Read Los caracoles no saben que son caracoles Online
Authors: Nuria Roca
—¿Papá?
—¡Hola, hija! ¿Dónde estabas? Te he estado llamando.
—Ya lo sé. Es que no quería cogértelo.
—¡Vaya!
—Quiero que sepas que no voy a perdonarte nunca que no me contaras lo de Jaime...
—¿Ya sabes su nombre?
—Me lo ha dicho Carlos... Y quiero que sepas también que si María estuviera viva, tampoco le perdonaría. A ella todavía menos. Y quiero deciros que sois unos...
—Está bien. ¿Puedo hablar?
—Dime.
—Que llevas razón, que siento mucho no habértelo contado antes y no dejar que tu hermana lo hiciera en todos estos meses.
—¡Esa es otra! Me ha dicho Carlos que María lo sabía desde agosto, pero ¿tú desde cuándo sabías que tenías un hijo?
—Hace unos cuatro años. Maite descubrió por casualidad, a través de unas pruebas de ADN, que el padre de Jaime no era su marido. Así que tenía que ser yo.
—O no.
—Me aseguré haciéndome las pruebas. Además, en cuanto le veas se te quitarán las dudas. Se parece mucho a ti.
—¿A mí?
—Sí, aunque es pelirrojo.
—¿Tengo un hermano pelirrojo que se parece a mí?
—Sí, ¿qué pasa? Es la genética, que tiene mucha fuerza.
—Que los pelirrojos son gafes.
—¿Pero qué dices?
—Que sí. Yo siempre que veo a uno tengo que cruzar los dedos.
—Pues Maite es pelirroja.
—Pues eso.
—Pues eso, ¿qué?
—Que no quiero tener a estas alturas un hermano pelirrojo y punto.
—¿Ves como no se te puede contar nada?
M
i madre se ha tomado con cierta indiferencia lo del hijo de mi padre. Dice que a ella no le importa nada de lo que haga «ese señor», aunque conociéndola, sé que sólo es apariencia y que por dentro debe de estar hecha una furia. Por la edad de Jaime, es seguro que mis padres estaban juntos cuando mi padre dejó a Maite embarazada. Han pasado muchos años, pero hay cosas que no se perdonan. Además, sé que mi madre no pierde jamás un buen argumento para un reproche por mucho tiempo que haya transcurrido. Lourdes me ha dicho que he frivolizado demasiado la noticia de que tengo un hermano y que será mejor que comience a tomármela en serio. Esther coincide con ella, aunque también le ha hecho gracia eso de que sea pelirrojo. Me ha contado que cuando se ve a un pelirrojo no hay que cruzar los dedos, sino tocarse un botón. Es otra variante de la superstición. Mi amiga me ha recomendado que vaya cuanto antes a conocerlo y sé que tengo que ir, pero de momento no pienso hacerlo.
Estoy cansada de tanto estrés, han sido muchas cosas en pocos meses y me moriría por unas vacaciones. Sé que esta semana que comienza va a ser dura porque la empiezo hecha polvo. La boda del sábado terminó tardísimo porque los novios no empezaron a bailar el vals hasta la una de la mañana. Al final llegué a casa a las tres, y a las ocho tenía que ir a recoger a los niños a casa de los padres de Luisma.
Mi ex no le ha dado demasiada importancia a lo de Jaime. Creo que no me ha prestado mucha atención porque está muy ocupado con su negocio. Al parecer, la tienda de móviles no termina de arrancar y los problemas con su nuevo socio han comenzado a aparecer.
El domingo me lo he pasado en el parque con los niños y para rematar Pablo ha tenido pesadillas y me he tenido que levantar un par de veces por la noche, con lo que luego me cuesta volver a dormirme. Esta mañana no quedaban naranjas para el zumo, está lloviendo, me he dado cuenta de que tengo que depilarme con urgencia y además me he puesto mala. ¿Qué más se le puede pedir a un lunes?
En el programa hay tensión porque se nota que el estreno está muy cerca. Ahora es el momento en el que todo el mundo opina sobre el trabajo de los demás. La cadena que emitirá
Menudo Talento
no está de acuerdo con casi nada de lo que se ha hecho en la productora y hay que hacer bastantes cambios. Lo primero que van a quitar es al presentador que estaba pensado porque, según parece, no convence «arriba». No sé si sucederá en otros gremios, pero en la tele se emplea mucho el término «arriba» para hablar de los jefes de manera impersonal y así las decisiones equivocadas no tienen una autoría clara. Además del presentador, «arriba» quieren cambiar el casting de niños porque dicen que falta un gordito. No puede haber un programa que se precie sin un niño gordito, que emociona más y sube la audiencia.
Roberto y Miguel están trabajando juntos y se llevan de maravilla. Creo que eso me pone nerviosa. Uno como director y otro como realizador están preparando las galas y se pasan el día juntos en el plató. Si cogen mucha confianza es posible que Miguel le cuente a Roberto que estuvimos liados y como entre en detalles estoy perdida.
Yo me pasaré los próximos días convocando a gente para cerrar definitivamente el equipo. Necesitamos cámaras, algunos redactores, contratar una nueva empresa para el sonido y mozos que hagan un poco de todo. Me gustan los programas cuando se están haciendo. Me sigue impresionando ver a tanta gente trabajando, muchas veces más de cien personas, y que cada una de ellas sepa lo que tiene que hacer. Son ésos a los que los presentadores felicitan cuando recogen un premio con eso de «gracias al maravilloso equipo que hay detrás de las cámaras y que ustedes no ven desde casa». Cuando escuche eso, no se lo crea, porque los presentadores tampoco los ven. Y si los ven, no les dan ninguna importancia. Lo que creen en el fondo es que los importantes de verdad son ellos, los que salen en pantalla. Puede ser aún peor si el presentador de turno añade con tono solemne lo de «sin ellos esto no hubiera sido posible». Si escucha esa frase, desconfíe para siempre de ese tipo.
Hay días que empiezan de buena manera, pero se tuercen a medida que van pasando las horas. Sin embargo, hay otros que como empiezan tan grises, sólo pueden mejorar. Poco antes de comer, Roberto me ha pedido que deje para otro momento la selección de personal y que recupere las fotos de todos los niños gorditos que fueron rechazados en el casting.
—Si te parece, seleccionas tú los que más te gusten y los repasamos juntos esta tarde para llamar a un par de ellos y hacerles otra prueba.
—Sí, sí, claro.
—Gracias, Clara.
—De nada, Roberto.
—¿Todo bien?
—Sí, sí. Todo bien.
—Vale, pues después de comer nos vemos.
—Fenomenal.
—¿Te parece bien a las cuatro y media?
—Me parece una hora estupenda.
—Pues hasta las cuatro y media, Clara.
—Hasta luego, Roberto.
¿Por qué hoy precisamente no me he arreglado como lo hacía últimamente para venir a trabajar?, ¿por qué he tenido que volver a descuidarme y a coger los cuatro kilos que perdí?, ¿por qué no me depilé en su momento?, ¿por qué tengo tantas ojeras?, ¿por qué razón el tamaño de este grano de mi barbilla ha llegado hoy precisamente a su esplendor? Me he marchado a comer a casa para arreglar el desaguisado y no me ha dado tiempo a comer. No pasa nada, a ver si me desinflo un poco, que tengo la tripa superhinchada con la regla. Me he pintado y me he puesto la blusa rosa, que, según todo el mundo, me hace muy guapa. Aunque lleve pantalones no me siento bien sin depilar y en el grano no he querido intervenir porque como le meta mano va a ser peor el remedio que la enfermedad. De todas formas, en una hora he logrado mejorar sensiblemente mi aspecto.
De nuevo he vuelto a la productora a toda velocidad y me he puesto a buscar niños gorditos. No sé por qué, pero hay cuatro que me llaman la atención. Selecciono sus fotos, su actividad artística y recupero los vídeos de sus castings. Son las cuatro y media en punto.
—Hola, Clara, ¿qué tal?
—Hola, Roberto, muy bien.
—¿Tienes eso?
—Sí. He seleccionado los cuatro que más me gustan.
—¡A ver, a ver...! Sí. Están bien, pero...
—¿Hay algún problema?
—No, no. Si están bien. Los crios son gorditos. Lo que pasa es que es un poco extraño...
—¿Qué es extraño?
—Que hayas elegido a los cuatro pelirrojos.
—¡Coño, pues es verdad! No me había dado cuenta.
—Yo cuando veo un pelirrojo me toco un botón.
—Yo es que no creo en esas cosas.
—Por si acaso.
Mi cuñado Carlos se ha cogido unas vacaciones en la clínica. Lo ha dejado todo a cargo del gerente y se va a tomar un año sabático. Me ha contado que no está bien y que le resulta insoportable ir cada mañana a la clínica sin María. Me parece que va a empezar por un par de meses en Nueva York y después va a viajar por todo el mundo. Antes de irse me dice que quiere solucionar el papeleo de la casa y que me necesita para ver qué hacemos. No sé a qué se refiere. No entiendo para qué me necesita Carlos a mí y de qué papeleo habla. Hemos quedado el viernes para comer y que me cuente.
Mi hermana y Carlos habían ganado mucho dinero desde que abrieron la clínica hace cuatro años. Ella no hablaba nunca de eso conmigo porque creo que no se sentía bien manejando algunas cifras tan alejadas de mi economía. Hay gente a la que le gusta decir lo mucho que cuesta cada cosa que compra, pero María nunca hablaba de cantidades conmigo porque le daba pudor. Las dos sabíamos que el precio de cualquier mueble auxiliar de su salón era superior al de todos los que había en mi casa, o que lo que cuesta su todoterreno es lo que yo gano en dos años con dos trabajos. Estaba tan claro que no era necesario decirlo.
Carlos ha mejorado algo su aspecto desde la última vez que le vi. Cuando entro en el restaurante ya me está esperando en una mesa del fondo. Se ha vuelto a afeitar, recuperando el brillo ese tan artificial de su cara rosita, y lleva traje, aunque sin corbata. Nos saludamos con cariño. Aunque dos personas no tengan muchas cosas en común, la pena une mucho y más aún si es por la misma persona. Carlos me cuenta por qué nos hemos encontrado.
—Ya sabes que María murió sin hacer testamento.
—Es normal. Nunca nos esperamos morir a los treinta y ocho años.
—El caso es que como teníamos bienes gananciales, la mitad de todo es de tus padres.
—¿Y eso?
—Eso es lo que dice la ley.
—No tenía ni idea.
—Si una persona muere sin hacer testamento y sin descendencia, los herederos son sus ascendientes.
—¿Sus ascendientes?
—Sus padres, vamos. Y por tanto, los hijos de éstos en el caso de haberlos. Es decir, tú.
—¿Yo?
—Sí, mujer. Si no deciden dárselo a un asilo, la única heredera de tus padres eres tú.
—Claro, claro.
—Yo no quiero nada que no sea mío, pero me gustaría venderlo todo lo antes posible para marcharme y si no llego a un acuerdo con tus padres, no puedo hacerlo.
—No creo que te pongan problemas.
—Ya, pero prefiero que se lo expliques tú. Por eso te he llamado.
—Claro, no te preocupes. Y perdona que te pregunte, ¿de qué herencia estamos hablando...? Por hacerme una idea, más o menos.
—Pues... el chalet, un apartamento en la playa en el que invertimos, la clínica y dos plazas de garaje que están alquiladas.
—¿Y eso cuánto es?
—No sé. Ahora no es buen momento para vender, pero calcula que unos tres millones de euros, menos dos aproximadamente que habrá de hipotecas y lo de hacienda.. Más o menos unos cuatrocientos mil euros para cada parte.
Creo que uno de mis problemas ha sido siempre mi tendencia a simplificarlo todo. Para que todo encaje, en el mundo existen dos tipos de personas, las buenas y las malas. O se es de una manera o de otra, no hay término medio. Las primeras tienen buenos sentimientos y las malas no pueden tenerlos. En mi mente, que quiere simplificarlo todo, las personas estamos mal o bien; nos sentimos tristes o alegres. Así no hay dudas, que las dudas dan mucho miedo. Ese planteamiento es un error porque en la vida nada encaja nunca, es mentira. Nada natural tiene una forma concreta, no es de una única manera y mucho menos para siempre. Las personas somos complejas y no es posible hacer sencillo el lío en el que se ha convertido mi vida en los últimos meses. No pienso hacerlo porque yo no soy ni buena ni mala; ni estoy triste ni alegre y algunas veces no tengo buenos sentimientos. Tengo treinta y cinco años y un hermano nuevo que no quiero que exista, pero me muero por conocerle; soy una mujer adulta que se ha quedado colgada como una adolescente de un tío con el que no tengo ninguna posibilidad; todos los días me levanto con pena y todos los días hay algún momento en el que soy feliz; daría todo lo que tengo por poder besar una vez más a María, pero su muerte puede darme más de lo que nunca tendría. La única simplificación que me sirve ahora es que las personas están vivas o muertas.
M
ateo tiene piojos y Pablo varicela. Ninguna de las dos cosas es grave, pero sí muy incómodas para ellos y para mí. Ninguno de los dos está yendo al colé y aunque está Sornitsa, cuando los niños se quedan en casa nunca me siento bien. Pablo ha pasado de cuarenta de fiebre tres o cuatro veces y no ha bajado de treinta y ocho en cinco días. Ya que el pequeño se tiene que quedar en casa, voy a aprovechar para dejar también a Mateo y despoblar su cabeza sin que al niño le dé vergüenza. No tanto por tener piojos, sino por el olor a vinagre que desprende todo el día. A mí me los quitaban con vinagre y así lo hago yo con Mateo, que no me fío de la eficacia de los productos nuevos que venden en las farmacias y que huelen tan bien.
Si los niños están en el colegio, yo me siento liberada, pero cuando están en casa y no estoy con ellos tengo cargo de conciencia. Es el chip que no termino de quitarme de la cabeza y en eso también me gustaría parecerme a un hombre. La conciencia en los hombres está mucho más avanzada que la nuestra para dos cosas fundamentalmente: el sexo y la paternidad. Hasta que las mujeres no lleguemos al nivel de liberación que tienen ellos en esas dos cuestiones, el feminismo será un término vacío de contenido. No vale pensar, hay que sentir. No es suficiente saber que no eres una mala madre por no estar con tu hijo cuando tiene varicela, sino no sentirte mal por no hacerlo; no es suficiente con comprender que no se necesitan nada más que ganas para acostarte con un tipo, sino ser capaz de utilizarlas para tu placer. Las mujeres, cuando nos vamos a la cama con alguien, por muy liberadas que nos creamos, decimos cosas tan ridículas como: «¡Lo de ayer con ese chico fue mágico!». ¿Qué es eso de mágico? Lo de ayer con ese chico fue un polvazo, asúmelo y sé feliz. ¡Qué mágico ni mágico!