—¿Maite? ¿La de cuando vosotras erais pequeñas?

—Esa misma.

—Pero si murió en un accidente.

—Pues ha resucitado.

—¡Cuenta, cuenta!

Hablamos de los detalles de la foto y me paso un rato especulando sobre qué pudo ocurrir. Desde que la descubrí he fantaseado con todo tipo de historias, hasta que mi padre pudiera ser un espía en una misión secreta que no puede desvelar su identidad y que a lo mejor Maite es una agente antiterrorista. Lourdes lleva media hora escuchándome y sé que está a punto de interrumpirme.

—¿Y tú cómo te sientes?

—¡Y yo qué sé cómo me siento!

—¿Engañada?

—Engañada y de mala hostia.

—Por ahí vamos mejor.

Aunque todavía tardo demasiado, con Lourdes ya soy capaz de expresar mi estado de ánimo. Me ha costado dos años de tratamiento, a dos sesiones por semana, decir que estoy triste cuando estoy triste, asustada cuando estoy asustada, contenta cuando estoy contenta y de mala hostia cuando estoy como ahora mismo. Le cuento que estoy rabiosa con mi padre, con mi hermana, con la tal Maite, a la que no conozco, y hasta con mi madre, que en esta ocasión no ha hecho nada, pero como es mi madre, con ella siempre estoy rabiosa.

—No sé por qué mi padre no me ha contado que Maite estaba viva.

—¿Por qué crees que no lo ha hecho?

—Porque no me toma en serio. Nadie me toma en serio.

—Yo sí te tomo en serio.

—A ti te pago. No cuentas.

—¡Sí que estás enfadada, sí!

—Perdona, Lourdes. Siento lo que acabo de decir.

—No importa.

—Es que mi familia nunca me ha tenido en cuenta. He sido la gordita, la pequeña, la pobre, la hija a la que hay que ayudar porque sola no puede... Por eso mi padre eligió a María para contarle su secreto. María siempre ha sido la elegida para todo...

—Tenemos que ir terminando. Es la hora.

—Siempre igual con la puta hora en el momento en que me salen las cosas.

—Así tiene que ser.

Capítulo 8

L
a segunda vez que estuve con Miguel fue en realidad la primera. De eso hace ahora casi un año. Poco después de nuestro primer encuentro recibí un mensaje en el móvil que decía: «Nuestras relaciones sexuales sólo pueden mejorar, je, je. Me gustaría verte, besos, Miguel». Desde el día de mi vómito en el salón nos habíamos cruzado varias veces en la productora, pero en ningún momento habíamos hablado del tema. Nunca hasta ese mensaje. Me gustó su forma de quitarle trascendencia a nuestro penoso encuentro y decidimos que había llegado el momento de olvidarlo tomando algo después de salir de la productora. Era un viernes como cualquier otro y nos fuimos a cenar a la plaza de Santa Ana.

Miguel no es mi tipo, pero hace que las cosas sean fáciles. Esa es su principal virtud. Yo no tenía nada superado el desastre de nuestro anterior encuentro, pero él logró que poco a poco me fuera relajando y para los postres ya le había quitado toda la importancia al episodio del vómito. Tan bien lo hizo que a lo mejor me relajé demasiado. «La verdad», le dije, «aquellos pantalones de tergal eran horrorosos». Menos mal que se lo tomó como una broma, aunque no lo era tanto.

Fuimos a tomar una copa a un bar de la zona en el que ponen flamenquito, que es una manera absurda de denominar al flamenco que no es flamenco. Miguel se sorprendió al verme bailar y a mí me encantó que le gustara. Bailando una rumba me dieron unas ganas incontrolables de besarle. Lo hice y me siguió. Me apetecía acostarme con él. Me apetecía acostarme, por fin, con alguien que no fuera Luisma.

Esta vez no hubo que coger un taxi porque Miguel había llevado su coche. Me alegré de que lo hiciera. Y más aún de que fuera automático. Con la mano izquierda manejaba el volante y con la derecha empezó a subirme muy despacio el vestido. Tenía una falda larga que dejó a la altura de mis muslos antes de separarlos con suavidad. Dejó las piernas separadas, pero no abiertas. Eso prefirió que lo hiciera yo. Puso su palma en mi pierna izquierda, que era la que tenía más cerca, y fue subiendo poco a poco hasta llegar casi a mi ingle. Después fue buscando muy despacio el centro de mi anatomía y justo ahí detuvo su mano. Con un movimiento suave hacia los lados presionó mis muslos, invitándome a que los abriera un poco más. Con todo mi espacio para él, deslizó su mano hacia mi vientre y desde allí la metió por el interior de mis bragas. Nada más tocarme sin tela de por medio junté las piernas con fuerza y atrapé su mano entre mis muslos. Allí permaneció hasta que Miguel tuvo que sacarla para aparcar justo en la puerta de su casa.

Salimos del coche y subimos. De nuevo la misma escena al cerrar la puerta. Miguel comenzó a besarme y sin parar de hacerlo me fue llevando hasta su habitación. Nos desnudamos con desorden y torpeza. Yo debería haberme quitado el vestido por abajo, pero decidí hacerlo por arriba y él tomó una decisión equivocada al intentar quitarse los zapatos sin desabrocharse los cordones. Lo que hacen los nervios. De repente, yo tenía uno de mis brazos hacia arriba pegado a mi cabeza y el otro hacia abajo sin espacio para salir. El daba saltitos a la pata coja sobre su pierna derecha mientras intentaba quitarse el zapato de la izquierda con los pantalones medio bajados. Finalmente yo utilicé la fuerza para salir de aquel vestido y Miguel la inteligencia para sentarse a los pies de la cama y allí desabrocharse los cordones.

Desnudos sobre la cama, nos besamos. Qué sensación tan extraña me produjo abrazar un cuerpo distinto al de Luisma. Después de tantos años con una misma persona es como si su cuerpo fuera casi una parte del tuyo. Estás acostumbrada a sus formas, a su tamaño, a su olor. Cuando tocas a alguien distinto parece que tocas por primera vez. Ese día con Miguel todo era para mí como la primera vez. Estaba nerviosa, con esa excitación que convierte el deseo en una ansiedad que no permite disfrutar. Preocupada por quedar bien, porque sin ropa no se notaran demasiado mis kilos de más, ni mi experiencia de menos. Estaba tan pendiente de tantas cosas que a ratos me olvidé de mí. Me comporté como una amante comedida, quizá demasiado. Él tampoco demostró gran cosa. Me dejé hacer sin participar apenas y acabamos en la más tradicional de las posturas. De esa manera, con él encima y yo debajo, empezamos y terminamos la relación. Aunque terminar, lo que se dice terminar, el único que terminó fue él. No me importó. Era lo más normal en esas circunstancias y más tratándose de mí, que en ese momento ni me acordaba de lo que era tener un orgasmo después del último año que había pasado con Luisma. Estaba acostumbrada a resignarme, pero lo del coche con Miguel prometía mucho más de lo que fue. Después de esa noche, el realizador y yo nos vimos algunas veces más en su cama sin que la cosa mejorara mucho. Fueron un par de meses de encuentros hasta que Miguel se fue del trabajo y yo dejé de llamar. A pesar de todo, la relación —el lío, para ser precisa— que tuve con él me hizo sentir que no era tarde para volver a ser deseada.

Capítulo 9

E
stoy deseando contarle a Esther lo de la amante de mi padre. Va a alucinar. Eso sí, antes tenemos que hablar de lo que ocurrió en Sevilla. Ella ya sabe que estoy enfadada porque la pasada semana me llamó varias veces y no le cogí el teléfono. Hoy, después de la consulta con Lourdes, he decidido llamarla yo para quedar a comer y dejar las cosas claras. Al fin y al cabo, es mi mejor amiga y a las amigas hay que decirles las cosas aunque duelan.

—Estoy muy enfadada contigo por lo que me hiciste en Sevilla.

—¿Que tú estás enfadada conmigo?

—¡Por supuesto! ¿Tú crees que es normal que te fueras con ellos y a mí me dejaras sola?

—Pero si la que se marchó al hotel fuiste tú.

—¡Venga, Esther! No puedes dejar tirada a una amiga por un tío.

—¿Tú cuántos años tienes? ¿Quince?

—Ni tú ni tus amiguitos me hicisteis caso en toda la noche.

—Fuiste tú la que casi jodes la cena con tu actitud.

—¿Yo?

—¡Sí, tú! Fuiste bastante maleducada con el surfista. Te pasaste toda la cena poniendo cara de aburrimiento cada vez que abría la boca.

—¿Pero qué dices? Si fue él el que me ignoró.

—¿Qué querías que hiciera? Si hasta te reíste de él cuando dijo que escribía poesía.

—¿Me reí?

—Joder, Clara. Te reíste en su cara.

—La verdad es que no me di cuenta. Yo pensaba que...

—El chaval se fue un poco hecho polvo.

—¡Pobre!

—No pasa nada. Ya te disculpé contándoles que estabas en tratamiento psiquiátrico.

—¡Qué cabrona! ¿Y qué te dijeron?

—Que les debería haber avisado antes de quedar a cenar con una loca.

—¡Con razón!

—Ya, pero ellos deberían haber avisado de que el surfero era gay y así no te hubieras hecho ilusiones.

—¿Era gay?

—¡Joder, Clara! Si lo dijo en la cena.

—Me parece que esa noche no me enteré de nada.

—Deberías prestar más atención a la gente que te rodea. Te evitaría disgustos.

Esta tarde he ido con los niños a ver a mi madre y la he encontrado muy mal. Descubrir el engaño de mi padre le ha afectado más de lo que podía imaginar. Al principio ha intentado convencerme de que lo que hiciera «ese señor» —así ha llamado a mi padre— le tenía absolutamente sin cuidado, porque al fin y al cabo hace casi treinta años que se separaron. Esa indiferencia le ha durado hasta que se ha puesto a llorar sin consuelo posible. Mi madre no ha llamado a mi padre para preguntarle por la foto porque, según ella, no piensa volver a dirigir la palabra a «ese señor» nunca más en la vida. Yo he quedado con él para verle mañana después del trabajo y he prometido a mi madre contarle todas las explicaciones que me dé. Al fin y al cabo, ella y yo formamos en esta historia el equipo de las engañadas. Mi padre no sabe de qué vamos a hablar. No he querido anticiparle por teléfono lo de la foto porque prefiero pillarle por sorpresa. A ver qué dice cuando la tenga delante.

Mi madre ha pasado la tarde sin hacer demasiado caso a Mateo y a Pablo, que no han parado ni un momento de enredar por toda la casa. Está triste y sospecho que debe de estar tomando algún tranquilizante por su cuenta porque a ratos la he visto un poco ausente. Creo que sería bueno para ella un poco de compañía y le he propuesto que venga a casa a pasar una temporada con nosotros. No sé si es buena idea, porque mi madre y yo viviendo juntas con dos niños en setenta metros cuadrados es una aventura de final incierto, pero creo que sería bueno para ella y debo convencerla. Me estoy haciendo mayor. Es algo que sientes justo cuando descubres que tu madre necesita tu ayuda. Ese día tu vida cambia definitivamente y no hay vuelta atrás. Las madres no pueden ser vulnerables, no pueden estar desprotegidas. Ellas deben saber siempre qué hacer y en qué momento para solucionar los problemas. Las madres no son mujeres, las madres son madres. Así es hasta un día en el que todo cambia y eres tú la que tienes que ayudar. En ese momento te toca a ti ser mayor y te pilla desprevenida. Estás sola, no hay red para equivocarse y da mucho miedo. Mi madre, de todas formas, no acepta la invitación, aunque me promete que irá por lo menos tres tardes a casa para estar con los niños. Ella sabe igual que yo que nuestra convivencia sería muy difícil, pero estoy segura de que mi ofrecimiento le ha gustado.

Es hora de marcharse y después de despedirse de los niños me ha abrazado con fuerza y me ha dado un beso en la mejilla con una ternura que no recordaba. Después ha metido algo en el bolsillo de mi chaqueta. Es un cheque de mil quinientos euros.

—¿Y esto?

—Eso son mil quinientos euros.

—¿Y para qué?

—Para el aparato de Mateo.

—Ni hablar.

—Lo coges y punto. Es un regalo de su abuela y no hay más que hablar.

—Bueno, pero te lo devuelvo en cuanto haga unas cuantas bodas.

—¿Qué vas a devolver? ¿Para qué está una madre si no es para ayudar?

—Dame otro beso.

La selección de los niños que participarán en las galas finales de
Menudo Talento
está casi terminada. La única novedad en el trabajo ha sido Roberto, el guionista que sustituyó a Esther, al que han nombrado director del programa. Ahora ya entiendo por qué un guionista de prestigio había aterrizado en un programa así y era porque venía para dirigirlo. Todo el mundo está encantado con él. Es simpático y gracioso, pero con un punto de tío distante que le proporciona magnetismo. Es difícil dejar de mirarle. Me parece que ya no habla tan alto y que no tiene tanto afán de protagonismo como creía los primeros días que empezó a trabajar.

En lo que sí acerté es en que se lo tiene un poco creído, aunque tiene motivos porque físicamente no está nada mal, hay que reconocerlo. Es alto, flaco y moreno. No es guapo, pero tiene unos ojos oscuros y grandes que hacen que eso no sea un problema. Me gusta cómo mira. La que más se ha fijado en él, o mejor dicho, a la que más se le nota, es a Carmen, la jefa, que desde que Roberto está trabajando con nosotras tiene un comportamiento de adolescente que le quita toda la seriedad que se le debe exigir a una productora ejecutiva, que es como se denomina su cargo. Últimamente no está casi nunca en su despacho y se pasea por las mesas de la productora haciéndose la jefa superenrollada, diciendo frases como «Hola, chicos, ¿cómo habéis pasado el finde?» que no la dejan en muy buen lugar. Está claro que su único objetivo es llamar la atención de Roberto, aunque yo sospecho que él está más pendiente de su nuevo trabajo como director que de liarse con nadie del programa. Y si lo hiciera, no sería con ella, porque de la única que le he notado pendiente es de una niña de redacción de veintiséis años muy rubia y muy estupenda. Carmen es una buena tía y yo le tengo aprecio, pero es la jefa y no tengo la suficiente confianza como para advertirla de que no va por buen camino.

Roberto y yo nos llevamos bien, aunque no tenemos apenas relación. Se sienta enfrente porque sigue ocupando el sitio de Esther, pero no me presta demasiada atención. Eso sí, es muy educado cada vez que me llama de otra manera. Yo he sido para él Laura, Lara, Carolina, entre otros. «¡Clara!, eso, ¡Clara!, perdona, es que soy fatal para los nombres».

Con la ayuda de mi madre he podido ponerme un poco al corriente con Sornitsa, a la que debía ya mes y medio. Mi asistenta búlgara está de mejor humor conmigo desde que llevé a Ivanca a
Menudo Talento
, aunque, como era normal, no fuese seleccionada. Le dio igual, lo importante para ella era que yo le hiciera el favor, aunque el casting de su sobrina fuera un desastre. La niña, además, está encantada porque su prueba, en la que cantaba el
I Wil Survive
de Gloria Gaynor embutida —qué término tan preciso— en un vestido rojo largo de licra, salió, como era normal, en todos los programas de zapping, dando a la niña velluda cierta notoriedad en su barrio.

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