Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
—¡Hello, Clara!
—¿Qué tal por ahí?
—Lloviendo, como siempre.
—¿Y Jaime?
—Aquí lo tengo a mi lado.
—¿Qué hacéis?
—Estamos descansando de sexo, que al final se me va a escocer.
—¡Pero qué bestia eres!
—¿Y tú qué tal?
—Estoy tomando unas cañas con Miguel.
—¿Sabes que Carmen ha dejado a Roberto?
—Sí. Me lo acaba de contar Miguel.
—A mí me ha llamado ella, pero no me ha dado muchos detalles. Ya nos contará el lunes.
—Vale, cuídate, y un beso a Jaime.
—¡Adiós, cuñada!
—¡Vete al carajo!
Miguel, que ha escuchado mi conversación, me pregunta si Esther tiene algo contra él. Dice que parece que no le gusta que estemos saliendo. Lleva razón, aunque yo no se la dé. Disculpo a mi amiga porque tiene la cabeza loca y desvío la conversación hacia Jaime, mi embargo y nuestros nuevos trabajos.
El restaurante está muy bien y no tiene ese aire decadente que suelen tener las marisquerías. Éste tiene decoración moderna, hay poca luz y no hay demasiado ruido, como en casi todas las marisquerías. La pecera donde centollos y nécoras ignoran que morirán si son elegidas es redonda y enorme, está en el centro del restaurante y en torno a ella se sitúan las mesas, todas de pizarra gris. Este restaurante no debe de estar tan bien de precio como nos habían dicho, pero ya que estamos aquí habrá que disfrutarlo. El marisco es afrodisíaco y Miguel está mucho mejor vestido así. Yo sigo encontrándome fenomenal, así que esta noche va a ser mejor aún que la última que pasamos en el hotel.
—Podías dejarte el pelo un poco más largo.
—¿Tú crees?
—Y no afeitarte todos los días.
—¿Te gusto sin afeitar?
—Mucho más.
La conversación sube de tono cuando recordamos la manera de bebemos el champán en nuestra última cita.
—Estabas muy activa.
—Decidí tomar la iniciativa porque si no...
—¿Si no qué?
—Es mejor decirte lo que me gusta, ¿no?
—Claro, mucho mejor.
Me encanta tener novio. Yo estoy mejor cuando tengo a alguien cerca con el que compartir lo que me pasa. Aunque lo que me pasa ahora no lo puedo compartir. Con Miguel tengo a alguien para que me coja de la mano, una persona que me escucha cuando lloro porque mi hijo está enfadado conmigo y alguien con el que irme a la cama los sábados por la noche, que es el día más triste para dormir sola. Me da miedo quedarme así para siempre. Parece que las mujeres, cuando a determinada edad no tenemos pareja, es porque algo no hemos hecho bien, alguna tara tendremos de fábrica, no estaremos bien terminadas. Es un pensamiento odioso, pero del que no me puedo desprender. Admiro a las mujeres que son capaces de superarlo, de vivir seguras sin nadie. Mujeres que son capaces, incluso, de ir al cine solas. Mujeres que no tienen necesidad de programar las vacaciones con alguien, de que alguien te diga que hoy estás muy guapa, o de que al menos te acompañe al súper. Me gustan, pero yo no soy de ésas. Yo tengo a alguien que ahora mismo está desnudo encima de mí terminándome de comer un pecho y a punto de comerme el otro. No puedo evitarlo, pero me está haciendo cosquillas.
—¿Por qué te ríes?
—No te preocupes. Sigue, sigue.
Miguel baja al ombligo y por mucho que intento evitarlo, se me escapa una carcajada.
—Perdona, no sé lo que me pasa. Sigue, sigue.
Miguel continúa hacia abajo y al llegar me entra un ataque de risa sonora que no puedo contener. Miguel se levanta y se pone los calzoncillos.
Yo me cubro con la sábana. No dice nada, pero me parece que está muy enfadado.
—Lo siento, es que me hacías cosquillas.
—Clara, ¿yo te gusto?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Contéstame.
—Claro que me gustas. Estamos saliendo.
—No te gusta mi pelo corto, no te gusta que me afeite, no te gusta mi ropa y no te gusta cómo te hago el amor.
—¡Dios, qué frase! ¡No te gusta cómo te hago el amor!
—¿Qué le pasa a esa frase?
—Es lo más cursi que he escuchado en años.
—Clara, te ruego que te marches.
—Venga, cariño, no seas tonto. Vamos a olvidarlo ya.
Miguel está muy enfadado. Se ha tomado fatal que le haya dicho que su frase es cursi. Salgo de dentro de la sábana y me voy en su busca completamente desnuda para abrazarle y solucionar esta pequeña crisis.
—Miguel, tú me gustas mucho.
—Y tú a mí, Clara. Por eso no te estoy diciendo todo el día que te deberías poner a régimen.
—¿Cómo dices?
—Que eres preciosa aunque te sobren cinco o seis kilos.
Esa frase es una puñalada trapera en todos los casos, pero cuando estás delante de un hombre completamente desnuda es la peor humillación. Intento buscar mi ropa para cubrirme y salir de allí lo antes posible mientras escucho a Miguel decir que no entiende nada. Me escondo en el baño y mientras me visto no sé si lo que está sucediendo entre Miguel y yo es una bronca o una ruptura. No estoy segura, pero lo que tengo claro es que me marcho de aquí ahora mismo.
E
l nuevo programa en el que voy a trabajar se llama
Efecto Martínez
. El título es una ocurrencia de «arriba» que nos ha dejado a todos perplejos. Lo de Martínez es por el apellido de la presentadora, Nuria Martínez, pero lo de «Efecto» es una indefinición muy grande. Roberto, que lo va a dirigir, se ha peleado hasta el final por cambiarle el nombre, pero ha sido inútil. El argumento es que
Efecto Martínez
gusta muchísimo «arriba», así que no hay más que hablar.
Estos días necesito estar sola para ver cómo soluciono todo, así que le he pedido a Luisma que se lleve a los niños al pueblo de sus padres hasta que yo pueda coger vacaciones. Los niños van a estar encantados y yo estaré más relajada. Además, iré a verles todos los fines de semana, todos los sábados y los domingos, porque con la autovía me planto allí en hora y media.
Esther está fastidiada, porque dice que ahora que ella quiere irse, la productora va a hacer un programa en el que le apetece trabajar. Roberto insiste en que se quede, que seguro que lo va a poder compaginar con la novela que sigue escribiendo. Si Roberto quiere convencerla, tendrá que hacerlo atacando al ego desmedido que tiene Esther como creadora. «Quédate porque necesitamos a gente que escriba como tú y no hay». Si ataca por ahí, la tiene en el bote.
Jaime y Esther están enganchadísimos. Mi amiga me reconoce que está como una colegiala y Jaime no para de hablar de ella cada vez que me llama. Lo de estos dos ha sido un flechazo auténtico que les ha llevado a hacer un montón de tonterías. Esther durmió la pasada semana dos noches en Barcelona y Jaime otras dos en Madrid. Se están gastando más de lo que tienen en el puente aéreo para verse sin perder días de trabajo. Y eso que venían de estar juntos en Londres. Es una locura.
Lo que pasó entre Miguel y yo finalmente fue una bronca y no una ruptura. Lo hemos vuelto a intentar porque creo que merece la pena. Me gustaría que siguiera trabajando aquí para tomar juntos café cada mañana y que me dijera lo guapa que estoy. Al día siguiente de la bronca me pidió perdón por lo que me dijo de los kilos de más y yo también me disculpé con él, aunque no sé muy bien por qué. Que me riera si me hacía cosquillas no era motivo para ponerse así, pero como él se disculpó, me pareció mal no hacerlo yo también.
A otra a la que voy a echar de menos en el trabajo es a Carmen, que se ha ido a preparar el capítulo piloto de una serie nueva de abogados. No me ha dado muchos detalles de por qué dejó a Roberto, sólo me dijo que era un estrés salir con alguien que está tan bueno, que prefería uno más normal. «Nena —decía riendo—, era agotador estar todo el día metiendo tripa».
Me ha llamado mi padre para quedar. La casa de María tiene comprador y Carlos nos ha dicho que vayamos para recoger lo que queramos. Además, el apartamento de la playa lo quiere una empresa de alquiler que ha hecho una oferta para comprarlo. Hace mucho tiempo que no hablo con mi padre y me apetece ir a verle. Le echo de menos porque en los últimos meses hemos discutido más que en los últimos veinte años.
Mi padre nunca nos regañaba cuando éramos pequeñas. Ni cuando todavía estaba en casa, ni después, cuando pasábamos los fines de semana con él en casa de los abuelos. Nunca gritaba porque todo lo intentaba razonar y mi hermana y yo le tomábamos un poco el pelo. Cada vez que nos portábamos mal nos sentaba a las dos en el sofá y se ponía a hablar durante largo rato sobre nuestro «comportamiento inadecuado». Casi siempre María y yo acabábamos muertas de risa en medio de lo que mi padre creía una «gran bronca». Esas eran las de mi madre, que tenían todos los tópicos de las grandes broncas de las madres, con su gran hit: «Un día me voy y no me veis más». Recordándolo ahora, mi hermana y yo casi siempre nos portábamos mal de manera conjunta.
Mi padre está mayor. Lo normal para un hombre de sesenta y cinco, pero mucho para ser mi padre. Los niños siempre vemos a nuestros padres muy mayores hasta que son mayores de verdad y entonces no queremos que lo sean. Después de cumplir los sesenta se le notó un bajón, pero lo de la muerte de María le ha puesto diez años encima. Está en su casa con una camiseta interior de tirantes y en pantalón corto y chanclas bebiendo un refresco de limón sentado al lado del balcón que ilumina su saloncito. La casa de mi padre está en pleno centro y no tendrá más de treinta metros. Por eso cuando se quedaba con nosotras nos íbamos a casa de los abuelos. Nos besamos, protestamos por el calor y me dice el último libro que está leyendo. Mi padre es un gran lector; yo en eso he salido a mi madre. Me cuenta que lo de la herencia de María está casi solucionado y me dice que mi madre y él han decidido abrir una cartilla a nombre de los niños y ayudarme con la deuda de Luisma. No me gusta coger ese dinero, pero no veo otra solución. Es un golpe a mi orgullo que mi hermana tenga que salvarme, y a su ego estar muerta para no verlo.
Mis padres dispondrán pronto del dinero, así que lo único que tengo que hacer es intentar que se retrase la ejecución del embargo. Le pregunto cómo se hace eso, si tengo que ir al juzgado o al banco. Me abruma tener que solucionar problemas que no entiendo. La conversación es interrumpida por el ruido de la puerta de la calle, que como consecuencia de las dimensiones del piso está dentro del salón.
—¡Hola, Maite! Pasa, que te presento.
Me pongo roja y ella también. Maite llega con dos bolsas del supermercado y ha abierto con su propia llave. Está de pie frente a mí, que me he levantado junto a mi padre.
—Maite, ésta es mi hija Clara. Clara, ésta es Maite.
—Encantada —me dice intentando besarme.
—Igualmente —respondo tendiéndole la mano.
Mi padre trata de romper la tensión que acabo de provocar con mi gesto.
—Venga, sentaos. ¿Qué queréis tomar?
—Yo ya me iba —interrumpo.
—¡Quédate, por favor! —me pide ella.
Maite es una señora muy guapa. No parecía que lo fuera tanto en la foto. Tendrá más de sesenta, pero es evidente que de joven tuvo que ser un bellezón. Todavía lo es más de lo que me gustaría.
—Es que tengo prisa —digo mientras me cuelgo el bolso.
—¡Clara, quédate, joder! —dice mi padre entre súplica y orden.
—Tenía muchas ganas de conocerte —añade Maite dulcemente.
—Yo no tantas.
—Podías ser un poco más simpática, ¿no? —se enfada mi padre.
—No sé por qué —le discuto.
—Te ves con Jaime, ¿verdad? —continúa Maite, que sigue dulce.
—Sí, le veo.
—Además, ahora sale con tu mejor amiga.
—Yo no le llamaría a eso salir, señora.
—Puedes llamarme Maite.
—Ya, pero no quiero. Prefiero señora.
Mi padre salta de su butaca y me dice que es mejor que me marche. No entiende mi actitud. A mí la verdad es que también me sorprende, porque nunca se me ha dado bien ser borde. Era una de las cosas que según Lourdes tenía que mejorar.
—Así que me echas por esta señora —me sale de repente.
—Clara, hija, no te entiendo —me dice mi padre con tono de derrota.
—Pues muy bien. Se va tu hija para que se quede ella.
—Eres una niña malcriada —escucho de mi padre al tiempo que cierro de un portazo.
Con Lourdes se me acumula el trabajo y sólo me queda una sesión antes de que se vaya de vacaciones un mes entero. Me da miedo que se vaya y más ahora. Estoy un poco harta de hablar del sueño de María, que se repite cada vez más, pero que no me lleva a ninguna parte. La única conclusión que me ha aportado el sueño en mi terapia es que me duele mucho la muerte de mi hermana y que me da miedo estar sin ella. Eso ya lo sé yo sin terapia. Además, hay cosas que en este momento me dan mucho más miedo.
—Lourdes, hoy no quiero hablar del sueño.
—¿Prefieres pensar que no existe?
—Hoy, sí.
—Igual que la muerte de María, o la relación de Jaime y Esther, o la de tu padre con Maite, tus problemas con Miguel, con Luisma, los enfados de Mateo... ¿Sigo?
—No, por favor.
—Pues ésas son cosas que están pasando y tienes que enfrentarte a ellas.
—No sé cómo hacerlo.
—Podías conocer a Maite, pensar si Miguel te gusta de verdad, si tienes celos de Luisma con los niños, si sigues enamorada de Roberto, si te dan envidia Esther y Jaime, si estás enfadada con María..
—Por favor, Lourdes, ¿puedes parar?
—Clara, ¿estás llorando?
—Sí.
—¿Por qué te pones así?
—Porque estoy embarazada.
He llamado a Roberto para decirle que esta mañana no voy a ir a trabajar, pero me ha dicho que esta tarde no falte, que me tiene que dar una sorpresa. ¿Una sorpresa? Sabrá él lo que es una sorpresa. No le he dicho que esta tarde tampoco podré ir porque he quedado con don Gonzalo. Es una suerte que todavía no se haya ido de vacaciones y en cuanto le he dicho que era urgente me ha hecho un hueco a las cuatro.
Don Gonzalo es mi ginecólogo de toda la vida, desde que me llevó mi madre por primera vez cuando tenía catorce años. El era también el ginecólogo de mi madre y de María. Después de aquella primera revisión volví a los tres años y al mirarme me preguntó delante de mi madre la frecuencia de mis relaciones sexuales. Yo me puse como un tomate y mi madre fingió escandalizarse, aunque en realidad ella tenía muy claro que Luisma y yo ocupábamos con cierta frecuencia el asiento trasero del Citroen AX rojo de mi novio.