Los caracoles no saben que son caracoles (12 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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—Te sentirías fatal, supongo.

—Al principio, sí. Luego me entró una curiosidad enorme por conoceros a tu padre, a María y a ti.

—Pues sólo te faltaba yo, y aquí estoy.

—Espero que nos volvamos a ver.

Seguro que sí. Hemos quedado que dentro de poco irá a Madrid y que tengo que enseñarle el plató donde se hace
Menudo Talento
. Desde que se enteró de que yo trabajaba en ese programa no se lo pierde ni un lunes y además es fan de Jonathan. Cuando Jaime vuelve a su despacho en la Caixa yo me voy a la estación. Me alegro de haber venido, de haber conocido a Jaime Doménech Cantero, al hijo de mi padre, a un tipo pelirrojo catalán que, la verdad, sí se parece un poco a mí. Será por casualidad, pero en esta ciudad a mí siempre me pasan cosas buenas.

Capítulo 19

M
i padre quiere hablar conmigo para explicarme los trámites que están siguiendo para la herencia de María, pero yo sé que es una excusa. Lo que realmente quiere es que le cuente mi encuentro con Jaime. Sé que se siente culpable por haberme ocultado su secreto y a mí no me apetece seguir enfadada con él. Hablamos por teléfono y le prometo que le contaré con detalle mi comida con Jaime en Barcelona, aunque le anticipo que el chico me ha caído bien. Eso le tranquiliza.

—Clara, ¿sabes que el que hayamos estado enfadados durante todos estos días ha tenido algo bueno?

—¿Sí?, ¿el qué?

—Que estaba triste por otro motivo que no era la muerte de María.

Mi madre, por su parte, parece que me ha perdonado ya mis celos hacia mi hermana y ha comenzado a decirme que estoy un poco más gordita con la normalidad de siempre. Lo que no quiere es saber nada ni de Jaime, ni de la madre de Jaime. Lo que le preocupa a ella es la deuda de Luisma y el futuro del padre de sus nietos. Mi madre siempre ha criticado a Luisma porque Luisma es muy criticable, pero en el fondo sé que le quiere, aunque sea de la manera esa tan especial que tiene mi madre de querer. Siempre la he escuchado comparar a Luisma con Carlos para recalcarme los continuos fracasos de mi ex. Sin embargo, María me confesaba que mi madre le hablaba maravillas de su yerno pequeño, de lo padrazo que es y de que ojalá algún día tuviera suerte en sus negocios. A mí jamás me ha dicho nada agradable de Luisma y, al parecer, a María tampoco le dijo nada particularmente bueno de Carlos. Lo dicho: esa manera tan especial que tiene mi madre de querer.

Definitivamente, han quitado el programa de sketches por falta de audiencia y Esther me ha contado que quiere dejar la tele. Ella es fija en la productora, pero cree que es el momento de jugársela para dedicarse a escribir, que es lo que realmente le apetece. Dice que o lo hace ahora o que se va a pasar el resto de su vida haciendo programas de testimonios en los que cualquier imbécil quiere pedirle perdón a su amada por haberle pegado hace algunas semanas.

Esther ha convencido a la editorial para descartar la idea de escribir monólogos y les ha propuesto una novela sobre una mujer de treinta y tantos, separada y con hijos, en crisis con todo lo que le rodea, el trabajo, su ex marido, los niños, el sexo... Un día esta chica presencia un crimen y vive aterrorizada con la posibilidad de que el asesino la haya reconocido. En realidad, esta trama es lo de menos, pero en la editorial consideran que hay que meter algo de acción porque una novela de una mujer de treinta y tantos años normal a la que le pasan cosas normales no puede ser un éxito.

La intención de Esther es aportar humor sobre lo cotidiano en la vida de la protagonista y dice que para eso yo le sirvo de mucho. No he leído nada de lo que lleva escrito, pero dice que en algunas escenas voy a verme reflejada. Me hace mucha ilusión, aunque sólo sea para aportar humor, que alguna parte de mí se parezca a la protagonista de una novela. Yo, que soy tan normal.

No creo que Esther tarde mucho en dejar su trabajo fijo en la productora, pero mientras toma la decisión de irse o aparece otro programa más adecuado, mi amiga ha vuelto a trabajar en
Menudo Talento
. El programa está teniendo mucha audiencia y «arriba» han decidido prolongar las galas algunas semanas más hasta llegar al verano. Jonathan ha sacado su primer disco con versiones actualizadas de coplas clásicas y lleva varias semanas el primero en las listas de ventas. El motivo es que el perfil del niño ha encajado en distintos ámbitos sociales. Les encanta a las amas de casa de cuarenta y cinco a setenta años, que ven adorable a ese niño gordito pelirrojo que interpreta con tanto sentimiento y que dedica cada actuación a su abuela. Además, Jonathan se ha convertido en un icono de la modernidad y su versión de «Las cosas del querer» es una referencia en los bares gays. Ante el gran éxito del niño, su padre, aconsejado por alguien, ya ha amenazado a la cadena con abandonar el programa si al niño no se le paga «algo». De momento, él ha dejado su trabajo en la construcción y ha decidido ser a partir de ahora el mánager de su hijo.

El bombazo en el trabajo es que Roberto y Carmen están enrollados. Mi jefa lo tenía claro y al final lo ha conseguido. Está contenta y a través de ella estoy teniendo información de primera mano sobre Roberto. Carmen nos cuenta a Esther y a mí cada mañana lo bien que lo pasa por la noche: que si fueron dos o fueron tres; que ni os lo imagináis sin camiseta; que no recordaba a nadie que hiciera tan bien las cosas; que cree que se está enamorando. Mientras lo cuenta yo no sé si me pongo celosa, o me excito, o me alegro por ella, o me muero de envidia.

Esther reprocha a Carmen lo que dice que nos pasa a todas: «Cuando nos echan cuatro polvos bien echados necesitamos creer que estamos enamoradas». Esther lleva razón, pero no se la doy porque Carmen es mi jefa y yo sí tengo miedo a perder el trabajo. «Disfrútalo», le recomienda, «y déjate de amores, que eres la tercera con la que se enrolla Roberto y sólo lleva aquí dos meses».

Al escuchar eso me da por pensar que a lo mejor alguna vez me toca a mí, aunque yo no quiero ser una más de la lista. Si yo tuviera una relación con Roberto, tendría que ser especial y no sólo sexo. Tendría que haber algo más, debería ser una historia de amor con paseos por la playa, besos en el cine y planes de futuro. Eso me encantaría, aunque lo de «los cuatro bien echados» que decía Esther tampoco estaría mal. Si los echamos y luego me enamoro, pues qué se le va a hacer. Las mujeres no podemos evitar ser como somos.

Hay veces en las que estoy confusa y no soy capaz de ordenar ni mis ideas ni mis sentimientos. Es algo que descubro con frecuencia en el diván con Lourdes. Mi psicoanalista me pregunta un simple qué tal y yo voy y le cuento todo de corrido y sin parar: «Me cae bien mi hermano nuevo, aunque no sé si llamarle hermano; con mis padres estoy mejor, pero no quiero que me hablen de la herencia de María; de mi hermana me acuerdo todos los días y lloro; estoy loca por Roberto, que no me hace caso; me he vuelto a acostar con Miguel, que quiere salir conmigo, y me he vuelto a acostar con mi ex, y mi asistenta búlgara nos ha pillado; es posible que me quede sin casa por una deuda; no adelgazo y sigo enganchada a la Nocilla; mi amiga Esther se inspira en mí para hacer los chistes de una novela y me siento culpable por no ver lo suficiente a mis hijos».

En ese momento viene la pregunta que hacen todos los psicoanalistas (por lo menos la mía) siempre que le cuento algo que me ha sucedido. Pone tono trascendente y la suelta: «Y eso a ti, ¿cómo te deja?». No puedo soportar esa pregunta y nunca sé qué contestar. Supongo que cada una de esas cosas que le acabo de enumerar a mi psicoanalista me deja jodida y todas juntas me dejan muy jodida, pero eso sería demasiado simple y ya se sabe que en un diván no se puede simplificar. Lo que ocurre es que estoy un poco harta de tanto profundizar en mi interior porque, por mucho que quiera, nada de lo que me ha pasado lo puedo cambiar. Así que estoy jodida, y punto. No hay que darle tantas vueltas a las cosas. No tengo muy claro hacia dónde me lleva ya esta terapia que, además, cuesta una pasta.

—¡Clara!

—¿Sí?

—Que te he preguntado hace un rato que eso a ti cómo te deja.

—Ya te he oído.

—¿Y cómo te deja?

—Quiero dejarlo.

—¿A quién?

—La terapia.

—¿Otra vez?

—Sí. Esta vez para siempre.

—Eso ya lo dijiste la última vez.

—Ya, pero ahora es definitivo.

—Eso también lo dijiste.

—Es que además es carísima.

—Eso sí es verdad.

—Algún día tendré que dejarla.

—Puedes dejarla cuando quieras, nadie te obliga a estar aquí.

—Lourdes, quería decirte de todas formas que me has ayudado mucho.

—Gracias, pero el mérito ha sido tuyo.

—No, ha sido tuyo.

—Yo sólo he hecho mi trabajo.

—Y muy bien hecho, porque eres una gran psicoanalista.

—Gracias, Clara.

—Si no llega a ser por ti, no sé qué habría sido de mí.

—Vale, pero es que es la hora y tenemos que dejarlo.

—Claro, claro.

—¿Vas a venir el jueves y terminas el mes, o prefieres dejarlo en este momento?

—Mejor vengo el jueves y termino el mes.

—Muy bien. En junio ya le doy tus horas a otra chica que estaba esperando un hueco para entrar.

—Bueno, es que ahora que lo pienso a lo mejor estaría bien continuar hasta las vacaciones de verano, ¿no te parece?

—Mejor lo hablamos el jueves.

Capítulo 20

J
aime está en Madrid y va a comer con mi padre antes de vernos por la tarde en el plató de
Menudo Talento
. Me impresiona la curiosidad que despierta la televisión a todos los que no trabajan en ella. Jaime, ejecutivo de un banco, se muere por conocer cómo es el plató y me ha pedido, si fuera posible, asistir a una gala en directo, saludar al presentador y hacerse una foto con Jonathan.

Muchas veces no entiendo la fascinación que provoca en algunas personas eso que la gente llama «la tele por dentro». Cuando sales con alguien que no es del medio monopolizas los diez primeros minutos de conversación en los que te hacen todo tipo de preguntas que no sabes contestar: el sueldo de los presentadores, si éste está liado con aquélla, si es verdad que los del informativo de por la noche no se hablan, o que si es cierto el rumor de que tal presentador es en realidad heterosexual y que lo de ser gay es fingido.

Toda esa curiosidad que la gente me demuestra por mi trabajo jamás la he notado en mi familia, que nunca le ha dado la más mínima importancia a lo que hago. Especialmente María, que nunca se enteraba del programa en el que estaba trabajando. A ella le interesaba más lo de las fotos de las bodas, y porque le hacían gracia. Mi hermana no veía mucho la tele últimamente, porque había perdido el interés en todo lo que ponían. Decía que prefería leer a perder el tiempo viendo a tanto analfabeto queriendo ser famoso.

Hace algunos años María no pensaba así y algunos de los momentos más divertidos de mi vida han sido viendo la tele con ella. El festival de la OTI y el concurso de Miss España, por ejemplo, eran dos citas ineludibles para nosotras con la única intención de acabar revolcadas por el suelo atacadas de la risa. Nuestra crueldad frente al televisor era infinita despellejando a algún indígena que tocaba el clavicordio y riéndonos de lo fea que es edición tras edición la representante de Logroño, donde es evidente que no saben elegir. Cualquiera que nos viera delante del televisor juraría que nos habíamos drogado y que la droga era dura. Una vez, mientras un señor muy bajito, sin dientes, con cara de bueno y que no paraba de sonreír cantaba con un poncho enorme rojo y un sombrero de paja una canción típica de no sé qué país, nos entró tanta risa que las dos a la vez nos hicimos pis encima. Tal cual. Con más de veinte años, María y yo no fuimos capaces de llegar al único baño de la casa.

Jaime está muy sorprendido de lo pequeño que es el plató de
Menudo Talento
. Eso le pasa a casi todo el mundo que asiste a un programa en directo, que todo le parece más pequeño que en la tele. Jaime me acompaña a la redacción, le presento a Carmen y a Esther, después a Roberto, que anda un poco atacado como todos los días de gala, y por último a Miguel, al que encontramos en un pasillo. Le enseño el control de realización, habla con algunos operadores de cámara y se interesa por todo con la curiosidad de un niño.

—Me encantaría trabajar en la tele.

—No te creas. Es un trabajo de lo más normal.

—Es que a mí me gusta ver la tele.

—Casi nadie presume de eso.

—Casi todo el mundo miente.

Me hace ilusión que Jaime se interese tanto por lo que hago. En un día sabe más de mi trabajo que lo que sabía María o lo que conocen mis padres. A ellos nunca les ha interesado mi vida profesional desde que decidí que iba a estudiar Márketing, que ahora suena bien, pero que en mi casa, cuando yo tenía dieciocho años, se consideraba una cosa menor, nada comparable a la carrera de Medicina que ya estudiaba con éxito mi hermana. Tal desinterés tendrían mis padres en mis estudios que todavía hoy no saben que no los acabé. Antes de hacerlo, me salió trabajo y ya no seguí.

Le cuento a Jaime el presupuesto de algunos programas, de cómo coordinamos los viajes, las comidas, el vestuario, el maquillaje y la peluquería. En la gala de esta noche, por ejemplo, entre los niños artistas, las bailarinas, los familiares, el presentador y las colaboradoras tendrán que pasar por maquillaje más de sesenta personas. Jaime mira fascinado los ensayos de los niños, sus nervios, las prisas de todo el mundo, a los regidores dando órdenes que nadie parece cumplir, a los de sonido probando micros, a los cámaras haciendo balances, a las bailarinas ensayando pasos imposibles detrás del escenario.

—Es maravilloso todo lo que hacéis.

—Tampoco es para tanto.

—Emocionáis a la gente, ¿te parece poco?

Dejo a Jaime en un lugar desde el que puede ver la gala en el plató sin tener que sentarse entre el público y yo me voy a seguir trabajando, que cada vez queda menos para que empiece la gala. Me gusta el movimiento casi histérico que hay a mi alrededor antes de empezar el programa y cuando suena altísima la música de entrada y el público aplaude la salida de las bailarinas me doy cuenta de que me gusta hacer lo que hago. Tiene importancia y además lo hago bien. Jaime me sonríe desde el otro extremo del plató y yo me siento orgullosa. Si no acaba pronto esta sintonía, me pongo a llorar aquí mismo. No sé qué me pasa, todo el día con el llantito, que parezco tonta. El presentador dice «buenas noches» y vuelvo a la normalidad de mis carreras por los pasillos, que no cesarán en las próximas dos horas, hasta que otra vez el presentador se despida hasta el próximo lunes.

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