Los caracoles no saben que son caracoles (13 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Le he ofrecido a Jaime dormir en casa, pero ha decidido pasar la noche en un hotel. Es la mejor decisión porque no sé qué les iba a explicar a los niños si ven en el salón a ese señor tan alto durmiendo en el sofá. De Sornitsa mejor no hablar, lo que me diría si después de pillarme con Luisma, me ve ahora con otro hombre después de haberme advertido mil veces: «Cuidado, Clarra, a mujerres engañar siempre». Mañana he quedado en la estación del Ave con Jaime para comer antes de que coja el tren de vuelta a Barcelona. Antes voy a aprovechar la mañana libre para ir a ver a mi madre y contarle lo de Luisma. Me refiero a lo de la deuda, naturalmente.

Hace un calor insoportable y mi madre y yo nos vamos a una cafetería con aire acondicionado que hay cerca de su casa. Todavía falta para el verano y ya estoy cansada de calor. Espero que refresque en los próximos días porque como esto dure hasta septiembre lo voy a llevar fatal. Luego en invierno me pasará lo contrario, que estaré deseando ponerme manga corta. Estoy contenta porque
Menudo Talento
batió ayer su récord de audiencia, aunque mi madre me dice que se le olvidó verlo. Le cuento que el programa salió de maravilla, pero ella quiere hablar de otra cosa.

—¿Qué pasa con Luisma?

—Que va a buscar trabajo y a empezar a pagar el préstamo.

—Me refiero a si habéis vuelto o no.

—¿Pero qué dices?

—Me ha llamado tu suegra y me ha dicho que está contentísima de que su hijo y tú estéis juntos.

—¡Este tío es bobo! ¿Cómo ha podido contárselo a su madre?

—¿Contarle el qué?

—Que nos hemos acostado.

—Esas cosas pasan. No tiene mayor importancia.

—Qué comprensiva te veo.

—Algunas veces las parejas vuelven a hacerlo después de separadas.

—¿Lo dices por experiencia?

—Lo digo porque lo digo.

—Así que papá y tú...

—¿No estábamos hablando de Luisma?

Nos reímos con una complicidad entre nosotras que no recordaba. Por un momento, no veo a mi madre, sino a una mujer separada de su marido con treinta y un años. Es la primera vez que reparo en eso. Mi madre era muy joven cuando se separó, pero mi hermana y yo jamás la hemos visto salir con nadie. Me apetece hablar de ello. Creo que mi madre se merece, al menos, mi curiosidad después de tantos años. Al fin y al cabo, somos dos mujeres adultas.

—Mamá, ¿durante todos estos años ha habido alguien en tu vida?

—No quiero hablar de eso —me dice, aunque yo no la creo.

—Es imposible que no haya habido nadie. Cuando te separaste eras muy joven.

—Con tu padre me he visto algunas veces... hombre, también está... ¿Por qué hablamos de esto?

—Sigue, por favor, mamá. ¿Quién está?

—Bueno, hubo un par de hombres hace algunos años y... ¡por Dios, qué vergüenza!

—¡Sigue, sigue!

—Y José. Con él sí que...

—¿José?, ¿quién es José?

—José es... Bueno, él y yo tenemos una bonita historia.

—¿Tenemos? ¿Ahora?

—¡Ay, déjame ya con tanta pregunta!

Mi madre me promete que otro día seguimos hablando de su historia con ese señor, que dice que es guapísimo, y de los encuentros que de vez en cuando tenía con mi padre. Me dice que seré la primera de la familia en saberlo porque a María tampoco le contó nada. Sabe que eso me tranquiliza. Me aconseja que tenga cuidado con Luisma, que podemos hacernos más daño del que creemos. Lo dice porque lo sabe. Hablamos de Mateo y de Pablo, del calor que hace y de que tengo que volver a ponerme a régimen.

Me ha encantado pasar la mañana con ella y al despedirme me dan ganas de pedirle perdón, aunque no sé muy bien por qué. Es un sentimiento que no logro identificar, pero creo que le debo algo a mi madre. Debería disculparme por no haberle prestado más atención, por no haberla escuchado, por no haberle agradecido muchas cosas. Qué revelación descubrir que existe una mujer dentro de tu madre. Le he echado tantas veces la culpa de todo lo que me pasaba a mí que ella se me olvidó.

Jaime me está esperando en uno de los restaurantes que hay en la estación. Deberíamos haber comido en otro sitio un poco mejor, porque éste es uno de ésos de franquicia en los que los camareros suelen ser muy desagradables y las camareras más desagradables todavía. Los bocadillos están metidos en una bolsa de papel, la cerveza se tira obligatoriamente sin espuma, la Coca-Cola es de grifo en vaso de plástico y tienes que pagar antes de llevarte la comida a la mesa. En esos restaurantes no hay margen para la improvisación. Es imposible pedir que te pongan un poquito de aceite al bocadillo de queso, porque el bocadillo es así y punto, y si pides un par de croquetitas te dicen que no puede ser, que si quieres croquetas tienes que pedir la ración entera en la que entran doce. Otra de las características de estos restaurantes industriales, al margen de que desconocen la existencia de los boquerones en vinagre, es que hay una lista en la pared con veinte modalidades distintas de café que saben todas igual de mal.

Cuando Jaime y yo nos sentamos a comer, yo sigo pensando en la conversación que he mantenido esta misma mañana con mi madre. Me pone contenta la conexión que hemos tenido y haber descubierto que mi madre estaba viva. Hoy las cosas van bien: tenemos récord de audiencia, descubro que mi madre es un ser humano, estoy guapa con esta camisa rosa, y si el lunes me pongo a régimen, todavía tengo tiempo para perder cinco kilos antes de ir a la playa.

Jaime me agradece una vez más haberle invitado ayer a ver el programa en directo y yo le cuento la buena impresión que causó entre el público femenino de la productora. Él también me pregunta por esa chica guionista que le presenté. Le recuerdo que se llama Esther y que es mi mejor amiga. Por supuesto, no le revelo el sms que ella me mandó al móvil a los tres minutos de presentarles en el que decía: «¡Nena, quiero ser tu cuñada!».

Jaime me cuenta que estos dos días que ha pasado en Madrid han sido muy importantes para él. En nuestro encuentro en Barcelona ya descubrió que yo le caía bien, pero ahora tiene todavía más claro que le gustaría seguir manteniendo el contacto. Le digo que a mí me pasa lo mismo, que al margen del parentesco, podemos ser buenos amigos. ¿Por qué no?

Mientras hablamos de lo bien que nos caemos y de lo malo que está el bocadillo de tortilla, Jaime me cuenta que ayer pasó toda la mañana con mi padre. Me dice que se verán dentro de unas semanas en Barcelona para comer con Maite. Jaime opina que sería una buena idea que yo también fuera. Me habla maravillas de mi padre, que le parece una gran persona y que a mí me quiere muchísimo. De repente se me está empezando a atragantar un poco el bocadillo con tanta bondad. Una cosa es llevarse bien, intentar recuperar el tiempo perdido con mi hermano recién conocido, y otra es que yo me tenga que hacer amiguita de Maite.

—A mí, la verdad, no me apetece nada conocer a tu madre.

—Haz lo que quieras.

—Tampoco entiendo por qué tú tienes tanto interés en estar con mi padre.

—Sólo quiero conocerlo. ¿Qué hay de raro?

—Pues que tu padre es el que te ha criado, no el tío que echó un polvo a tu madre.

—Si no te importa, podrías evitar ese tipo de comentarios.

—Lo que quiero decir es que Fermín no es tu padre por mucho que te empeñes.

—Mira, Clara, yo sé perfectamente quién es mi padre y no vas a venir tú ahora a decírmelo.

—Entonces, ¿a qué viene ahora jugar a la familia feliz?

—Yo no juego a nada. Sólo respeto el amor que mi madre siente por Fermín.

—¿Amor? Si hubiera estado enamorada, se habría separado de tu padre y se habrían ido a vivir juntos.

—Tú eres una listilla, no tienes ni idea de lo que pasó.

—¿Y tú lo sabes?

—Por lo menos intento entenderlo, no como tú, que lo único que haces es quejarte de que tu padre no te lo contara.

—Es que no me lo contó.

—¿Tú le has preguntado a tu padre lo que siente por mi madre?

—No, ni pienso.

—Pues te sorprendería saber lo mucho que la quiere.

—No la querría tanto si también se ha estado acostando con mi madre durante todos estos años.

—Esas cosas pasan. No tiene mayor importancia.

—Eres la segunda persona que me dice eso esta mañana.

—¿Cómo?

—Que esta mañana mi madre... Bueno, cosas mías.

Capítulo 21

D
entro de un par de semanas les dan las vacaciones a los niños y no sé qué voy a hacer. Estoy pensando en apuntarlos a un campamento urbano de verano hasta que yo pueda coger vacaciones. Este año no sé lo que haremos, pero me gustaría ir a alguna isla, Ibiza o Mallorca, porque los niños no han montado en avión y les hace ilusión. Aunque no podamos ir los quince días, para una semana y los billetes de avión sí me da.

María y yo pasábamos cuando éramos pequeñas un mes de verano en la playa y otro en el pueblo de nuestros abuelos paternos. Cuando estábamos en la playa, en julio, quince días estábamos con mi padre y los otros quince con mi madre. Luego en el pueblo de mis abuelos, en agosto, estaban casi siempre los dos juntos. Era otra de las incoherencias en la manera en la que mis padres llevaban su separación. Nadie los entendía.

A los padres de mi madre no les conocimos porque murieron antes de que nosotras naciéramos. Mi abuela era, al parecer, una mujer débil que tenía problemas en el aparato respiratorio y una pulmonía que se le complicó acabó con ella nada más cumplir los cincuenta. Mi abuelo murió un par de años después al caerse de un cuarto piso cuando intentaba colgar un toldo en su balcón. Una muerte absurda, pero una muerte al fin y al cabo. Mi madre decidió darle cierto aire de importancia a aquel fatal accidente diciendo que su padre había muerto «realizando una instalación».

La playa es otro de los lugares que siempre relaciono con María y con mi infancia. Nos pasábamos horas y horas jugando en la orilla con la arena, haciendo hoyos, enterrándonos, construyendo castillos. Eran jornadas de nueve de la mañana a nueve de la noche. Mi madre llevaba tarteras con fiambre, pimientos fritos, tortilla de patatas y filetes empanados. También teníamos una nevera con hielos en la que llevábamos agua, gazpacho y botellas de dos litros de Casera cola, mucho más barata que la Coca-Cola y que según mi madre sabía «igual-igual».

Qué hambre cuando mi madre quitaba la tapa al recipiente de plástico y el olor de la tortilla con los filetes empanados encima lo llenaba todo. Recordar ese olor todavía me sigue emocionando.

La quincena en la que estábamos con mi padre también tenía encanto. Preparaba bocadillos para la merienda, pero la comida la hacíamos en un chiringuito de playa en la que todos los días comíamos paella con Coca-Cola de verdad.

La playa todavía me sigue encantando. Ahora que soy madre me gusta ver a Mateo y a Pablo jugar en la orilla como lo hacía yo con María. Me gusta tomar el sol y escuchar música por los cascos mientras leo revistas y comerme una bolsa de patatas fritas sentada en la toalla todavía mojada después del último baño. A mí la playa me gusta con sol, en verano y con gente. En invierno, la orilla de una playa desierta es un lugar maravilloso para relajarse y pensar... pero en qué. A mí no se me ocurre nada. Me siento en la orilla, miro el horizonte, veo cómo llegan y se van las olas con su espuma blanca y me digo «qué relajación, qué sitio tan bueno para pensar», pero a los dos minutos no sé lo que tengo que hacer, porque allí no pasa nada, ni puedo tomar el sol, ni bañarme, no se me ocurre nada y me aburro. A mí la playa me gusta en verano, que es cuando de verdad le saco partido.

Quedan tres finalistas en
Menudo Talento
, pero todo el mundo da por hecho que Jonathan será el ganador. El niño tiene magnetismo, una mirada tan tierna que te apetece llevártelo a casa y además es un prodigio de voz. Jonathan, que como todavía es un niño no sabe que es gay, ha cantado en las últimas galas con menos amaneramiento. Al parecer, el padre, aconsejado por un mánager profesional que se ha ofrecido a ayudar desinteresadamente, le ha dicho que en el escenario hay que ser más varonil. El niño no entiende nada y está hecho un lío, pero como canta tan bien y el público está con él, sigue arrasando en las votaciones telefónicas. Lo dicho, cuando termine
Menudo Talento
y cierre presupuestos, me voy de vacaciones.

Me he hecho un cambio de look, que me lo pedía el cuerpo. No ha sido gran cosa, pero me he cortado el pelo y me he dado reflejos un pelín más claros que mi color natural, que es castaño. Mi color de pelo es el de todo el mundo y el de mis ojos, cuando hay determinada luz, parece verde. Por lo menos me lo parece a mí, que siempre me ha hecho ilusión tener los ojos claros. Yo diría que mis ojos son color miel, aunque mi madre insista en que son simplemente marrones, sin más matices. Óscar es el peluquero del programa y a punto ha estado de convencerme de que debía cortarme el flequillo y desigualarme los lados. No me he atrevido, pero me he quedado con las ganas. No me atrevo a hacer un montón de cosas. Ponerme un tatuaje, por ejemplo, es algo que también me apetece mucho y tampoco soy capaz. Me gustaría, pero cuando estoy a punto de decidirme me entra la prudencia y anulo la cita. El día que me atreva, me haré una flor pequeña que una vez le vi a una chica en el metro y que me encantó. Estuve a punto de preguntarle dónde se la había hecho, pero a eso tampoco me atreví.

Llevo cinco días a dieta y esta vez sin rebanadas de Nocilla de por medio. Ensaladas de canónigos, pollo a la plancha, pescado hervido y sandía. Según la báscula, no he adelgazado ni medio kilo, ni siquiera me he deshinchado, pero, curiosamente, me veo más guapa que nunca. Miguel no para de decírmelo desde que somos novios. Hace un par de viernes fui a cenar con él y le dije que sí de manera oficial. Desde ese momento estamos saliendo juntos, lo que significa que no sólo nos acostamos, sino que también podemos ir al cine o hacer algún plan para un fin de semana. De momento, no ha dado para mucho, pero todas las mañanas en el trabajo nos damos un beso en los labios, me dice lo guapa que estoy y hemos hecho planes para ir al cine el sábado que viene. Otra muestra de que Miguel y yo estamos juntos es que ayer me tocó el culo en un pasillo y yo no pude enfadarme, aunque, la verdad, no me gustó demasiado. En fin, que lo nuestro se va pareciendo a una relación, a pesar de lo de Luisma.

A mi ex quise dejarle claro que lo de aquel día fue algo aislado y que no debería volver a pasar. Lo que ocurre es que cuando fui a decírselo a su casa completamente decidida a quitarle cualquier esperanza de que volviéramos a estar juntos, nos volvimos a enrollar. En su habitación de soltero, con sus padres viendo la tele en el salón, Luisma y yo tuvimos un calentón, y entre «un esto no puede ser» y un «esto no tiene sentido», acabamos haciéndolo en su cama de noventa de una manera más propia de adolescentes que de un matrimonio con hijos.

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