Los caracoles no saben que son caracoles (10 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Pues así es Elisa, una mujer que no tiene medida a la hora de intentar agradarme, «si es que están de ricas que se deshacen en la boca». Estos días la noto rara por el teléfono. Creo que es Luisma el que la obliga a decirme que no está. No me queda más remedio que presentarme en su casa para ver qué pasa. Hoy puede ser un buen momento, porque ayer fue el programa y los martes por la mañana no tengo que ir a trabajar.

Mateo y Pablo son todavía muy pequeños, pero me da mucho miedo equivocarme al educarlos. Muchas veces no sé qué hacer con mi vida y, sin embargo, hay dos personas en el mundo que dependen de mí. De los valores que les transmita, de cómo los eduque, de lo que vean en mi comportamiento puede depender su felicidad cuando sean mayores. Si les regaño a destiempo, me siento fatal, no soporto cuando a veces les grito sin merecérselo y pagan muchos platos que no han roto. No estoy el suficiente tiempo con ellos y cuando lo estoy no sé si lo aprovecho. Hay muchas veces que no me apetece estar con ellos porque me agotan, pero en cuanto no los veo durante un día los echo muchísimo de menos.

No sé si lo estaré haciendo bien, si algunos de los mensajes que envío a sus cabecitas serán equivocados y se las verán de mayores como yo, solucionando mis errores en un diván. El caso es que no quiero estar sola en esto. Necesito a Luisma jugando con mis hijos en el sofá. Nadie hace eso como él, en eso yo no puedo sustituirle. Nadie es capaz de hacerles reír como lo hace Luisma.

—Hola, Elisa.

—¡Hija mía, menos mal que has venido! Pasa, está en la habitación.

—¿Pero qué pasa?

—Yo no sé qué pasa. Ni come, ni sale, ni duerme, y dice que no está para nadie.

Cuando entro en su habitación el olor a tabaco casi me tira de espaldas.

Luisma está tumbado en la cama, sin afeitar, y viendo la tele. Al verme se incorpora y me besa. Sé que necesita ayuda.

—¿No habías dejado de fumar?

—He vuelto.

—¿Qué te pasa?

—Nada, problemillas. ¿Qué tal los niños?

—Pues esperándote. Hace una semana que no los ves.

—Eso le digo yo —interrumpe Elisa desde la puerta.

—Mamá, déjanos.

Elisa nos deja y se marcha de la habitación cerrando la puerta por fuera. Una vez solos, Luisma me abraza con fuerza. Creo que está a punto de echarse a llorar.

—Tía, estoy en un lío.

—Joder, Luisma, no me asustes. ¿Qué pasa?

—Debo mucho dinero.

—¿A quién?

—Pues al banco, a quién va a ser.

—¿Cuánto debes?

—Es que la tienda no ha ido bien y me había metido hasta el cuello...

—Ya, pero cuánto.

—Ciento veinte mil euros.

—¡¿Tú eres gilipollas?!

—Tía, pensaba que esta vez...

—Pensaba, pensaba... Joder, eres un desastre.

—Ya lo sé. Lo siento.

—¿Y cómo lo piensas pagar?

—No tengo ni un duro, Clara, así que ejecutarán el aval.

—¿Qué aval?, ¿de qué me hablas?

—Es que puse la casa como aval para el préstamo.

—¿Y eso qué quiere decir?

No quiero escuchar la respuesta, pero es exactamente lo que me temo. Si Luisma no paga las letras del préstamo que pidió para abrir su maldita tienda de móviles, el banco se va a quedar con la casa en la que vivimos mis hijos y yo. Después de ponerme histérica, de llamarle de todo muchas veces, de llorar los dos hasta dolemos la cabeza, poco a poco nos hemos ido tranquilizando. Me da pena Luisma y odio tener pena por alguien al que quiero. El padre de mis hijos está derrotado sin posibilidad aparente de levantar cabeza. Debe ciento veinte mil euros, no tiene dinero ni trabajo, y si no paga, mis hijos se quedan sin casa. No puedo soportar su inmadurez, sus fantasías de hacerse rico para acabar en una habitación de la casa de sus padres con casi cuarenta años. Así es Luisma, el mejor del mundo haciendo guerra de cojines con mis hijos.

Elisa entra en la habitación cuando ya estoy a punto de marcharme.

—Hija, te he hecho torrijas para que le lleves a los niños.

—Es verdad. No me acordaba de que la semana que viene es Semana Santa.

—Están de buenas que se deshacen en la boca.

—Ya, pero engordan.

—Calla, calla. Si tú estás fenomenal, con ese tipazo que tienes.

—Gracias, Elisa, el Jueves Santo te traigo a los niños.

Hay veces que hago cosas que sé que son un error antes de hacerlas. A lo mejor por eso las hago. Esta tarde estoy libre, los niños están con mi suegra y no tengo nada que hacer. Me da rabia estar aburrida. No recuerdo la última vez que tuve una tarde para mí sola, sin nada que hacer, y hoy que la tengo no sé qué hacer con ella. La casa está limpia, así que por ese lado tampoco tengo escapatoria. María sería una opción, pero no está. Casi todo el rato sigo pensando en ella como si estuviera viva. Esther iba a aprovechar estos días para escribir y no quería ver a nadie, así que no tengo muchas más opciones para no estar sola esta tarde que parece domingo. Lo dicho, hay veces que cometemos errores y además lo sabemos.

—¿Miguel?

—Hola, Clara, dime.

—No, nada, que estaba aquí en casa y he pensado que si querías tomar un café.

—En media hora estoy en tu casa.

—No, mejor lo tomamos en una cafetería.

—Claro. Sólo era una forma de hablar.

Mientras viene voy a arreglarme. No mucho, pero voy a pintarme un poco. Me apetece que venga Miguel, a pesar de lo que no pasó en la cena en el japonés; no creo que le haya llamado sólo porque no tenía a nadie más a quien llamar. Podría haber pasado aquí la tarde sola, viendo alguna peli o leyendo el
¡Hola!
, que ha salido hoy. Está sonando el telefonillo.

—¿Quién es?

—Soy Miguel. Te espero aquí.

—No. Mejor sube.

—Es que habías dicho que mejor íbamos a..

—¡Sube!

Miguel no ha esperado el ascensor y desde la puerta escucho cómo sube los escalones de tres en tres. Al llegar se quita la chaqueta e intenta comportarse como si mi invitación fuera lo más normal del mundo.

—Ya no me acordaba de lo bonita que es tu casa.

—¿Solo o con leche?

—¿Tienes poleo?

—Buena idea. Yo también tomaré uno.

Cada uno con su poleo en la mano nos sentamos en el sofá.

—¿Y qué?

—¡Pues aquí!

—Claro.

—Pues eso.

—¿Quieres que ponga algo de música?

—Clara, ¿por qué me has llamado?

—¡Miguel, bésame!

Estoy nerviosa, no sé por qué estoy haciendo esto, pero me encanta hacerlo. Creo que estoy jugando a ser alguien que no soy. Miguel me besa y empieza a desnudarme de manera un poco brusca. Está tan excitado que no puede contener sus impulsos. Volver a sentir lo mucho que le gusto es lo que me empieza a excitar a mí. Medio desnudos, vamos desde el sofá a la cama. Miguel se pone encima de mí y nada más entrar noto cómo es incapaz de contenerse.

—¡Clara, lo siento!

—No te preocupes. Es bonito sentirse tan deseada.

—¡Qué vergüenza!

—¡Ven, abrázame, tonto!

—Llevaba muchos meses sin estar con nadie.

—Entonces es normal.

Nos incorporamos de la cama y empezamos a vestirnos. Poco a poco recuperamos la normalidad y Miguel va superando lo ocurrido.

—Lo bueno es que no ha dado tiempo a que se enfríe el poleo.

Miguel y yo hablamos un poco del programa y le enumero por encima mis líos familiares. Él hace fácil cualquier conversación. Hemos pasado una buena tarde, pero son casi las diez y es hora de que se marche.

—Clara, ¿quieres salir conmigo?

—¡Qué pregunta, Dios!

—¿Qué le pasa a mi pregunta?

—Que no me la hacían desde que tenía dieciséis años.

—Bueno, ¿pero quieres o no?

—Nos vemos el lunes en la productora.

Capítulo 17

M
ateo cumple ocho años. Lo estamos celebrando en casa sus cuatro abuelos, Pablo, Luisma y yo. Es el primer cumpleaños que pasamos sin María. Me refiero viva, ya que mi hermana faltaba muchas veces al cumple de Mateo porque habitualmente lo celebramos en domingo y ella casi siempre estaba de viaje. Carlos no ha venido porque sin María tampoco es que pinte demasiado. Eso sí, esta mañana ha sido uno de los primeros en felicitar al niño por teléfono y le ha prometido que le traerá algo de su próximo viaje.

Mis padres están enfadados conmigo desde que nos vimos en casa de Esther para hablar de la herencia de María. Desde ese día mi madre me trata con indiferencia, casi me ignora, a pesar de que ya me disculpé por mi comportamiento. Mi padre sabe que ha empatado conmigo a motivos para enfadarnos el uno con el otro: yo sigo molesta por no haberme contado lo de su hijo y él ha aprovechado mi escena de celos para estar en igualdad de condiciones. El no me pregunta por Jaime, con el que sabe que he quedado dentro de pocos días, y yo finjo que no me importa el acuerdo al que han llegado con Carlos sobre la herencia de mi hermana. Mis suegros no saben el calibre del lío en el que se ha metido Luisma y en el que nos ha metido a todos. Así que ellos siguen a lo suyo, Luis Mariano arreglando una lámpara del salón y mi suegra persiguiéndome por toda la casa a ver si necesito ayuda para poner o quitar la mesa, preparar la merienda, hacer la tarta, encender las velas, quitar las migas, barrer el suelo, poner el lavavajillas... Luisma está haciendo un esfuerzo para que no se note lo que le ocurre y evita cualquier pregunta sobre cómo va la tienda de móviles. Mi ex se está dedicando toda la tarde a contener a Pablo, que sufre unos celos insoportables por el protagonismo que hoy tiene Mateo.

—Al contrario de lo que cree la gente —afirma mi madre—, los hermanos pequeños son mucho más celosos que los mayores.

Es el primer comentario que me dedica mientras todos nos sentamos en torno a la mesa de centro repleta de tazas, platitos, cucharitas, cafetera, tetera, lechera, pastitas y tarta de cumpleaños. Es una celebración familiar en toda regla.

—Tú estás más delgada, ¿no? —me pregunta mi suegra.

—No lo creo —se anticipa mi madre.

—¿Y qué, Luisma?, ¿arranca o no arranca la tienda esa que has puesto ahora? —pregunta mi padre por preguntar.

—Ahí vamos —contesta Luisma por contestar.

—Si ya le digo yo que debería seguir con lo suyo de electricista —participa mi suegro.

—Mejor nos iría a todos —malmeto yo.

—Luisma puede hacer lo que quiera y tú no tienes que decir nada, que para eso estáis separados —me replica mi madre.

—Mamá, mejor que tú no te metas, que no sabes de lo que estás hablando.

—Tu madre hablará cuando le dé la gana —dice mi padre.

—Oye, oye, que yo me sé defender sólita —le reprocha mi madre.

—Pues yo te veo mucho más delgada —comenta mi suegra, que sigue a lo suyo.

—¡Mucho más! —apostilla Luisma, que ahora quiere estar a buenas conmigo.

—Tú deja de hacerme la pelota —contesto yo, que ahora no quiero estar a buenas con él.

—Mamá, ¿qué pasa? —pregunta Mateo.

—Nada, hijo, que a lo mejor nos quedamos sin casa —digo yo sin deber decirlo.

—¿Qué dices? —preguntan todos.

—¡Sin casa! —se sorprende Pablo.

—Joder, Clara, no es el momento —dice Luisma.

—¿Podéis explicarnos qué ocurre? —insisten de nuevo todos.

Mando a Mateo y a Pablo a jugar a su habitación y los niños obedecen sin protestar demasiado. Mateo está demasiado ocupado con su DS y Pablo con un pupitre para dibujar que ha expropiado a su hermano y en el que va a hacer un dibujo de la familia. Nos quedamos todos los adultos en torno a la mesa del café y en ese mismo momento ya estoy arrepentida de la humillación a la que se va a someter a Luisma por culpa de haber sacado el tema de la casa. Se me ha escapado y no he sabido volver atrás. A lo mejor lo he hecho a propósito y no he querido volver atrás. No lo sé, pero algo de satisfactorio tiene mi sufrimiento al ver a Luisma sufrir.

—A ver, ¿qué has hecho ahora? —pregunta mi suegro.

—Pero si no es nada —responde Luisma ganando tiempo.

—Entonces, ¿qué dices tú de quedarse sin casa? —me pregunta mi madre.

—Luisma —les cuento a todos— ha pedido un crédito al banco para abrir la tienda de móviles poniendo esta casa como aval. Si no paga, se la queda el banco.

—Tú también habrás firmado —me reprocha mi madre.

—¿Yo? Yo no he firmado nada.

—Es que utilicé un poder que teníamos de cuando estábamos casados —se confiesa Luisma.

—¡Serás...!

—¿Qué querías que hiciera? Si te lo pregunto, me habrías dicho que no.

—¿Y de cuánto estamos hablando? —se interesa mi padre.

—De ciento veinte mil euros —concluyo yo.

—¡Este niño es imbécil! —afirma mi suegro sobre su hijo.

—¡Ay, ay, ay!, ¡Virgen del Carmen! —dice mi suegra antes de echarse a llorar.

—Bueno, bueno —interviene mi madre—, tranquilos, que los niños no se van a quedar en la calle.

—Eso espero —dice Luisma pidiendo una tregua.

—Por supuesto que no —digo yo, que no quiero tregua—. Luisma se va a poner a trabajar de electricista para pagar todos los meses al banco.

—¡Pues no tiene que poner bombillas! —bromea mi padre a destiempo.

—¡Si es que este niño es imbécil! —continúa mi suegro.

—¡Ay, ay, ay!, ¡Virgen del Amor Hermoso! —continúa mi suegra.

—Bueno, nosotros también podemos ayudar —dice mi madre.

—De eso olvídate —me meto yo— y menos con lo de la herencia.

—¿Qué herencia? —se interesa Luisma.

—La de María —contesta mi padre—. Si ella estuviera aquí, le gustaría ayudar a sus sobrinos.

—Si ella estuviera aquí, no habría herencia —me enfado yo sin saber por qué me enfado.

—El caso es que mis nietos no van a quedarse en la calle, digas tú lo que digas —concluye mi madre.

—El caso es que la deuda la va a pagar Luisma digas tú lo que digas —concluyo yo, que no quiero que concluya mi madre.

He quedado con Luisma para ir al banco a ver si se puede llegar a un acuerdo que le permita pagar de alguna manera esa deuda sin que nos embarguen la casa. Me está esperando en la puerta y veo que se ha puesto corbata. Verle con corbata me produce tristeza porque sé que para él es una derrota. Más de una discusión nos ha costado que no se la quisiera poner nunca, ni para ir de boda. La última vez que se la vi fue el día de la nuestra y que la lleve hoy me da idea de lo mal que lo está pasando. Es una corbata granate con caballitos de mar dibujados que se ha comprado esta misma mañana antes de venir en una tienda en la que el dependiente le ha tenido que hacer el nudo.

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